Domingo, 4 de febrero de 2007 | Hoy
RESCATES
Por Alicia Plante
Esta quinta edición de La furia contiene los treinta y cuatro cuentos breves de la edición original, con mínimas alteraciones sintácticas o de puntuación que Silvina Ocampo aprobó en 1982. Los relatos fueron escritos por la autora entre 1937 (cuando tenía treinta y cuatro años) y 1959 (cuando ya contaba con cincuenta y seis). Una exploración deliberada y recelosa de la palabra de Ocampo –ya sea en estos cuentos contundentes o en alguna de las raras entrevistas que concedió–, arriesgarse a una inmersión con las manos tras la espalda en las voces de sus personajes, en sus gestos y actitudes, en sus silencios, acompañarlos voluntariamente en el desarrollo de sus actos y emociones, y al mismo tiempo ver avanzar a la autora sobre sus propias huellas para recorrer nuevamente ciertos temas, y siempre ahí, donde se para el carro, el halo ácido y mordaz de su humor..., en fin, todo sugiere ciertas claves que trazan un perfil de la escritora que quizá sea ilegítimo pero para mí resulta inevitable, y que por cierto no intenta ser cortés.
La información disponible señala las bases de una honda insatisfacción: en su juventud estudió dibujo y pintura en París nada menos que con Giorgio de Chirico y Fernand Léger. Seguramente desde los sedimentos de esa poderosa experiencia confesará años después que su verdadera vocación era la plástica, “la pintura o la escultura”, dice, y agrega, “escribo porque no me gusta hablar”. En otro momento, también en relación con su tendencia a la reclusión, dice “no soy sociable, soy íntima”, y justifica su reticencia a aceptar que la entrevisten porque “las entrevistas son el triunfo del periodismo sobre la literatura”. Aparentemente era el círculo cerrado de los fieles (su marido desde 1940, Adolfo Bioy Casares; su hermana Victoria; su querido amigo, Borges) casi el único que aceptaba.
“Pongo mi vida en lo que escribo”, dice, y no sorprende entonces encontrar su carne viva en algunas situaciones y personajes que le surgen de la pluma y que muestran tanto sus cismas como sus compromisos. Sin embargo, esos seres también pueden ser ligeramente ridículos, como personajes de opereta, inverosímiles y deliciosos. La suya es una mirada penetrante, que observa y conoce a las personas sencillas desde la compasión pero no desde la pasión, como si algo esencial de ella quedara fuera. “Mis cuentos son crueles porque la vida es cruel”, responde cuando se cuestiona su impiedad. Un comentario que reitera en diversas oportunidades con la voz de la desesperanza (por ejemplo en una entrevista que concede a César Magrini en 1962). Y desde esa convicción oscura y dolorosa son la crueldad y lo siniestro personajes que se pasean por esta colección de cuentos como por su casa, impactando con fuerza enorme cuando son niños los que matan o atormentan con naturalidad y atroz pureza, ya sea a otros niños (“Los amigos”; “La furia”; “Voz en el teléfono”; “La boda”) o a seres indefensos (“Los sueños de Leopoldina”; “El vestido de terciopelo”). La crueldad del mundo según Ocampo tal vez explique el filo de sus aristas, su preferencia por la soledad, el desconsuelo que respiran sus historias. Quizás, hasta lo ríspido de su humor, convertido en una defensa eficaz contra el dolor.
Respecto del amor, la postura que surge de estos relatos es coherente con los contornos de un perfil de tristeza: en “El asco”, una historia hilarante, el amor es un sentimiento perfectamente manipulable, sujeto a la voluntad. En “Carta perdida en un cajón”, una situación muy diferente y profundamente verosímil, el amor se disfraza de un odio profundo. “El goce y la penitencia” es quizás el único cuento del libro en que, envuelto en los tules de un humor burlón, se describe el enamoramiento de una pareja.
Pero es la muerte el gran tema que recorre la mayoría de las historias. Distintas muertes, distintos dolores, distintas soledades. O siempre la misma.
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