Domingo, 4 de febrero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Rodolfo Puiggrós marcó un itinerario crucial en la relación de las ideas, la historia y la política argentinas. Comunismo, nacionalismo y peronismo revolucionario fueron los hitos de una figura que merecía una biografía tan exhaustiva y atenta al contexto sociopolítico como la del historiador Omar Acha. La nación futura (Eudeba) ubica a Puiggrós y su pensamiento en las encrucijadas decisivas de un siglo convulsionado.
Por Rogelio Demarchi
Hay múltiples formas de organizar una biografía, pero es probable que la más beneficiosa –y riesgosa– de todas, a la hora de asumir su escritura, sea la que adoptó Sarmiento en el Facundo, que sigue vigente aunque enriquecida con nuevos aportes teóricos; esto es: narrar la vida de un sujeto teniendo presente que se trata de quien ha liderado un determinado proceso sociohistórico, de modo que no hay que perder de vista el carácter de la sociedad en la que se destaca por sus competencias; así, la biografía se desarrolla en dos planos superpuestos ya que hay un sujeto individual y otro colectivo que se reflejan (se señalan) mutuamente. Entonces, las lecturas posibles también describen un arco entre lo personal y lo social, y favorecen la confluencia –en sus páginas– de lectores con intereses diversos.
El caso que nos ocupa es un digno ejemplo de ello: en La nación futura. (Rodolfo Puiggrós en las encrucijadas argentinas del siglo XX), Omar Acha, historiador y ensayista, profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires, y miembro del consejo editorial de Nuevo Topo. Revista de Historia y Pensamiento Crítico, en este, su cuarto libro, se propuso seguir “el itinerario intelectual y político de Rodolfo Puiggrós” acoplando la historia de las ideas y la historia política para dar cuenta de cómo un intelectual marxista e importante cuadro del Partido Comunista devino peronista y montonero. El resultado es una voluminosa y profusamente documentada investigación que ha merecido el Premio Internacional de Historia convocado por la Fundación Banco de la Ciudad de Buenos Aires, el Departamento de Historia de la UBA y Eudeba (a cargo de la publicación).
Rodolfo José Puiggrós Gaviria nació el 19 de noviembre de 1906 –lo que quiere decir que este libro fue diseñado e impreso alrededor del primer centenario de su nacimiento– en el seno de un matrimonio catalán: su padre lo era y había llegado a Buenos Aires con una bala de la guerra entre España y Estados Unidos por el control de Filipinas alojada en el medio del cráneo, y su madre era una argentina nueva, nacida de la unión de dos catalanes. En distintos momentos de su vida, Puiggrós jugaría con ambas identidades: si en un momento firmó algunas de sus cartas autodenominándose “el catalán”, mucho más tarde llegó a proyectar un libro de sesgo autobiográfico organizado alrededor de su condición de “primera generación argentina”.
La influencia de los progenitores se hizo sentir en su primera juventud: siempre sospechó que su estadía como pupilo en un colegio religioso, donde llegó a pensar en ingresar a una orden religiosa, fue decisión de su devota madre; el mandato paterno, en cambio, apuntaba hacia los rentables negocios que hace posible el capitalismo.
Promediando los años 20, hubo un viaje a Londres con fines laborales que derivó en una estadía en París y, más tarde, una visita a Moscú. El periplo acentuó sus intereses políticos e intelectuales a tal punto que, a poco de regresar y mientras trabajaba en la firma del padre, envió a Claridad sus primeros artículos periodísticos, meses después publicó una novelita que había escrito en París, y se acercó por primera vez al Partido Comunista.
De allí a su primera experiencia político-intelectual no hay mucha distancia: entre 1930 y 1932, junto al poeta Víctor Luis Molinari y el ensayista Miguel Llinás Vilanova, edita Brújula. Revista mensual independiente de artes e ideas. Según Acha, dentro de una trama claramente juvenilista, Puiggrós abría su propio surco revisionista colocando al “instinto nacional”, representado por Rosas, las montoneras e Yrigoyen, enfrentado con las fuerzas de “la imitación” que tomaban como parámetro lo que ocurría en Estados Unidos o en Rusia: si la primera opción era nacionalista, la segunda le hacía el juego al imperialismo; el nacionalismo era pura libido y eso (por el momento) no necesitaba mayores explicaciones, mientras que el imitador imperialista vivía corriendo detrás de la forma jurídica que prometiese la represión más efectiva de esa libido. A Acha no se le escapa que en esta caracterización de la historia nacional, el acercamiento de Puiggrós al PC quedaba sitiado “por una distancia respecto al marxismo como clave de interpretación de la historia y por la renuencia a adoptar a la URSS como modelo privilegiado de sociedad revolucionaria”. Dicho de otra manera, el problema del primer Puiggrós condensaba la gran pregunta de la izquierda: cómo congeniar nacionalismo con marxismo.
