NOTA DE TAPA
Hace exactamente cincuenta años, el 10 de enero de 1957, moría la gran poeta nacional de Chile, Gabriela Mistral. Su fama no sólo fue local: se extendió por todo el continente y de hecho fue el primer autor latinoamericano en ganar el Premio Nobel. Su figura de maestra, autora de poemas recitados de memoria en las escuelas, es el lado evidente de otras leyendas más oscuras tejidas a su alrededor. Radar revisa la obra de un hito de gran vigencia y vigor en la historia de la literatura latinoamericana.
› Por Patricio Lennard
A muy pocos les sucede convertirse en próceres en el transcurso de su vida. Percibir de antemano, en su propio rostro, la broncínea complexión del monumento. Algo que Gabriela Mistral ni siquiera debe haber imaginado el día en que por primera vez bautizaron con su nombre una escuela. Un gesto que a lo largo de su vida iba a repetirse, no sólo en Chile sino en otros países, y que es uno de los engranajes del proceso de canonización que en su país llegó a estampar su efigie en los billetes de 5 mil pesos, y a darles su nombre a calles, plazas, una universidad, un premio literario, un club de fútbol y, por supuesto, a escuelas.
Gabriela Mistral fue mientras vivió una celebridad literaria. Y a tal punto lo fue que algunos piensan que su prestigio como escritora se vio afectado por su notoriedad pública. Lo más asombroso, en este sentido, es que Mistral ya fuera reconocida en gran parte del continente antes de que apareciese Desolación, su primer libro. Una circunstancia atípica que habla del renombre que obtuvo en los inicios de su carrera gracias a las numerosas revistas y publicaciones que difundieron sus escritos en distintos países, y que hizo posible, entre otras cosas, que la primera escuela “Gabriela Mistral” se fundara en México y no en Chile.
1914 es el año en que el mito empieza a adquirir forma. Un mito que se gestó en el instante en que Lucila Godoy adoptó el nom de plume que la volvería célebre. Ese mismo año, Mistral ganó en Chile un importante premio literario (los Juegos Florales) con una serie de poemas titulados Los sonetos de la muerte. Y casi de inmediato se corrió la voz de que esos textos estaban inspirados en el suicidio de un enamorado de la joven escritora. Así, la leyenda cuenta que a Romelio Ureta, un muchacho que trabajaba de guardaequipaje en el ferrocarril y al que ella conoció a los 17 años en La Cantera (un pueblo en el que ejercía el cargo de maestra interina), sólo le encontraron en sus bolsillos una tarjeta con el nombre de Lucila Godoy el día en que se voló la tapa de los sesos. Un hecho que poco tardó en ataviarse de un glamour amarillista en la afiebrada imaginación de sus lectores, y en ser recogido –como se dijo– por “la crónica roja de la poesía”.
Por eso y por su conmovedora belleza, “Los sonetos de la muerte” y los demás poemas que recrean en Desolación la elegía del suicidio se ubicaron durante mucho tiempo en el centro de atención de la crítica. Cosa que ocurrió más allá de que Mistral renegara después de esos famosos textos (“Son cursis, dulzones”, escribe en una carta a principios de los ’50), o de que incluso desmintiera las especulaciones en torno de los motivos del suicida (“Esos versos fueron escritos sobre una historia real. Pero Romelio Ureta no se suicidó por mí. Todo aquello ha sido novelería”). En ese episodio reside, sin embargo, el origen de la imagen de sufriente que la acompañaría luego; de dueña de una biografía amorosa sembrada de infortunios. Un estereotipo que ha alentado a gran parte de la crítica a leer su obra románticamente y a creer –como Volodia Teitelboim– que “la vida le dictó su poesía” al oído.
