Domingo, 16 de abril de 2006 | Hoy
THEODOR W. ADORNO - THOMAS MANN
Desde el auge del nazismo, que los llevó al exilio, hasta la posguerra que los confirmó como extranjeros, Thomas Mann y Theodor Adorno mantuvieron una correspondencia que ahora se publica en una edición tan cuidada como bien anotada.
Por Osvaldo Aguirre
Correspondencia 1943-1955
Theodor W. Adorno -Thomas Mann
Fondo de Cultura Económica
184 páginas
La escritura de Doktor Faustus, su última gran novela, puso a Thomas Mann en problemas. Necesitaba la “intimidad musical y detalles característicos” para tornar verosímil a su protagonista, el compositor Adrian Leverkühn. La solución despuntó con la lectura de un manuscrito de Filosofía de la nueva música y el inmediato contacto con su autor, Theodor Adorno, entre fines de 1942 y principios de 1943, cuando ambos residían en Estados Unidos, exiliados a causa del nazismo. Uno era un escritor consagrado, una personalidad pública que se acercaba al final de su vida; el otro, un profesor de cierto renombre. Fue el propio Adorno quien midió las diferentes posiciones que ocupaban: en una de sus primeras cartas le confiesa a Mann que veinte años antes lo siguió por la calle sin atreverse a hablarle; el autor de La muerte en Venecia representaba para él “la tradición alemana de la cual he recibido todo: incluso la capacidad de resistir a esa tradición”. Y siempre mantuvo esa respetuosa distancia: “estimado y admirado doctor Mann”, escribió una y otra vez, para recibir a cambio un “estimado dr. Adorno” que suena más protocolar.
El trabajo conjunto en aquella novela fue el fundamento de la correspondencia siguiente. Adorno se encargó de imaginar las obras de Leverkühn “como si no fueran reflexiones previas sino descripciones de algo existente”. Esa colaboración se desplegó a través de varios encuentros personales, en 1946, y quedó registrada sólo en algunas pocas cartas, pero al menos una de ellas resulta muy jugosa, porque Mann expone allí su procedimiento de montaje, como llama a los elementos que adopta de obras ajenas y que configura un aspecto central de su poética. Arnold Schönberg protestó porque el tipo de composición atribuido al personaje de Doktor Faustus correspondía a la técnica dodecafónica que llevaba su firma. Se generó así una polémica, cuyos entretelones pueden seguirse en diversos pasajes de las cartas. Más allá de las incidencias, lo notable son las dudas que manifiesta Adorno sobre Schönberg: a pesar de su complejidad le provoca la impresión de algo conservador, o incluso peor, “amenaza con un violento retroceso hacia algo tenebroso, mitológico”, que conecta con las tendencias regresivas que observa en la Alemania de la posguerra.
A partir de 1949, año en que Adorno regresa a la tierra natal, ya no vuelven a encontrarse, y es entonces cuando la correspondencia se hace más frecuente. La primera carta que envía desde Francfort es especialmente reveladora del otro gran tema que los absorbe: Alemania y los alemanes después del nazismo. En su país, dice, parece que no hay ningún nazi: no sólo porque el pueblo no asume responsabilidades por el genocidio sino porque cree no tener ninguna responsabilidad. “Uno ya no está en casa en ningún lugar”, concluye, y esa reflexión se impone con más fuerza para Thomas Mann, criticado con hostilidad en Alemania después de la finalización de la Segunda Guerra, y contemplado como un sujeto sospechoso por la derecha norteamericana. Pero el desencanto de Adorno parece más matizado y complejo, tanto porque advierte el entusiasmo con que lo reciben los estudiantes de filosofía como porque relativiza las dimensiones del nacionalismo que horroriza a Mann: “A mí se (me) impone cada vez más fuerte la sensación de lo roto, de lo que se ha quebrado hasta lo más profundo”.
El mayor número de cartas es de 1952, año de crisis para Thomas Mann, en el que abandona Estados Unidos, espantado por el macartismo, y se radica en Suiza. Su perspectiva sombría se entrelaza con la conciencia de que la muerte se acerca (falleció en agosto de 1955); “estoy muy cansado”, confiesa repentinamente, y se siente un condenado, “en el sentido de sentenciado por el destino”, según anotan los editores de la correspondencia. Adorno lo alienta, lo exhorta a retomar el trabajo literario, incluso interpreta en clave psicoanalítica las relaciones de los alemanes con él (y también, algo que ya le molesta a Mann, las supuestas alusiones literarias al suicidio de Klaus Mann, su hijo). En esos pasajes hace breves y fulgurantes disquisiciones teóricas (por ejemplo sobre el valor de la dificultad en la creación artística). Las citas de obras de la literatura europea, los guiños sobre personajes contemporáneos y las alusiones y los sobreentendidos a propósito de los propios trabajos son constantes, pero pasarían casi inadvertidos de no haber mediado el extraordinario trabajo de los editores Christoph Gödde y Thomas Sprecher, quienes prodigan notas tan extensas como necesarias.
La publicación de las cartas constituye así un documento revelador. Deslumbrados uno por el otro, Adorno y Mann se potencian de modo recíproco al encontrarse, e iluminan, al mismo tiempo, la época a la que pertenecieron con la firme convicción de ser extranjeros.
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