Domingo, 29 de julio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Juan Forn
Descubrí a Sven Lindqvist por error: tenía un par de horas en Buenos Aires antes del ómnibus de vuelta a Gesell y, en la única librería que quedaba abierta pasadas las diez de la noche, compré de apuro, casi sin mirarlo (porque amenazaban con cerrar y porque costaba doce pesos, un precio cada vez más difícil de encontrar en Buenos Aires por un libro decente) un ejemplar de Exterminad a todos los brutos, de Sven Lindqvist. Lo confundí con Sven Birkerts, estaba convencido de haber encontrado una continuación a Las elegías Gutenberg, sensacional ensayo de Birkerts sobre el acto de leer. Ingenuamente, en el título Exterminad a todos los brutos creí ver una continuación de esa elegía al mundo de la lectura y pensé, con igual ingenuidad, que ese libro me había estado esperando contra toda esperanza en aquella deprimente idea de librería que son los locales de la cadena Yenny en general, y el cadáver del Grand Splendid en particular.
Sven Lindqvist nació en Suecia en los años ’30. En un intercambio estudiantil poco después de la Segunda Guerra conoció Manchester. En el viaje hasta allá (en tren primero, en barco después) había visto las ruinas de Dresde y Hamburgo. Cuando comentó inocentemente a la familia que lo hospedaba el estado en que había quedado la ciudad alemana por el bombardeo aliado, le contestaron: “Habrán sido los yanquis. Nosotros sólo bombardeamos las vías de ferrocarril y las fábricas. Y si haces más comentarios proalemanes, serás enviado de vuelta a tu país”. Que no era Alemania sino Suecia, como ya ha sido dicho. En 1961 el joven Lindqvist se fue a China con el objetivo de escribir su tesis de doctorado en literaturas comparadas. En lugar de la tesis escribió un librito llamado El mito de Wu Tao-tzu, que comienza con una anécdota que les oyó contar a oficiales maoístas de una prisión en Pekín. La anécdota decía que, cuando encarcelaron al pintor Wu Tao-tzu, éste dedicó todos sus desvelos a pintar en la pared de su celda un tren. Cuando el tren estuvo terminado, Wu se subió a él y desapareció del mundo. El librito de Lindqvist proponía un itinerario inverso: ir del arte hacia el mundo. Y a eso se ha dedicado desde entonces.
En Exterminad a todos los brutos cuenta dos episodios de su infancia, antes de la guerra. Su abuela, la madre de su padre, vivía con ellos. La abuela olía mal y era cambalachera. Creyendo que el olor provenía de los cachivaches que acumulaba bajo su cama, la joven madre de Lindqvist hacía periódicas incursiones de expropiación a la habitación de la anciana. Lindqvist corría a sumergirse debajo de aquella cama y salvaba lo que podía de aquellas requisiciones, y después le devolvía el botín a su abuela. Salvo un libro llamado A la sombra de las palmeras, que la vieja le permitió conservar.
Los padres suecos tuvieron hasta 1966 derecho legal de azotar a sus hijos. Cuenta Lindqvist que, cuando se portaba mal, su madre lo llevaba al bosque cercano a elegir una rama de abedul, que ella probaba dando cortos latigazos en el aire. Volvían con ella hasta la casa (Lindqvist cargando la vara elegida y mirando empecinadamente al piso, esquivando toda mirada a su paso) y sobrevenía entonces la espera hasta que, con la noche, volvía el padre a casa. Informado por la madre de los sucesos del día, el padre entraba en la habitación, preguntaba al hijo si era cierto lo que había oído y procedía a azotarlo. Según Lindqvist, al principio de cada castigo era evidente que el padre administraba el castigo a su pesar. Pero al cruzar cierto umbral, yo empezaba a oír, en la manera en que respiraba, que algo sucedía con él... Lo que Lindqvist sentía era la vergüenza del padre convirtiéndose en rabia, una rabia que lo llevaba a azotar con más fuerza de la que se proponía. “Lo que yo percibía”, dice Lindqvist, “es que los seres humanos son poseídos por la enajenación cuando ejercen la violencia. La violencia los arrastra, los transforma y los vuelve irreconocibles hasta para sí mismos”.