“Se escribe desde el dolor pero no en el instante del dolor, y aquello que se escribe es otra cosa que el dolor mismo”, sentenció Clarice Lispector. Y es por esa distancia insalvable que la literatura nunca aporta pruebas. De ahí que la “sinceridad” que a menudo se ha querido leer en la literatura de Mistral (y en la de tantas otras escritoras) no alcance a distinguir el abismo que hay tendido entre vida y escritura. Una mistificación del hecho literario (la “sinceridad poética”) que busca convencer al lector de que es posible operar sobre el texto a corazón abierto. No extraña, entonces, que se diga que Gabriela Mistral en algunos de sus textos ensayó una catarsis de las muertes de Ureta y de su propia madre (tema al que le dedica un apartado de su libro Tala), al igual que del suicidio de Juan Miguel (apodado Yin-Yin), el sobrino que adoptó cuando era un niño a instancias de un medio hermano suyo, y que a los 18 años ingirió veneno (tragedia de la que la escritora nunca logró recuperarse). Casi una fenomenología del dolor (del sufrimiento femenino como herencia romántica, se podría decir) que ha constituido el lado A de las lecturas que apelaron en Mistral a su “carne hecha verbo”.
Pero casi siempre hay un reverso del relato oficial que suele acicalar, para el panteón, la “vida y obra” de ciertos escritores. Un “lado oscuro de” que, en el caso de Mistral, incluye la violación que ella habría padecido a los siete años (¿fantasía histérica?) y el horror al sexo que se dice que sufría (y que habría malogrado sus escasas relaciones). Eso sin contar, por supuesto, su presunto lesbianismo: una leyenda negra que se ha agitado al compás del séquito de mujeres y secretarias personales que a lo largo de su vida la acompañó, y que no ha pasado de ser un rumor escandaloso, un tabú más o menos explícito. Lado B de su mito personal que se ha disimulado detrás de su imagen de prócer cultural y madre asexuada; de maestra pacata y mujer religiosa.
Gabriela Mistral es una de esas escritoras que leemos en la escuela. Una comprobación que lejos está de ser una obviedad si se tiene en cuenta que ella escribió numerosos textos para que fueran leídos allí, precisamente. Durante el viaje que emprende a México en 1922, hacia donde se embarca convocada por el gobierno para colaborar en un proyecto de reforma educativa (y tras el cual jamás volvería a residir en Chile), Mistral arma una antología de textos propios y de otros autores, bajo el título Lecturas de mujeres, y lo publica como bibliografía para los colegios. Tiempo después, en 1924, aparece Ternura, su segundo libro: un volumen que reúne sus rondas y canciones de cuna, y con el que la poeta pretende sacar a la literatura infantil del lugar subalterno que tradicionalmente ocupa. “He querido hacer una poesía escolar nueva, porque la que hay en boga no me satisface; una poesía escolar que no por ser escolar deje de ser poesía”, escribe en una de sus cartas. En ese libro, sugestivamente, aparece su “Himno de las escuelas Gabriela Mistral”: un texto cuyo título ya lo dice todo.
Así es que ella monta un artefacto de escolaridad en el seno de su obra. Un artefacto en el que, si bien responde a su afán pedagógico, no hay que dejar de ver los resortes de su legitimación literaria. Porque si en la escuela se tiende a leer los textos clásicos (la escuela es uno de los agentes formadores del canon literario, de hecho), escribir para la escuela no vendría sólo a cuento de su papel de educadora. Allí se pone en escena cierta capacidad estratégica de su parte; cierto trabajo de gestión literaria. Lo que explica que la imagen de mujer institucional que construyó de sí misma (y que es una de las formas en que ha sido asimilada por la cultura chilena) tenga uno de sus pilares en la escolaridad de su escritura. En cómo detrás de la maestra rural aparece el prócer.
La imagen de “madre universal” de Mistral, podríamos decir, es la otra pata del asunto. Sobre todo si se observa que la maternidad (de manera notable en sus textos infantiles) es quizás el principal leitmotiv de su obra. “Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes”, le implora a Dios en un texto llamado “La oración de la maestra”. Un propósito que cumple, por ejemplo, cuando dona sus ganancias por las ventas de Tala (libro que Victoria Ocampo le publica en Sur en 1938) a un refugio de niños vascos víctimas de la Guerra Civil Española (gesto cuyo pathos maternal se refuerza con saber de la ascendencia vasca que la poeta tenía).
