› Por Patricio Lennard
“Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el Premio Nobel, por mera rotación de todos los países del Atlas.” Como si la cuestión residiese en que un dedo interrumpiera en algún punto los giros de un globo terráqueo o que la malversada ruleta de las naciones sucumbiera alguna vez a la ley de probabilidades, Borges bromeaba en 1936, desde las páginas de El Hogar, acerca de las contingencias en la concesión del Nobel. Un comentario que ironizaba, casi diez años antes de que la Academia Sueca galardonara por primera vez a un autor latinoamericano, sobre la tardanza con que el premio recaería en esta parte del globo.
Cuando, en 1945, Gabriela Mistral se convirtió en el primer escritor latinoamericano en ganar el Nobel, declaró públicamente: “Es el nuevo mundo el que ha sido honrado por mi intermedio. La victoria no es mía sino de América”. Una frase que, si bien parece repetir el tono de su consabido apocamiento (el premio sería una reparación histórica y, en ese sentido, un acto de justicia del que ella sería su depositaria), superpone la magnitud continental del logro a la magnitud de su voz como poeta. De ahí que su hipótesis de que la Academia habría elegido a una escritora de un país pequeño para zanjar la tácita disputa que en aquellos años protagonizaban Borges y el mexicano Alfonso Reyes (dos grandes candidatos de dos países grandes de América latina) se cayera por su propio peso. Y es que el hecho de que Mistral fuera chilena era lisa y llanamente anecdótico: si algo hizo el Nobel, en su honroso caso, fue colocarla en el lugar de poeta latinoamericana por excelencia.
Por eso no resulta extraño que considerase a Tala “su verdadera obra”, en razón de que encontraba en ella “la raíz de lo indoamericano”. O que viera al “mestizaje verbal” y a su propia ascendencia de mujer mestiza (de “amazona americana que escribe su cuerpo desplazándolo de los límites canonizados”, según Diana Bellesi) como garantía de su condición literaria: la de quien elegía escribir con acento. Así se entiende que Mistral tildara al modernismo de extranjerizante. Una mácula que advierte sobre todo en Darío, quien no sólo no buscó “perderse en la naturaleza americana” (reacio como era a “dejar sus Parises”) sino que alentó el “suicidio de la chilenidad en Chile, de la mexicanidad en México, de la peruanidad en Perú” a través de su poesía.
A ello Mistral le opone su muralismo literario. Una empresa que adquiere carácter programático en Tala y cuya chispa se enciende en el viaje iniciático que la lleva a México en la década del ’20, a instancias de José Vasconcelos. Alguien que en su rol de ministro de Educación la contrata para colaborar con la reforma de la enseñanza que se está llevando a cabo en su país al calor de la Revolución Mexicana, y que le muestra de paso los logros del movimiento artístico que él mismo ideó, y en el que Siqueiros, Orozco y Rivera descuellan. “Suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas y a la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse a esos materiales formidables”, apunta Mistral en una de las notas al final de Tala. Y es ese desafío el que asume en su escritura, influenciada por la vocación indigenista y monumental del muralismo mexicano.
Sólo de este modo se explica su famoso Poema de Chile: ese fresco sobre su patria que fue escribiendo a lo largo de los años y que alcanzó póstumamente (en 1967) la hechura de libro. Una obra por la que solía pedirles a sus amigos en sus cartas que le enviaran información sobre ciertas plantas o animales autóctonos, o sobre detalles de la geografía que había olvidado en su autoexilio, y en la que invoca la esencia de Chile a través de su paisaje, su flora, su fauna y su “geografía humana”.
“En las quijadas de la Cordillera el único libro era el arrugado y vertical de trescientas y tantas montañas”, escribía recordando las lecturas que la marcaron de niña. Y en esa metáfora está aludido no sólo el modo en que de grande supo hacer de la topografía una de las bellas artes (algunas de sus descripciones de paisajes se cuentan entre las más hermosas escritas en lengua castellana) sino también el espíritu baqueano que se cierne en su literatura. Porque si algo quiso Gabriela Mistral fue aprender a hablar como la tierra. Lograr que sus poemas devinieran rocas. Volverse ella misma “el polvo con que jugáis en los caminos del campo”. Así, su mirada regionalista (esa que recorta a su aldea de infancia, su “patria chiquita”, como el espacio figurativo al que siempre se vuelve para decir la Patria) convive con su abisal americanismo. “Dilo todo de tu América”, apuntó alguna vez, invistiendo a esa utopía de un fulgor imperativo. Un precepto que sólo es concebible, en su desmesura, para quien ha recorrido la extensión del continente como una andariega incorregible. Para quien si el Nobel honró en ella a América latina fue porque escribió para asir su quintaesencia.
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