Domingo, 16 de abril de 2006 | Hoy
DAVID LEAVITT Y UNA LOGRADA COMEDIA NOIR.
Por Claudio Zeiger
El cuerpo de Jonah Boyd
David Leavitt
Anagrama
223 páginas
Familiarizados como estamos con el concepto de un “narrador testigo”, pocas veces nos detenemos a pensar qué quiere (o qué necesita) dicho sujeto de la narración. ¿Es un mero recurso para garantizar un relato impersonal? ¿Es un alter ego remilgado del narrador omnisciente? He aquí cuando, al leer la última novela de David Leavitt, nos salen al cruce la secretaria y sus reclamos casi gremiales. “La literatura ha ignorado demasiado tiempo el punto de vista de la secretaria”, afirma Denny Denham, secretaria y amante del jefe en el comienzo de la historia. “Nunca se la nombrará en unas memorias, nunca se le dejará nada en un testamento. Pero no supongan que, porque es invisible, se la puede tomar por tonta”, afirma vagamente amenazante.
¿Hacia dónde iba y hacia dónde va David Leavitt después de haber escrito uno de los mejores libros de relatos de los ’80 (el inaugural Baile en familia) y quizás una de las más importantes novelas de la literatura norteamericana del siglo XX, El lenguaje perdido de las grúas? La repetición, más de lo mismo, signó su obra posterior (siempre de alta calidad pero poco novedosa) hasta el traumático experimento entre la realidad y la ficción de Mientras Inglaterra duerme, con pelea incluida con Stephen Spender y un resultado que tal vez no esté a la altura del esfuerzo empeñado.
En los últimos libros –éste incluido– Leavitt intentó ampliar el “campo de batalla” y en este caso recurrió a una voz femenina (la citada secretaria), cortó casi a cero las alusiones a la homosexualidad y se instaló –muy cómodamente, por cierto– en el terreno de la sátira y la comedia noir.
Todo gira alrededor de una cena de Acción de Gracias, la del año 1969, plena contracultura y guerra de Vietnam, en una ciudad universitaria. Lo que parece un comienzo indolente, apenas amable y costumbrista, va ganando en ingenio y profundidad. La trama que va desplegando la secretaria frente a nuestros ojos crecientemente voraces, es digna de un buen autor de novelas de enigma y dotado de humor negro. Leavitt maneja la vena detectivesca y no renuncia a la comedia de costumbres, lo que en su caso supone un tópico ya transitado: ponerse en la posición del hijo yuppie o punk o dark que se burla de los padres hippies, dulzones y pacifistas; con las variables del caso, de eso se trata aquí una vez más: aquella contracultura fracasó. Pero en El cuerpo de Jonah Boyd no sólo se confirma la noticia sino que se indaga en su costado oscuro: ambiciones que pueden llevar al crimen, al robo, al plagio, y finalmente al olvido, anidan en los repliegues de un hogar progre y freudiano.
La trama es lo suficientemente compleja como para abstenerse aquí de transcribirla; puede decirse, eso sí, que incluye escritores (uno a punto de consagrarse si logra terminar la gran novela prometida; otro, un poeta adolescente francamente insoportable aunque con destellos de talento) y que la trama fluye y refluye alrededor de la noche de Acción de Gracias, una de esas escenas que Leavitt tan bien maneja desde aquella cena en que a la señora de El lenguaje perdido de las grúas le cae la ficha de que todos esos hombres a su alrededor (su marido incluido) son homosexuales.
En parte, es innegable que El cuerpo de Jonah Boyd es una novela sobre la vocación literaria y la identidad; pero también es algo menos pretencioso y más eficaz. Y su falta de pretensión y su eficacia son logros que agrandan a un Leavitt que explora caminos mientras quizá prepara un gran golpe o quizá, habiendo dado ya mucho bueno de sí, dosificará pequeñas y bienvenidas sorpresas, como este hallazgo de una secretaria que, treinta años después, va a reclamar lo que legítimamente le pertenece: que la literatura deje de ignorarla.
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