Las crisis europeas generadas por la llegada al poder del fascismo y el nazismo, y el encadenamiento temporal de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial desplazan –como es lógico– el foco de la atención intelectual. A mediados de 1935, Puiggrós trabaja en la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores, una organización cuyo objetivo central es “la defensa de la cultura frente al peligro máximo que amenaza al mundo: el fascismo”. En nuestro país, esa política defensiva llevó a los sectores de izquierda, por más que hicieran declaraciones a favor de una “revolución nacional”, a tomar distancia de quienes avanzaban hacia el campo político embanderados en un nacionalismo cultural; en el caso específico del PC, la estrategia política adoptada fue la del “frentismo”, priorizando la seducción de la Unión Cívica Radical.
En este contexto, Puiggrós se convirtió en un cuadro rentado del PC que actuaba desde el periodismo. Acha registra y analiza numerosos artículos suyos “instando a la UCR a aceptar la integración de un frente popular progresista”, y entre 1935 y 1936 lo ubica en Jujuy dirigiendo, por encargo partidario, el semanario El Norte, trabajo que al investigador le resulta “crucial” para comprender que su “posterior y más evidente compromiso con el nacionalismo calaba en una discursividad comunista”. Y es que aquí ya se anticipa el drama por venir: ¿por qué si el PC avala el frentismo y la alianza con un partido de masas como el radicalismo, que representa a la pequeña burguesía, pocos años más tarde le negará al peronismo esa posibilidad? ¿No se puede pensar que el PC que abomina del peronismo se ha desviado de sus más caros principios?
Estos interrogantes orientan el trabajo de Acha, que trata de entender la tensión que atraviesa a Puiggrós: de un lado, la obediencia militante que le debe a esa organización política a la que ha elegido pertenecer; del otro, su conciencia crítica y su voluntad historiográfica orientada al estudio de las historias nacionales.
Así surgió Argumentos en noviembre de 1938, con el objetivo de estudiar los problemas argentinos “teniendo como norte la libertad económica de la República y en consecuencia su total independencia política y un mayor progreso social”. A partir del número siete (mayo, 1939), “el discurso nacionalista pasó a primer plano”; tras el número diez, el Comité Ejecutivo del PC decidió su cierre. Otra vez afloraban las tensiones entre los grupos intelectuales y la dirigencia partidaria, pero en esta ocasión lo hacían en medio de un deprimente panorama: si en lo local la política frentista del PC había fracasado, en Europa los soviéticos habían firmado con Hitler el pacto de no agresión que, en la práctica, le daba vía libre para invadir Polonia y dar inicio a la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Puiggrós no ha dejado de pensar la historia nacional en clave marxista. De la colonia a la revolución se publica en 1940 y es, según el juicio de Acha, “el libro más importante para la historiografía de izquierda en Argentina desde La evolución de las ideas argentinas de Ingenieros”. Hasta entonces estaban quienes sostenían que la nación argentina había surgido con el pacto constitucional de 1853 y quienes afirmaban que la nación existía mucho antes de esa fecha; ahora Puiggrós venía a señalar que no habría nación hasta la consumación de la revolución democrático-burguesa, una tarea pendiente y por obra de un proceso revolucionario. ¿Descubrimos al leerlo una tenue y tierna sonrisa en nuestros rostros? Más vale ponerse serio: entrelíneas, Puiggrós lograba colar el concepto de nación desarrollado por José Stalin. Puiggrós, en un texto de 1940, formula (puede decirse así) la primera versión del setentista “liberación o dependencia”, lo que implica enfrentar al imperialismo desde una concepción nacionalista que levanta la bandera de la liberación nacional y que justifica, en cierto sentido, la conformación de un frente popular. Vale subrayarlo: véase cómo el nacionalismo insiste y encuentra una legitimación en el marxismo, amén de anticipar, en gran medida, los argumentos que se utilizarán casi 30 años más tarde desde el peronismo revolucionario. Y un detalle: el título que Acha elige para su trabajo, La nación futura, resulta entonces una cita.
