Domingo, 29 de julio de 2007 | Hoy
BELLI
Una historia de sincretismos y amores circulares,
para conocer algo más a la poeta Gioconda Belli.
Por Juan Pablo Bertazza
Sofía de los presagios
Gioconda Belli
Seix Barral
261 páginas.
Tal vez parezca un dato menor, pero no abundan las frases que, además de servir de epígrafe a un libro, se repiten en el cuerpo mismo de la novela, tal como sucede en Sofía de los presagios (1990), la segunda novela de la poeta y novelista nicaragüense Gioconda Belli que se da a conocer, relanzada, en Argentina. La frase en cuestión corres-ponde a T.S. Eliot y dice: “Nunca cesaremos de explorar y el fin de todas nuestras exploraciones será llegar al lugar de donde empezamos y conocerlo por primera vez”. La idea sugerida por la frase tiene mucho que ver además con la estructura circular (aunque el círculo finalmente se rompa) de esta novela que comienza y termina con una feria en la que una nena se pierde entre la multitud. La que se pierde al comienzo es Sofía que, tras un confuso episodio en el pueblo de Diriá, es signada por una sensación de abandono que acentúa su ambigua condición de hija de un gitano e hija de una no gitana.
Así, esta novela clásica muestra la evolución de Sofía, quien primero es adoptada por un padre y una madre que no son pareja, luego se casa y divorcia de un hombre que la hace infeliz y, finalmente, concibe a una hija para cerrar el círculo; todo lo cual lo hace bajo la atmósfera de injurias y denuncias que le profieren los habitantes del pueblo por su origen gitano y una conducta poco convencional para el lugar. En lo que dura su matrimonio con René, Sofía no deja de compartir muchísimas similitudes con Madame Bovary, salvo por dos cosas: Charles no era tan estúpidamente celoso como René y, en lugar de recibir la influencia de novelas rosas, Sofía comienza a lucubrar una nueva vida a partir de una afición un poco torpe hacia el tarot y la lectura de Castigo Divino, la novela de Sergio Ramírez.
Emparentado precisamente con la creencia determinista en un destino fijo, otro elemento fundamental de esta no-vela es la fuerte y nítida simbología de los nombres de sus personajes, los cuales o coinciden plenamente con sus características o las contradicen sin matices. Así, entre los personajes que son absolutamente definidos por su nombre están Don Ramón (tutela, protección), el padre adoptivo de Sofía que contiene un poco su angustia adolescente, Sabino (nombre que los romanos daban a una tribu enemiga), el padre natural de quien la protagonista hereda rasgos gitanos y Demetria (que alude a Deméter, la diosa griega de la tierra y las cosechas), madre natural a quien Sofía perdonará por su “abandono” luego de que ella también conciba a una hija. Por otro lado, entre los personajes cuya simbología onomástica se opone diametralmente a su personalidad están la propia Sofía (sabiduría) que a lo largo de toda la novela sufre justamente las consecuencias de no tenerla y Eulalia (la que habla bien), su madre adoptiva que nunca consigue hablarle claramente sobre su enigmático pasado aun volviendo de la muerte. Justamente ahí está uno de los cabos que desperdicia, mal sueltos, esta novela. El sincretismo, aquella convivencia entre la superstición pueblerina y los mandatos cristianos, como también la ambivalencia de la protagonista por su condición semigitana, constituye una idea atractiva que, sin embargo, no es desarrollada. De la misma manera, la defensa de la condición femenina con respecto al machismo que golpeó fuerte en Nicaragua sobre todo antes del sandinismo, trabajada exitosamente por Belli en su obra poética e incluso en su primera novela La mujer habitada (1988), resulta bastante débil, entre otras cosas, por el happy ending un tanto artificial.
En ese sentido, diecisiete años después de su publicación, la relectura de Sofía de los presagios puede significar, como decía Eliot, leerla por primera vez, aunque eso no implique que la segunda lectura genere mayor o igual convicción que la primera.
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