El libro A la sombra de las palmeras, que el niño Lindqvist leía a escondidas en su habitación, también hablaba de latigazos. Escrito por el sacerdote Edward Sjöblom, contaba sus experiencias como misionero en el Congo, entre ellas el testimonio de unos oficiales suecos al servicio del rey Leopoldo de Bélgica que, al regresar a su país, presentaron un informe a la Sociedad de Antropología y Geografía donde relataban que el chicote, o látigo de piel de hipopótamo, era la herramienta principal en el trato con los nativos, porque “ellos no respetan ninguna cosa que no sea la fuerza bruta”. Un teniente Gleerup confiesa muy suelto de cuerpo que azotaba a sus changadores hasta caer vencido por la fiebre y que los mismos azotados cuidaban de él hasta que podía incorporarse de nuevo y hacer silbar el látigo otra vez. El comentario final de la Sociedad Sueca de Antropología y Geografía decía: “No debemos apresurarnos a juzgar duramente al joven estado del Congo. Los belgas han abierto el país al progreso y al comercio y nuestros oficiales, con fatigas y privaciones, han sabido dejar en buen sitio el prestigio sueco”.
No sólo suecos trabajaban al servicio de Leopoldo de Bélgica en el comercio de goma y marfil. También lo hizo un capitán polaco de apellido Korzeniowski, más conocido por el seudónimo que adoptaría para escribir sus libros: Joseph Conrad. Siete años después de su experiencia en el Congo, ya retirado del mar e instalado en Inglaterra, Conrad escribió El corazón de las tinieblas. De allí proviene la cita “Exterminad a todos los brutos” (o “salvajes”, según la traducción). La escribe el coronel Kurtz a mano, con pulso tembloroso y enajenado, al final del informe que eleva a la Compañía (es decir, a la Société Belge du Haut-Congo del rey Leopoldo) sobre el trato que debe darse a los nativos.
Conrad escribió El corazón de las tinieblas a lo largo de 1897. En ese año, Europa entera celebró el 60º aniversario de la reina Victoria, a quien se comparó con el rey persa Darío, con Alejandro Magno y el emperador romano Augusto. Fue también el año en que Leopoldo de Bélgica inauguró gran parte de los fastuosos edificios que convirtieron a Bruselas en un ridículo pastel de bodas, con las pingües ganancias que daban sus colonias africanas. Fue el mismo año que, en Alemania, se acuñó el concepto “espacio vital” o, más coloquialmente, “espacio para mover los codos”, doctrina que sostenía que el obvio requisito que necesitaba la raza germana para asegurar su subsistencia era extenderse desde el Báltico hasta el Bósforo.
El filósofo más importante de ese tiempo, Herbert Spencer, uno de los grandes defensores de la pedagogía negra, sostenía que “todos los seres vivientes son obligados a progresar mediante el castigo”, interpretando a su manera las teorías evolucionistas de Darwin. Lo mismo hacía el primer ministro de la reina Victoria, Lord Salisbury, cuando declaró famosamente en aquel año 1897 tan pleno de celebraciones: “El mundo puede ser dividido en naciones vivientes y naciones que desaparecen. Es natural que las naciones vivientes se vayan apropiando de los territorios de las que van sucumbiendo”. No decía, por supuesto, que las “naciones murientes”, en Africa y América y Asia y Australia, habían ido muriendo precisamente porque se les quitaron sus territorios y se diezmó su población, o se la convirtió en mano de obra esclava. La palabra genocidio no existía todavía, dice Lindqvist. “Pero el aire que respiraban todos los muchachos europeos de esa época (incluyendo a uno llamado Adolf Hitler, que por entonces tenía nueve años), estaba impregnado del convencimiento de que el imperialismo era un proceso biológico necesario, un proceso que, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, lleva inevitablemente al aniquilamiento de las razas inferiores”.
La orden del día era: “Dejad morir a aquellos a quienes las leyes del progreso se lo ordenan”. O sencillamente “exterminadlos”, como decía el Kurtz de Conrad. Lindqvist cuenta que, cuando Darwin escribe El origen del hombre en 1871, aún recuerda escandalizado “la brutalidad de la caza del hombre en la Argentina, en la guerra contra el indio” a la que asistió cuando estuvo en la Patagonia treinta y cinco años antes (y que recién en 1871 estaba logrando finalmente su objetivo, a las órdenes del general Roca). Darwin había escrito: “Todos están convencidos de que es una guerra justiciera porque se lucha contra los bárbaros. Los terrenos liberados se reparten entre los vencedores”. En Mein Kampf, Hitler sostiene que, tal como Inglaterra se expandió por mar, sumando colonias, Alemania debe expandirse por tierra, sumando los territorios del Este. Hitler no empezó la guerra con la consigna de exterminar a los judíos sino con la de obtener más tierras de labranza para los ciudadanos alemanes. La doctrina del espacio vital apuntaba a que Alemania usase el poderío del más novedoso medio de producción (la industria) para apropiarse del más antiguo medio de producción: la tierra.
