Domingo, 12 de noviembre de 2006 | Hoy
BOURDIEU
En medio de las disputas por su legado intelectual, Pierre Bourdieu interviene de forma póstuma mediante un agudo análisis escrito durante sus últimos meses de vida en los que se somete él mismo como objeto de estudio.
Por Cecilia Sosa
Autoanálisis de un sociólogo
Pierre Bourdieu
Editorial Anagrama
153 páginas
La polémica Pierre Bourdieu (1930-2002) está más viva que nunca. A casi cuatro años de la muerte del sociólogo más leído en Francia (y tal vez en el mundo) y mientras no mengua la disputa por su herencia intelectual, acaba de publicarse en castellano un curiosísimo libro donde el propio Bourdieu interviene póstumamente en favor de su causa. Se trata de Autoanálisis de un sociólogo, un ensayo escrito entre octubre y diciembre del 2001, como ampliación de su última clase ante el prestigiosísimo Colegio de Francia, donde el francotirador más temible de las fortalezas del sentido común, radicalmente antiacademicista y activista político tardío, hace algo inédito: pone a prueba su obra teórica convirtiéndose él mismo en objeto de estudio.
El resultado es un escrito vibrante, tan lejos de la frialdad de las memorias como de la voluntad pacificadora del testamento. Plagado de paréntesis (y dobles paréntesis), aclaraciones, imágenes avasallantes, sueños e insomnio, simpatías, deudas y furias, el breve libro resulta no sólo un trabajo crítico sorprendente sino también un extraño diario íntimo de altísimo vuelo científico e intelectual.
El escrito es aún más notable si se tiene en cuenta el conocido desdén de Bourdieu por el género autobiográfico, al que tilda de artificial e ilusorio. “Esto no es una autobiografía”, señala, por las dudas, y a tiro de fuego de eventuales biógrafos y comentaristas en el mismísimo epígrafe inaugural.
Bourdieu no empieza su autoanálisis con sus padres junto a la cuna sino en los pasillos y clases de la Ecole Nórmale Superior, la cúspide de la intelectualidad francesa de la época, donde el autor ingresó en los ’50 como estudiante de Filosofía. Un mundo académico cerrado y homogéneo, tan aislado de la realidad como fascinado por la figura de Sartre y el mito de intelectual total, libre de máculas sociales, con el que Bourdieu confrontaría toda su vida. El sociólogo no escatima ironías para consignar su desprecio por toda aquella aristocracia intelectual nutrida de “niños prodigio por decreto” y ligeros de “saberes positivos”, pero no por ello menos convencidos de formar parte de una “especie superior”.
Pero fue la experiencia argelina la que operó en Bourdieu como verdadera ruptura epistemológica. Allí llegó en 1955 para cumplir con el servicio militar, rechazando el cargo de oficial que le ofrecían por pertenecer a la elite intelectual, y permaneció hasta el golpe pro colonialista como adjunto en la Facultad de Artes de Argel. Fue allí donde escribió Sociología de Argelia (para explicar a la izquierda francesa qué sucedía en un país del que se ignoraba todo), y también donde realizó sus primeras investigaciones etnológicas que marcaron para siempre su vocación por los archivos, la observación de rituales, la fotografía, las grabaciones clandestinas y las incursiones en el “campo” en condiciones de peligro extremo.
Bourdieu regresó al París de los ’60 con su visión del mundo transformada y un pasaje de la filosofía a la sociología ya definitivo. Sin embargo, también señala otro proceso como operador de su “conversión”: su voluntad de explicarse la soltería de los primogénitos mayores de 30 en la campiña francesa, su tierra natal. Una pregunta que dio pie a una sorprendente investigación en tres tiempos, que atravesó toda su vida y que desembocó en un refinado análisis de la dominación cultural, publicado dos meses después de su muerte en El baile de los solteros, un maravilloso libro que muestra su pasaje de una fenomenología afectiva a un compromiso total con la investigación empírica.
Bourdieu atribuye a la afición flaubertiana de “vivir todas las vidas posibles” su interés por los mundos sociales más diversos que lo alejaron más y más del canon de la época por entonces hechizado por Bataille, Artaud y Blanchot, y aun por su amigo y colega Michel Foucault, a quien dedica largas páginas para explicar sus diferencias.
El final del libro es sorprendente: Beárne, su pueblito natal, tan ignoto que despertaba las burlas de sus compañeros. Allí encuentra Bourdieu explicación a sus aires de “tránsfuga”, su timidez agresiva y de brutalidad enfurruñada que años después tanto disonarían en los rituales académicos. En sus años de internado, una “tremenda escuela de realismo social”, el autor confiesa haberse iniciado en la traición, el racismo de clase inspirado en el aspecto y el apellido, y también en el rugby, sólo para que el éxito escolar no lo excomulgara de la comunidad de los viriles. “El que ha conocido el internado, de la vida, a los 12 años, ya lo sabe casi todo”, ironiza Bourdieu citando nuevamente a Flaubert.
Esa tensión entre origen humilde y alta consagración escolar confiesa Bourdieu que lo alumbró de por vida y que resulta inseparable de muchas de sus afinidades teóricas. Afinidades que enumera con extraña delicadeza: la ausencia de todo desdén por las minucias de lo empírico, la atención por los objetos humildes, el rechazo por toda forma de happening, la vocación por las historias de asistentes sociales, maestros y oficinistas; y el cultivo de un aristocratismo de la discreción. “Siempre me las arreglé para dejar las contribuciones teóricas más importantes en los incisos o en las notas al pie de página”, advierte a sus jóvenes lectores.
En fin, Autoanálisis de un sociólogo es un libro revelador que, amén de ahuyentar eventuales biógrafos, conmueve en su intento, irremediablemente frágil, de saldar para siempre aquellas lecturas que puedan hacerlo inmortal.
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