Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
La obra de Georg Simmel es un permanente redescubrimiento en Argentina. La publicación de tres libros, Goethe, Schopenhauer y Nietzsche y El problema religioso (Prometeo) es uno de los últimos episodios del fervor por un filósofo que anticipó el interés no banal por las aventuras de la calle y la vida cotidiana.
Por Sergio Di Nucci
¿Existe un renovado entusiasmo argentino por Georg Simmel? Así parece, según un breve recorrido de su presencia nacional. El filósofo alemán que murió hace más de tres cuartos de siglo, en 1918, y que representa, desde la segunda mitad del siglo XX, una corriente filosófica muy marginal en los debates contemporáneos goza en Argentina de un sólido interés. Admiradores de variadas procedencias ofrecen cruces inesperados o no (Simmel con Lacan, Simmel con el surrealismo, Simmel con la Escuela de Chicago), se publican reseñas, traducciones y numerosas reediciones (hoy más cuantiosas que las de otras figuras epónimas de la época); se reúnen grupos de estudios y hay cátedras universitarias en donde se lo estudia parcial o exhaustivamente, como la de Christian Ferrer o la de Esteban Vernik, ambos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Uno de los penúltimos episodios del notable fervor por Simmel son los tres libros que ha editado, Goethe, El problema religioso, Schopenhauer, y el horizonte de publicar toda su obra, tarea que anima el prologuista de estos libros, también profesor de la UBA, Daniel Mundo.
La rica y variada obra de Simmel es una de las más evidentes razones de su legado díscolo en Argentina. Simmel escribió sobre prácticamente todo: religión y socialismo, la personalidad de Dios, la moda y la aventura, Rodin y Miguel Angel, la cultura femenina y el dinero, el clasicismo, la filosofía griega, el ensayo, la libertad y la necesidad... A la generación de estudiantes anterior a las influencias de las obras de Martin Heidegger y Karl Jaspers, Simmel les ofreció el camino para escapar de la filosofía académica y a pensar de “manera concreta”. Es decir, a no despreciar la realidad con sistemas forzosamente empobrecedores, a analizar sus manifestaciones, sus objetos y cambios. Buena parte de la filosofía continental de la primera mitad del siglo XX, justamente muy estudiada en Argentina, “bebió de las fuentes de la filosofía simmeliana” –según el filósofo alemán Jürgen Habermas–. La tarea de Simmel fue construir una “planta inferior en el edificio del materialismo histórico”, es decir, describir los fenómenos culturales en sus propios términos, sin apelar a estructuras que los determinan. Para Habermas se trató de una tarea que no ha conducido siempre a buen puerto: “Resulta posible aplicar a Simmel lo que el alemán Arnold Gehlen dijo de la Ilustración: sus premisas están muertas, peros sus consecuencias conservan vigencia”.
Son las consecuencias que obran respecto de grandes filósofos como Lukács, Horkheimer y Adorno, o Benjamin, Hans Freyer, Gehlen o el sociólogo Helmut Schelsky.
En otra de sus vertientes, el revival de Simmel en Argentina es un avatar del redescubrimiento francés durante los años ’90. La obra de Simmel fue doblemente postergada en Francia, primero a causa de la renuencia promovida por Emile Durkheim (para él Simmel era un ensayista, no un sociólogo), y luego por la influencia del estructuralismo y el neomarxismo que, entre 1960 y 1970, no reconocieron la legitimidad de la sociología de la acción.
Si la psicología social de Simmel ha podido inspirar a la Escuela de Chicago, si sus estudios sobre la coquetería, la conversación y el secreto interesaron a los sociólogos de la vida cotidiana, lo esencial del interés por Simmel radica en otro lugar. Según el filósofo alemán, las acciones recíprocas (que implican necesariamente la interacción con al menos otro individuo) crean en cada uno características que serían inexplicables si se las considerara aisladamente. Simmel inauguró así una sociología formal que, haciendo abstracción de los conocimientos sustantivos que proporcionan otras ciencias, como la economía y el derecho, se interesa por las formas de la socialización en el momento mismo en que éstas empiezan a fijarse, a adquirir contornos propios y duraderos: en grupos sociales movidos por fines diferentes y aun antagónicos, encontramos sin embargo las mismas formas (formas de la competencia, o formas de jerarquización, por ejemplo). Su sociología de las formas pretende, merced al grado de generalidad, volver inteligibles diversas configuraciones de fenómenos de la vida cotidiana de las sociedades modernas. No se trata por lo tanto de subsumir la vida social bajo férreas leyes sociales.
