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Domingo, 19 de marzo de 2006

EN FOCO

Sobre la seriedad

A diez años de su publicación y a treinta del golpe de Estado, la reedición de Villa, de Luis Gusmán, permite revisar los tonos con que la literatura argentina ha abordado la dictadura argentina, la memoria, la violencia y finalmente la responsabilidad de la sociedad civil.

 Por Patricio Lennard

Jacques Derrida sostiene que la literatura, en tanto su destino está indisolublemente unido a la libertad democrática, tiene por principio el derecho a decirlo todo. De allí que un autor no sea responsable ante nadie (y ni siquiera ante sí mismo) de lo que dicen los personajes en sus textos. Pero ¿qué ocurre cuando la literatura se adentra en los terrenos de la historia, y la verdad y la ficción se implican mutuamente? ¿Qué pasa cuando ese derecho ilimitado que le permite a la literatura “plantear todas las preguntas y analizar todas las presuposiciones, aunque fueran las de la ética”, se solaza en cierta irresponsabilidad propia de la incorrección política? Si David Irving, el historiador inglés que fue condenado en Austria a tres años de prisión por negar el Holocausto, hubiera escrito una novela con sus cínicas ideas, quizá la historia no habría sido del todo diferente: las leyes que penan con la cárcel la negación de la Shoá, en países como Austria y Alemania, hacen del antisemitismo un tabú de la incorrección política.

Tal vez no sea ocioso, entonces, corroborar que a ningún intelectual argentino se le ha ocurrido el disparate de negar que en el país ha habido gente desaparecida. Y más aún, teniendo en cuenta que la experiencia en los campos de detención durante la última dictadura ha sido vista, más de una vez, a la luz de lo que bajo el Tercer Reich padecieron los judíos. Así lo consignan testimonios de sobrevivientes de la represión ilegal en la Argentina, al igual que varias de las novelas que hablan sobre esa época. Toda una tradición en la que Villa (1995), de Luis Gusmán, ha abierto senderos alternativos a la narrativa testimonial, de la que el Nunca más constituye su summa.

Carlos Villa –ese médico que es empleado del Ministerio de Bienestar Social cuando la Triple A, antes de la muerte de Perón, instala ahí su centro de operaciones, y se ve involucrado, un poco a pesar suyo, en maniobras de los grupos de tareas del lopezreguismo primero y de la dictadura después– es un personaje que le permite a Gusmán delimitar el tema que en los últimos diez años ha surcado las narrativas de la guerra sucia: las responsabilidades de la sociedad civil en el terrorismo de Estado.

Novelas como Dos veces junio, de Martín Kohan, El secreto y las voces, de Carlos Gamerro, o Ni muerto has perdido tu nombre (todas de 2002), la segunda parte de una trilogía que Gusmán planea terminar y que comenzó con Villa, construyen historias en donde la ambigüedad moral de sus personajes y la ausencia de un tono trágico en lo que narran dejan claro que la complicidad social se parece bastante a la indiferencia. “Yo era una víctima de los acontecimientos”, se justifica Villa delante del coronel Matienzo –el interventor del Ministerio de Bienestar Social, luego de que se ha producido el golpe de Estado– por las turbias acciones en las que él fue partícipe en épocas del “Brujo”. ¿Pero es posible creerle a quien sueña con lucir “alas de plata en la solapa”, y que le confiesa a Matienzo que uno de sus ex jefes pensaba que López Rega había fracasado en sus propósitos porque “su política represiva era poco sistemática”?

Si ante Villa es difícil no sentir por momentos repugnancia, ello se debe a que la justificación humanizante del colaboracionismo (esa “obediencia debida” de la que la sociedad civil todavía no quiere hacerse cargo) es una forma de redención por demás insuficiente. Sobre todo si se tiene en cuenta que casi todas las novelas sobre la dictadura que se escribieron durante la democracia han tenido en la impunidad (de las “leyes del perdón” y los indultos) un contexto de producción y un reparo moral insoslayable. A ese “negacionismo” del Estado –que tiene su excepción en el Juicio a las Juntas y que ha adoptado las formas del “algo habrán hecho”, de la presunción de que no son 30.000 los desaparecidos, de la “teoría de los dos demonios” y de la inutilidad de mirar hacia el pasado por temor de atizar superados rencores–, la literatura le ha opuesto, durante treinta años, un relato moralmente alternativo. Nadie ha hablado mal de lo que ha pasado, porque nadie ha podido o ha querido hacerlo. La historia obliga a menudo a la literatura a terminar postulando moralejas.

Que textos como Los pichiciegos, de Fogwill, o Las islas, de Gamerro, hayan hablado de la guerra de Malvinas con un tono de farsa y de burla, mientras las novelas sobre la dictadura persistían en su seriedad y su decoro, ha llamado la atención de los críticos. Aunque, desde un principio, la guerra de Malvinas haya sido una farsa en un sentido doble: la tragedia del Proceso reciclándose a sí misma primero como “tramoya” de un gobierno exangüe y, luego, como “pieza cómica” de la literatura argentina.

El horror y la verdad inmiscuida en las ficciones (el novelista soñando con reescribir la historia) y la imposibilidad de toda épica en la guerra sucia (ni vencedores ni vencidos, sino víctimas y victimarios) han alejado a las novelas del Proceso de cualquier pretensión de irreverencia. Quizá el fin de la impunidad que se avizora y la museificación de la memoria que ya se encuentra en marcha no sólo cambien los modos de leer esas novelas, sino también las formas posibles de narrarlas. Tal vez sea hora de que la literatura se anime, finalmente, a decirlo todo. A soñarse como una pesadilla de la historia, arrebujada en el oscuro infierno de esos años.

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