Pero, ¿cómo se explica que una mujer que nunca concibió un hijo (y que eludió escribir sobre la experiencia de haberlo adoptado) haya llegado a ocupar en el imaginario social el lugar de madraza? Precisamente por el padecimiento de quien vio en la maternidad su razón de ser (y de todas las mujeres), pero halló en su resignación su cuota de martirio. Un padecimiento que invita a una identificación primaria, a un cierto edipismo, en tanto deseamos ser hijos de esa madre cuyo deseo de ser madre nos hace desear ser sus hijos. Así es que la figura de Mistral se toca con la de la propia Virgen, pues ambas encarnan una mater dolorosa y asumen su maternidad espiritualmente. Como escribe Pedro Prado de su amiga poeta: “Ultimo eco de María de Nazareth, eco nacido de nuestras altas montañas, a ella también la invade el divino estupor de saberse la elegida; y sin que mano de hombre jamás la mancillara, es virgen y madre”.
Ese destino de estampita (Santa Gabriela Mistral se titula un libro sobre la chilena) es el que comienza a gestarse en una escena de iniciación en la que la pequeña Lucila corre, luego de salir de clase, a guarecerse en una mata de jazmín para devorar una Historia Bíblica. “Con el cuerpo doblado en siete dobleces, con la cara encima del libro, yo leía la Historia Santa en mi escondrijo, de cinco a siete de la tarde, y parece que no leía más que eso, junto con Historia de Chile y Geografía del mundo.” De punta a punta, Mistral aparece cifrada en ese mito de infancia. Sobre todo, porque en él la Biblia es establecida como “texto fuente” (ella no se cansará de admitir las influencias de esa Obra en la suya); además de por la forma en que literatura y religiosidad (la lectura como culto) están, allí, irremisiblemente unidas.
El retraimiento mistraliano es otra de las cosas que sugiere la escena. Pues esa “salvajita que se escapa de una mesa a leer en un matorral” en algo se parece a la maestra que –porque cree no tener el vestido adecuado para subir al escenario– decide observar desde el fondo del teatro, anónimamente, la ceremonia de entrega de los Juegos Florales. Retraimiento que se advierte, a su vez, en la recurrencia con la que Mistral aparece mirando hacia abajo en sus fotografías. Una “política del pudor” (como marca Alan Pauls en el caso de Borges) que también opera en los reparos que durante años tiene ante la idea de publicar un libro. (Algo que finalmente hace en 1922, cuando por pedido del Instituto de las Españas, de la Universidad de Columbia, da Desolación a imprenta. Una decisión que toma luego de haberse rehusado, en más de una oportunidad, al ofrecimiento de editar sus poemas en un libro.)
“Todo lo malo que pueden decir de mi libro me lo he dicho yo antes”, le aclara a Eduardo Barrios en una misiva. Palabras en las que no sólo se filtra cierta modestia y la férrea autocrítica que la caracterizaba sino también su resguardo ante los ataques que ella misma preveía. Pero si algo está claro es que los escarnios de los que fue objeto incluso antes de publicar su primer libro no aclaran el entuerto de por qué ella es la única de los grandes poetas chilenos que no fundó escuela entre las generaciones de poetas que vinieron luego. Algo en lo que muchos críticos y escritores han coincidido y coinciden y seguirán coincidiendo, en vista de los influjos que en Chile regaron a su paso voces como la de Huidobro o la de Neruda. Hipótesis, por supuesto, hay varias: su perfil algo anacrónico ya para el momento en que escribía; su provincianismo; su estatuto de “poeta nacional”; el hecho de que sus poemas sean aún hoy memorizados en escuelas que se llaman “Gabriela Mistral” y en las que cada 7 de abril (fecha de su nacimiento) hasta quizá se entone con música de fondo el himno que una vez escribió para ellas. Hipótesis, hipótesis, como hemos dicho. Seguiremos lidiando, pues, en el caso de Mistral, con esa extraña angustia de las no influencias.
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