Ese libro inaugura un ciclo fecundo: también en 1940 se publica La herencia que Rosas dejó al país, y en 1941 sale Mariano Moreno y la revolución democrática argentina, cuya versión ampliada, en 1942, se titula Los caudillos de la Revolución de Mayo. Ambos textos parecen exhibir el “método Puiggrós”: la publicación es parte de un proceso que continúa, no la puesta en circulación de un producto terminado.
¿Cómo leía aquí nuestra historia? Rosas había representado una traba para la instrumentación de las formas capitalistas, y como buen retardatario que era había perseguido a las elites ilustradas; Artigas, en cambio, demostraba que un caudillo pudo barruntar que el desarrollo exigía una reforma agraria. En ambos casos, Puiggrós estaba colocando en el centro de su microscopio las cualidades del caudillo, las características de las masas que legitiman su liderazgo y las ideologías de las elites capaces de asesorar al caudillo. Según Acha, “el retablo que así surgía no fue aceptable para el partido”, lo que auguraba nuevos conflictos; pero además, el esquema historiográfico de Puiggrós estaba listo para preguntarse sobre el liderazgo de Juan Perón antes de que éste surgiera.
Es vox populi que para la línea oficial del PC, Perón era un facho. Lo que este libro viene a iluminar, entonces, es al sector del partido que lo consideró “un líder popular que aspiraba a la liberación nacional y la reparación social que el comunismo proclamaba”. Puiggrós fue uno de los líderes de este sector, que muy pronto quedó fuera del partido y que, asumiendo el nombre de Movimiento Obrero Comunista (MOC), buscó apoyar al peronismo gobernante sin perder su autonomía organizativa ya que se consideraban expresión auténtica del comunismo argentino; es por eso que operaron durante un tiempo en pos de un congreso extraordinario que corrigiera las líneas de acción partidaria de tal manera que les otorgara la razón, y por lo tanto la conducción del PC, lo que no podían perseguir si se inscribían plenamente en el seno del peronismo. Sin embargo, el PC se mostró inconmovible ante la prédica del MOC, o para decirlo de otro modo, los disidentes no tuvieron la fuerza necesaria para cautivar a la militancia comunista y hacer temblar a la dirigencia del partido. Una vez comprendido el punto, y a propósito de las elecciones constituyentes de 1949, los disidentes empezaron el difícil camino hacia el interior del peronismo; Puiggrós fue uno de sus tres principales dirigentes, y el que abrió ese sendero hasta su punto más lejano. Peronólogo antes que peronista, intentó una explicación marxista del peronismo: su base era obrera, pero en su dirección se encontraba la burguesía nacional de corte industrialista; el movimiento peronista se podía entender como una alianza táctica entre las dos clases que (obvio) buscaba el beneficio de ambas, pero que también favorecía el desarrollo nacional porque fomentaba la independencia económica. Una “hipótesis de conflicto” era que la burguesía se mostraría más reformista que revolucionaria, que en algún momento sus ambiciones presionarían sobre la alianza; por suerte, el contrapeso existía: el control estatal podía convertirse en “capitalismo de Estado” para reemplazarla. Otro punto conflictivo era la tendencia de Perón a jugarse por el sector que se mostraba más fuerte en cada momento: había que hacerle entender al General que, para profundizar el proceso y emprender la fase verdaderamente revolucionaria, el movimiento tenía que dejar atrás su etapa policlasista y transformarse en propiedad exclusiva de la clase obrera.
Desde la perspectiva de Acha, el período cultural y político que se inicia en 1955 con el derrocamiento del peronismo, y que adquiere una tonalidad más roja pocos años más tarde con el triunfo de la Revolución Cubana, funciona como el caldo en que se cocina “la peronización de la intelligentzia”. Proscripto el peronismo, el ecosistema político hacía agua por los cuatro costados, lo que demostraba, de alguna manera, su importancia y agigantaba, en el imaginario social, el valor del líder. En ese medio, se generalizó en la izquierda la pregunta sobre la posibilidad de radicalizar al peronismo; para hallar la respuesta, los más diversos grupos “intentaron encabalgarse en la cultura política peronizada para guiar a las masas hacia un programa socialista nacionalizado”, lo que significaba competir por convertirse en la elite de izquierda de Perón.