Gran parte de la obra de Simmel –y hasta el impulso, la tendencia irrefrenable de Simmel por atender a todos los nuevos fenómenos que ocurrían en las calles– encuentra su atmósfera y su respiración en una nueva época, efímera y rutilante: la belle époque. Son los años de paz europea que llevan a la Gran Guerra de 1914. Guillermo II en Alemania (1888-1918), impulsivo e irresoluto –y por eso detestado por Nietzsche–, destruirá en ese tiempo el notable edificio diplomático de Bismarck. El clima, incluso moral, ya era el del impresionismo simbolista-decadentista. Guillermo II fue un verdadero impresionista en política por su volubilidad, su pasión por las grandes frases y el efecto verbal y teatral. El mito de la belle époque nace de la añoranza por el mundo de ayer, es el aspecto alegre y despreocupado de ese mundo pretérito que sin embargo posibilitó la despreocupación y las innovaciones: el culto del dinero, la extravagancia de la moda, los objetos de consumo que como nunca antes influían en la vida cotidiana, la división de la vida erótica entre el demimonde, que no se podía frecuentar públicamente, y el monde que debía seguir siendo una bonita apariencia. Todos éstos fueron temas para Simmel, que amaba los jarrones chinos y las japonerías, y que les otorgaba dignidad filosófica al mismo tiempo que así desacralizaba a la filosofía. El de la belle époque fue siempre, desde luego, un universo limitado, adscripto a ambientes bien determinados. Pero todos podían reclamar el privilegio moral que nacía de deplorar el rigorismo exterior y la hipocresía de la era victoriana. El centro principal de la belle époque fue desde luego el París del Moulin Rouge y de Chez Maxim’s, con su prostitución que Toulouse-Lautrec supo volver eterna retratando sus aspectos más relumbrantes y más escuálidos. Pero la Berlín guillermina donde vivía Simmel y la Viena de Francisco José fueron también centros alternativos.
Simmel cursó Humanidades en el Gymnasium y estudió luego en la Universidad de Berlín: Historia con Mommsen, Droysen, Sybel y Treitschke; Psicología con Lazarus, Steinthal y Bastian; Filosofía con Friedrich Harms y con Zeller. Se graduó en 1881 con una disertación mayor sobre Kant y una menor sobre Petrarca. Cuatro años después se convertía en Privatdozent, cargo que ocupó durante década y media antes de ser promovido a profesor extraordinarius. Sus ingresos provenían casi exclusivamente de sus tareas privadas. En 1914 aceptó un cargo en la Universidad de Estrasburgo (entonces alemana), ciudad en donde muere cuatro años después, y enseñó lógica, historia de la filosofía, metafísica, ética, sociología, filosofía de la religión, filosofía del arte, psicología social, cursos sobre Kant, sobre Schopenhauer, sobre Darwin. Sin embargo, hay que recordar que su carrera universitaria fue siempre demorada respecto de lo que era usual entonces. Aunque Simmel gozó de mucha fama durante su vida, y escribió obras sobre estética, ética, epistemología, filosofía o sociología que impresionaron a sus contemporáneos, muy a menudo fue subestimado y aun menospreciado: se lo acusaba de ser demasiado crítico, demasiado relativista y formalista; fastidiaba su éxito periodístico.
Su filosofía de la vida sin embargo no era vitalista, mucho menos biologicista. Simmel fue un filósofo de la vida en el sentido de que creía en “todas las cosas transitorias en tanto símbolos”. Esta actitud mental le proveía una serenidad de la que carecieron otros grandes pensadores. Su perspectiva del mundo estaba libre de cualquier mórbida tragicidad.
Parece inevitable que un pensador a contrapelo como era Simmel buscara ajustar cuentas con la gran tradición filosófico-literaria de su país, a la que se llamaba, con admiración y con sorna, “tierra de pensadores y poetas”. Toda referencia a la cultura alemana menciona en obligatorio primer lugar a Goethe. En su libro Goethe, las opiniones picantes, inesperadas y a contrapelo del autor refuerzan su vitalidad. De Goethe, Simmel señala, por ejemplo, que “pertenece a aquel tipo de hombres que desde el fondo de la naturaleza tiene que relacionarse con mujeres”. Sin embargo él censura dedicar la vida a la mujer: “Eso conduce a demasiadas complicaciones y sufrimientos que nos agotan, a una completa vacuidad”. De Goethe le interesa su vida compleja, su autenticidad, la unidad de un proyecto vital que se desarrolla en un largo arco de tiempo, y donde todas las fases jamás traicionan un propósito primero y último.