Cuando los primeros barcos a vapor se hicieron a la mar y sirvieron para llevar novedoso armamento a los confines del mundo, Europa interpretó esa superioridad técnica como una superioridad biológica. En aquel infausto año de 1897, se inventó en una fábrica de Calcuta la bala dum-dum. El uso de ese proyectil fue prohibido entre estados civilizados: sólo se permitía su uso para la caza mayor y las guerras coloniales (porque “los salvajes” a veces seguían vivos después de haber sido alcanzados por cuatro o cinco proyectiles comunes). Ese mismo año de 1897, Conrad les escribe a sus amigos H. G. Wells y R. Cunnighame Graham: “El honor, la justicia, la compasión, la libertad son ideas que no tienen creyentes verdaderos. Existen tan sólo hombres que, sin saber entender o sentir, se embriagan con palabras, las repiten a gritos, se imaginan que creen en ellas, sin creer en otra cosa que en el lucro, las ventajas personales y la vanidad”.
Sven Lindqvist tiene una manera magistral de contar episodios aparentemente diversos. Lo que hace en Exterminad a todos los brutos es ir hilando, en una sucesión de hipnóticos relatos, los elementos históricos que tenían los contemporáneos de Conrad frente a sus ojos cuando éste escribió El corazón de las tinieblas. Simplemente busca las noticias que salían en los diarios y revistas de la época: lo que declaraban los políticos y los reportes que hacían a sus superiores quienes volvían de sus misiones en los confines del mundo. Lo que se enseñaba en las escuelas y lo que se practicaba en las casas y se conversaba en la mesa. De tanto en tanto hace una brevísima extrapolación en los años posteriores, pero inmediatamente vuelve a aquellos episodios, ambientados en las civilizadas capitales europeas y en las lejanas selvas, islas y desiertos donde las razas inferiores asistían al advenimiento del progreso que las aplastaría a su paso. La sucesión de esos relatos despierta en el lector una tenebrosa, electrizante fascinación, semejante a la que ejercían en Lindqvist de niño aquellos relatos del misionero sueco sobre el Congo.
“Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos falta es el coraje para darnos cuenta de lo que ya sabemos y sacar conclusiones”, es la formidable frase con que Lindqvist inicia su libro. Doscientas once páginas después, luego de decirnos que, cuando lo que había sucedido en el corazón de las tinieblas se repitió en el corazón de Europa, nadie quiso reconocer lo que todos sabían (en referencia al colonialismo como influencia y antecedente directo de la doctrina nazi), señala la terrible ironía de que, un par de decenios después de aquella guerra iniciada por Hitler para conseguir más tierras de labranza, los estados europeos empezaron a pagar a sus campesinos para que dejasen de trabajar el campo.
Dije al principio de esta nota que pagué doce pesos por mi ejemplar de Exterminad a todos los brutos. Hay una edición cara, europea (Siruela) del libro de Lindqvist. Pero en nuestro país lo editó la Oficina de Publicaciones del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires. Hay en nuestra bendita universidad pública argentina un profesor llamado Carlos Enrique Berbeglia, que puso a disposición de todos los pibes que entran al CBC este libro ejemplar. Fue por influjo de un periodista y docente patagónico de ascendencia nórdica, llamado Carlos Kristensen, que se publicó el libro. El propio Kristensen, que había sufrido persecución y cárcel durante la dictadura militar, se encargó de traducirlo. Pero no llegó a verlo impreso: murió el 19 de marzo de 1996, poco antes de que su traducción entrara a imprenta. Todos los que creemos que los libros conservan aún el poder de incidir sobre la realidad deberíamos agradecerle su labor, allí donde esté. Y todos aquellos que creen que los libros han perdido ese poder deberían escuchar con atención estas palabras de Sven Lindqvist: “En todo el mundo existe un conocimiento, reprimido profundamente, que si se convirtiese en consciente haría estallar nuestra concepción del mundo y nos obligaría a dudar de nosotros mismos. En todo ese mundo sigue representándose el corazón de las tinieblas”.
Hay sólo otro libro de Sven Lindqvist (de la decena que escribió) traducido al castellano: se llama Una historia de los bombardeos, fue editado en México por Turner-Fondo de Cultura y puede leerse como una continuación de Exterminad a todos los brutos. Y una pequeña editorial de Zaragoza llamada Basarai anuncia para este año la publicación de El mito de Wu Tao-tzu. Lindqvist tiene hoy 75 años, es uno de los escritores más respetados de Suecia y sigue escribiendo para el diario independiente Dagens Nyheter.
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