PERFILES
Maite Alvarado (1952-2002)
Por Daniel Link
Desde el miércoles pasado, la literatura argentina es más pobre y opaca. Nos costará más encontrarle belleza o sentido. Murió una niña. Se llamaba María Teresa, pero todos le decían Maite Alvarado. Tenía 49 años, y no hubo forma de arrancarla del abrazo de la leucemia que la atenazaba desde hace meses.
Maite había nacido en Banfield el 15 de diciembre de 1952. Vivió diez años en Zárate y después en Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA. Leía exquisitamente, le parecía que la lectura era una de las mejoras cosas de este mundo y, generosamente, quería que todos compartieran ese placer. Escribía con una gracia y una inteligencia que siempre le envidié (muchos de mis libros fueron torpes imitaciones de los suyos) y quería, también generosamente, demostrarle a los demás que ellos también podían escribir. Maite se dedicó a la didáctica de la lectura y la escritura, y en ese campo sus intervenciones fueron tan decisivas como un advenimiento.
Publicó El lecturón. Gimnasia para despabilar lectores (1989), seguido por El pequeño lecturón. Vitaminas para lectores y El lecturón, 2. La máquina de hacer lectores, los más bellos (los más sofisticados, también) manuales de lectura. Sé por experiencia propia que los chicos manejaban esos libros con la misma fruición que si fueran álbumes de figuritas. Era lógico y necesario que esos libros se adaptaran a otras lenguas y así fue: en México, en Brasil, los chicos empezaron a leer como Maite quería.
Le encantaban los juegos de ingenio (publicó junto con Susana Artal un libro que se llama Cómo jugar y divertirse con los niños llueva, truene o brille el sol) y así entendía la lectura: como el más noble de todos los juegos, como la más apasionante aventura. Una de las últimas maravillas que le leí fue “La historia secreta”, donde se ocupaba de ese lado del relato que se narra de modo enigmático. Ese revés de la historia, pensaba, lo que deja inferir, lo que se sospecha, lo que se adivina, lo que conmueve, tiene principalmente que ver con cada lector, y la experiencia de lectura combina la historia secreta, el misterio, y la historia visible, el hecho. No hay, por lo tanto, una sola manera de descifrar el texto o se lo puede resolver de tantas maneras como lectores y situaciones de lectura existan.
Sus investigaciones eran serias, pero nunca solemnes. Maite podía transformar la cosa más aburrida (una reunión de cátedra, por ejemplo) en una fiesta. A propósito de un libro de Guillermo Saavedra, escribió: “Pocas cosas debe de haber más divertidas que la rima compulsiva, que arrastra consigo el buen sentido y la compostura”. Pocas cosas eran más divertidas que trabajar con Maite, escucharla, aprender de ella. Su pedagogía era una pedagogía de la dicha y de la libertad, no del buen sentido o de la compostura.
Obsesionada por la vieja noción escolar de “composición”, Maite inventó (o adaptó de otros autores) los mejores ejercicios de escritura: no sólo porque respondían a una ética, una estética y una antropología progresista, no sólo porque servían a la más exigente de las pedagogías, sino sobre todo porque se resolvían como un divertimento. En El nuevo Escriturón. Curiosas y extravagantes actividades para escribir (armado junto con Gustavo Bombini y Daniel Feldman en 1995) propuso juegos para aprender a escribir que, de nuevo, usaron cientos de miles de chicos en la Argentina, Brasil y México (la versión mexicana de ese libro puede consultarse en Internet).
Como crítica, ocupó un lugar vacante en la literatura argentina: la literatura infantil. Siguiendo las indicaciones de Benjamin, Barthes y otros visitantes curiosos de ese mundito, armó junto con Horacio Guido Incluso los niños. Apuntes para una estética de la infancia, donde se lee una visión de la niñez atravesada por conflictos, deseos y terrores (le gustaba mucho el Album... de Scherer y Hocquenghem).
Lo mismo podría decirse de sus ficciones. En El arca, por ejemplo, recopiló varios cuentos cortos protagonizados por chicas con buenas relaciones familiares que se animan a fantasear e iniciar aventuras, y que transitan –con una amiga, o con la hermana– “la búsqueda de respuestas a interrogantes universales como el vampirismo o el diluvio”. Siempre le reproché que privara a los adultos de la lectura de esos cuentos deliciosos, que no los considerara como lo que verdaderamente eran: literatura de verdad que incluso los niños (el concepto lo aprendí de ella) podían leer. Pero Maite era prudente y sabía que los escritores y los críticos somos una manada salvaje siempre dispuesta a despedazar al que viene de otro territorio, y eligió quedarse ahí donde la literatura empieza, en la infancia. Con Jacobo Setton publicó Vidas posibles, una compilación de biografías. Dirigió la colección “Libros del Olifante”, que adaptaba magistralmente relatos medievales. La columna “Crítica de tapas” que regularmente publica este suplemento está inspirada en su libro El paratexto.
Estaba escribiendo una novela, Mandrágora, y dejó lista una adaptación de Pulgarcito que su hermana Ana Alvarado (integrante de El Periférico de Objetos) pondrá en escena. Sus herederos quieren editar sus escritos dispersos y fundar un premio que lleve su nombre.
Fui un privilegiado: conocí a Maite en los últimos años de la dictadura, trabajamos juntos, éramos amigos, coincidíamos en algunos gustos y en otros no, una vez fuimos juntos a ver el Circo de Moscú. Yo amaba su risa, su inteligencia, su sensibilidad, su literatura. Nunca conocí a alguien que pudiera hablar mal de ella. Nunca habría permitido que alguien hablara mal de ella. Dije que Maite era una niña. Me corrijo: Maite era una inteligente y hermosa mujer que habitaba la niñez. Todos los que, conociéndola personalmente o no, tuvimos la dicha de vivir al abrigo de su amparo, desde el miércoles pasado nos sentimos tristes, huérfanos, perdidos.