Para los lectores de la belle époque, si hubo dos filósofos que representaban una invitación a la vida arriesgada y peligrosa, al desprecio por la moral del rebaño, fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche. A ellos dedicó Simmel un libro, Schopenhauer y Nietzsche, escrito entre los años 1906 y 1907. De algún modo, Simmel es deudor de las ideas y creencias que animaron la vida y obra de Schopenhauer y de Nietzsche, dos figuras también muy presentes en las facultades de humanidades argentinas y ambientes varios. Ambos filósofos eran percibidos en el “ambiente espiritual del novecientos” como antipositivistas, y antimodernos, y ofrecían una versión del darwinismo de la lucha por la vida en clave moral y espiritual; a semejantes rechazos y preferencias se debe el constante interés e insistencia que muestra también Argentina respecto de otro gran antimoderno, Martin Heidegger.
Simmel celebra en Schopenhauer y Nietzsche a los incendiarios de la racionalidad occidental, a los abanderados extáticos del impulso y del momento, del irracionalismo, que será tan siglo XX. Simmel refrenda el orgullo que ambos filósofos mostraron por la parcialidad, por el epigrama, por la asistematicidad. Señala, por último, algunas contradicciones, mayores y menores, en dos filósofos para quienes la contradicción salva. Es impensable una historia de la filosofía sin la presencia de Schopenhauer y de Nietzsche, y Simmel ofrece una historia con happy ending: el pasado filosófico nunca resulta mejorativo en este libro, a la luz de un presente tan vívidamente iluminado por los incendios de Schopenhauer y Nietzsche.
Desde que el estudio científico, es decir desapasionado y comparativo, de las religiones comenzó en Europa en el siglo XIX, cuando caballeros agnósticos empezaban a mover con desagrado o desesperanza la cabeza que inclinaban sobre los textos sagrados del judaísmo y del cristianismo, dos caminos se abrían a la investigación. El primero era el más académico. Se empezó por el estudio de la historia de cada religión monoteísta, por el de las filiaciones que guardan entre ellas (Moisés engendró a Cristo que engendró a Mahoma –en esa época ilustrada no temían que los fundamentalistas los degollaran–), el de sus dogmas y supersticiones, y después se pasó a las religiones de los salvajes con muchos dioses y demonios, tótems y tabúes. Y de estudiar los mitos se pasó a estudiar los ritos, sangrientos y crueles como la circuncisión. Aquí se abrió un segundo campo: el de reconstruir el mundo del hombre religioso, que cree o padece en las religiones. ¿Qué siente el niño turco cuando le arrancan el prepucio? ¿Qué siente el adulto cuando con un cuchillo le cortan el pene?
A la “filosofía de la vida” simmeliana le iban a interesar las vivencias religiosas. Es característico, sin embargo, que prefiera estudiar las supervivencias religiosas en quienes ya han sido capturados por el proceso de descreimiento de la modernización. Como señala Daniel Mundo en su prólogo, en El problema religioso Simmel intenta dar cuenta de una experiencia más íntima: “Recordar, de algún modo, el fondo último de creencia –que él llama religión– que ha sobrevivido a las diferentes religiones, y que los hombres parece que necesitamos o anhelamos como la tierra necesita el agua para ofrecer sus frutos”. Es decir, qué queda de religiosidad en el “filósofo de la religión”.
Al filósofo de la religión, dominado ya por la contable filosofía del dinero, siempre le falta el tiempo; al hombre religioso siempre le sobra. Entre el tiempo que sobra y el tiempo que falta, entre el tiempo mecánico y el tiempo mesiánico, se abre la posibilidad de un uso nuevo del tiempo. Y en Simmel ya parecen resonar a la vez ideas de derecha y de izquierda, las trompetas del ángel de la historia de Walter Benjamin, y la noción del “ser para la muerte”, siempre angustiado por la posibilidad de enfermarse y morir, de Martin Heidegger.
Goethe
Traducción de José Rovira Armengol
Buenos Aires: Prometeo, 2005, 228 páginas.
Schopenhauer y Nietzsche
Traducción de Francisco Ayala
Buenos Aires: Prometeo, 2005, 190 páginas.
El problema religioso
Traducción de Francisco Ayala
Buenos Aires: Prometeo, 2005, 92 páginas.
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