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Domingo, 18 de agosto de 2002

ARTIFICIOS

Giacometti por si mismo

En los Escritos de Alberto Giacometti (Síntesis, 2001), una casi exhaustiva recopilación preparada por Mary Lisa Palmer y F. Chaussende (con presentación de Michel Leiris y Jacques Dupin), se lee una teoría de lo estético como laberinto de luz y de sombra.

POR RAUL ANTELO
Decía Ortega y Gasset, y con él afinaba el art-déco elegante de París, que toda vez que nos asomamos al universo primordial del primitivo, la gracia del candor (a través de las imágenes libertas de lo arcaico) nos parece un juego fácil, un mero deleite de nuestra fortaleza, robustecida ante la flaqueza del débil.
Bataille, que creyó ver el tema de nuestro tiempo en la estructura psicológica del fascismo, decidió, por el contrario, no centrar su definición del arte ni en la forma de un objeto ni en la expresión de un sujeto. Nos dirá que si el origen del arte está en las cuevas, su punto de partida no puede ser la armonía arquitectónica sino un espacio difuso, sin luz ni diferenciación, sin arriba ni abajo, un espacio grafitado, es decir: violado por un sujeto caído. Desde su punto de vista, el arte nace, entonces, del laberinto. Su imagen es el Minotauro y no Narciso.
Esas reflexiones del surrealismo disidente, reactivadas en los años ochenta por Rosalind Krauss, fueron decisivas para reorientar las pautas artísticas de Alberto Giacometti (1901-1966) y definirlo como un artista que deconstruye las normas de lo moderno.
Habiendo comenzado su carrera con el Noir Déco en boga en los veinte, su contacto con Michel Leiris y con Bataille cambiará el rumbo de sus investigaciones. En “Sólo puedo hablar indirectamente de mis esculturas” (1933), uno de sus Escritos, se refiere, sin embargo, claramente ya, al laberinto de luz y sombra. Admite que, enclaustrado con su amada de aquel entonces en el destartalado atelier de la calle Hypolite Maindron, espacio antes habitado por el Aduanero Rousseau, “juntos construíamos un fantástico palacio de la noche. Los días y las noches tenían el mismo color, como si todo sucediese justo antes del amanecer. No vi el sol en todo ese tiempo. Era un palacio de cerillas muy frágil, al menor movimiento en falso toda una parte de la minúscula construcción se desplomaba. Pero siempre volvíamos a reconstruirlo”.
En esa obra, “El Palacio a las 4 de la mañana” (1932-33), había, sobre el lado izquierdo, una estatua de mujer. Era Annetta, su madre, la esposa de Giovanni Giacometti, maestro del impresionismo suizo. Mejor dicho, era Annetta tal como la había retenido el recuerdo infantil del pequeño Alberto, ataviada con un largo vestido negro que tocaba el suelo y perturbaba al hijo por su misterio. Tras ella, una cortina, tres veces repetida. “Eso fue lo que vi cuando abrí los ojos por primera vez. Presa de una infinita atracción, miraba fijamente esa cortina de color marrón por debajo de la cual se filtraba un delgado rayo de luz que lamía el parqué.”
¿Qué valor tiene esa imagen? El inconsciente óptico de la escena no nos presenta la delectación de una forma adulta ante la anormalidad primordial e indefensa sino que nos señala lo informe como la caída de lo vertical sobre lo horizontal. Esa inmaterialidad de un delgado rayo de luz que lamía el parqué traza así un recorrido sagital por la obra de buena parte de los compañeros de Giacometti. Se lo reconoce en el tornasol de Breton; en las tenebrosas máscaras rituales recogidas, a pleno sol africano, por Leiris; en el París nocturno fotografiado por Brassaï; en las imágenes fosilizadas de Raoul Ubac; o en la atracción por la hora nefasta del mediodía de Caillois, mucho más tarde evidente en la extranjeridad de Camus.
Ese delgado rayo de luz atraviesa Africa y Europa, la noche y el día. Pero se lo puede ver, incluso, en las tres aguafuertes con que en 1937 el mismo Giacometti ilustra la Historia de ratas o Diario de Dianus de Bataille. En ese libro leemos, por ejemplo, que los momentos de embriaguez en que rumbeamos hacia el abismo, sin querer saber nada de la ilimitada caída, son los únicos que nos liberan del suelo, de las leyes. Nada existe que no esté atravesado por ese sentido insensato de los momentos de consumación, cuando queremos lanzarnos más allá de la duración. Esesentido ya no pertenece a cada uno en sí, porque eso sólo nos mostraría el sin-sentido de los demás. Es un sentido de pase, una alteración: nosotros somos el obstáculo o pantalla que, bloqueando la luz, producimos la sombra y el espectro.
Mary Lisa Palmer y François Chaussende son los responsables por reunir en Escritos esas pantallas que nos permiten vislumbrar el rayo de luz llamado Giacometti. En este volumen, el sexto de la colección “El espíritu y la letra”, que anteriormente publicó la filosofía de la fotografía de Vilem Flusser o el texto de Aragon sobre los collages, hay una semblanza de Leiris (“Giacometti oral y escrito”), una reflexión sobre la escritura sin fin de Jacques Dupin, una serie de textos del artista, anteriormente publicados en El surrealismo al servicio de la revolución, Documentos, Minotauro, Laberinto y otras revistas francesas de los treinta. Hay cuadernos y hojas sueltas y hay, además, algunas entrevistas que recogen la dispersión oral y escrita de Giacometti.
En un reportaje aquí no recuperado, concedido a Dupin poco antes de morir, el artista le confiesa a su interlocutor haber comprendido al fin y al cabo que su visión de lo real estaba en los antípodas de la pretendida objetividad cinematográfica. Su trabajo recién entonces lo veía con claridad, no habría sido de paciencia sino de manía; y su resultado, ya fuera positivo o negativo, no interesaba en lo más mínimo. La cuestión era haber podido morder la realidad, rechazar la solemnidad de la vida, para poder defenderse.
De hecho, para Giacometti, lo íntimo del sujeto no interesa. Es más: lo interior y lo exterior no son más que sinónimos. Lo que cuenta es la pantalla del arte: la obra es así el medio que nos permite darnos cuenta de lo que vemos. Es el artificio que critica el punto de vista. Al contrario del primitivismo decorativo de sus comienzos, Giacometti concluye su trayectoria abominando la escultura negra, pragmática y próxima de lo que vemos. Prefiere en cambio la escultura occidental, la mediterránea, que es abstracta, y a través de la cual cada uno se convierte en todo el mundo, es decir, en un desconocido. Y lo desconocido, como sabemos, era el otro nombre de lo bello para Rimbaud.

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