Puiggrós, que se había anticipado en el análisis, ingresó a la década del 60 con un nacionalismo más radicalizado que, en consecuencia, desplazaba en su discurso a las antiguas referencias marxistas; eran los años en que se diferenciaba al nacionalismo reaccionario y oligárquico del popular y revolucionario, y su nuevo objetivo político se encontraba en esa línea: organizó un Club, que incluía hasta una rama estudiantil, con la aspiración de convertirlo en la base del partido que protagonizaría “la revolución nacionalista popular”.
Para entonces, escribe Acha, “había llegado a la convicción de que Perón había cometido un error fatal en 1945 al subordinar su acceso al poder mediante elecciones (...) La noche del 17 de octubre, antes que enviar a la masa obrera a su casa, tendría que haber tomado el poder en disponibilidad e implantado una dictadura nacionalista”.
El Club nunca perdió su condición de pequeño grupo, pero la prédica de Puiggrós y los suyos a favor del nacionalismo popular revolucionario, como advierte Acha, “expresaba nuevamente que captaba humores políticos muy extendidos, que aún producirían importantes eventos en la Argentina y en Latinoamérica”.
Con todo, recién firmó su ficha de afiliación al Partido Justicialista en los primeros días de 1972. Para entonces, ya era un faro para la juventud, que podía ver en él a quien había anticipado el curso de la historia: la victoria cultural del peronismo era innegable, los hijos de sus antiguos detractores se identificaban con sus banderas; la Tendencia Revolucionaria parecía hegemonizar al peronismo y contar con el apoyo del líder, que había legitimado la violencia y había hecho declaraciones a favor de un socialismo nacional. La presidencia de Cámpora representó un paso más hacia la construcción de la Patria Socialista. Esa gestión lo convirtió a Puiggrós en el interventor de la Universidad de Buenos Aires, ahora rebautizada como Nacional y Popular.
Pero el sueño de la izquierda peronista duró unas pocas semanas y terminó en la pesadilla de Ezeiza. Tras la caída de Cámpora, la destitución de Puiggrós se transformó en un rumor recurrente, que finalmente se corporizó en octubre. Su renuncia, en palabras de Acha, “implicaba un significativo retroceso de las franjas juveniles y revolucionarias dentro del movimiento peronista. No obstante que la dirección de la UBA continuaría en manos de simpatizantes de la Tendencia Revolucionaria del peronismo hasta poco después de la muerte de Perón, el alejamiento de Puiggrós significó un golpe letal y un mensaje inequívoco cuyas derivaciones no toda la militancia de la izquierda peronista se atrevió a enunciar. El ahora ex rector era visto como una víctima, más importante aún que Cámpora por lo que representaba en el ajedrez político de la época, de una derechización indiscutible de la voluntad soberana de Perón”.
Casi un año más tarde, su hermano Oscar confirmó que una patota de la Triple A lo buscaba para asesinarlo. El exilio fue inevitable, y México, donde había vivido un par de años durante los ‘60, el destino elegido. Allí lo encontró el golpe de 1976, en el que veía una repetición de 1955 –el peronismo era derrocado, a pesar de ser la legítima expresión de la soberanía popular, por su falta de una teoría revolucionaria–, de modo que esperaba la multitudinaria resistencia que en la primera caída no había existido; la noticia de la muerte de su hijo Sergio, oficial mayor de Montoneros, en junio de 1976, y la constitución del Movimiento Peronista Montonero, en abril de 1977, identidad que asumió, según Acha, como una manera de ser fiel a la memoria de su hijo: “Significaba acompañarlo en el combate letal que éste había asumido hasta sus consecuencias extremas. No era la mera resignación a una visión sacrificial de la política, sino la aceptación de una fatalidad de lo político-revolucionario”.
Finalmente, en 1980, una semana antes de su cumpleaños, en medio de un viaje por razones políticas a Cuba, lo sorprendió la muerte. Visto desde aquí, su fallecimiento parece el símbolo que cierra una etapa: poco después la Argentina se sumerge en un proceso de recuperación de la idea liberal de la democracia en el que todos los sectores participantes niegan la posibilidad de una revolución social, a la que empieza a demonizarse por mesiánica, violenta y despótica; se invalidan, entonces, los interrogantes que sostuvieron el quehacer intelectual y político de Puiggrós. En su búsqueda, llegó a la conclusión de que peronismo y socialismo iban de la mano. Según Acha, no estaba del todo equivocado, ya que esa confluencia parió “la época más original y problemática de la historia ideológica argentina del siglo XX: aquella del peronismo revolucionario”.
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