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Domingo, 5 de agosto de 2007

NOTA DE TAPA

Desde el alma

 Por Patricio Lennard

Cuando el 12 de marzo de 1622 Teresa de Jesús fue canonizada, no había ninguna santa con su nombre en el martirologio cristiano. Su cadáver incorrupto, exhumado por primera vez en 1584, dos años después de su muerte, no hizo entonces más que acrecentar la fama de santa de esa mujer que, cansada de las liviandades que admitía la vida en el convento al que había ingresado a los veinte años (y en el que las monjas podían pagar por una celda más cómoda y tener criadas, y hasta vestir con telas delicadas y recibir visitas), llegó a fundar treinta y seis monasterios a lo largo de toda España bajo una regla basada en la oración, la pobreza, el silencio y la clausura, que dio origen a la Orden de los Carmelitas Descalzos, una de las más estrictas y austeras congregaciones que existen.

Miguel de Unamuno decía que en Avila, ciudad en la que Teresa nació y que es célebre por sus imponentes murallas, no había otra forma de crecer que no fuera hacia el cielo. Un destino anunciado en la devoción con que Teresa construía, de pequeña, ermitas en el jardín de su casa familiar y jugaba a ser monja. En las vidas de santos, ese género extinto que tuvo su apogeo durante la Edad Media en la recopilación Legenda aurea de Santiago de la Vorágine, no son pocas las escenas de infancia en las que sus protagonistas dan señal de su condición atípica. Así, siendo sólo un niño, San Francisco de Asís fue agriamente reprendido por su padre por tirar el dinero, y Santo Domingo vendió, en tiempos de hambre, sus libros de estudio para ayudar a los pobres. Leyendo una Vida de Santos justamente, Teresa planeó a los siete años, con uno de sus hermanos, huir a tierra de moros a hacerse decapitar, presa del deseo de morir como mártir. Un arrebato piadoso y a la vez extemporáneo (ya en el siglo IV los mártires eran figuras del pasado y el ascetismo comenzaba a ser un modelo de santidad y perfección alternativo) que concluyó cuando uno de tus tíos los sorprendió cerca del puente que conducía a las afueras de la ciudad y los llevó, sin demoras, de regreso a casa.

Con esta hermosa escena de iniciación principia el Libro de la Vida de Teresa de Jesús, cumbre de la literatura mística y centro de una obra cuya hondura teológica fue revalidada en 1970 cuando Pablo VI nombró a la santa doctora de la Iglesia, convirtiéndola en la primera mujer en recibir ese honor en la historia del catolicismo. Un libro que ella terminó de escribir en 1562, en Toledo (más allá de que luego le realizó algunos agregados), y en el que narra el viaje a las profundidades de su alma y sus encuentros con Dios, y las circunstancias que la llevaron a fundar el convento de San José en Avila, el primero que albergó la nueva orden carmelitana. Un ímpetu reformador, el de la santa, que de entrada provocó grandes resistencias y enconos entre los carmelitas “calzados”. Intrigas entre las que figura el secuestro de Juan de la Cruz, quien pasó nueve meses en la prisión que la orden no reformada tenía en Toledo, en un agujero sin luz, sin poder cambiarse de ropa, hasta que un guardia apiadado le permitió escaparse, es sin duda el hecho más escabroso.

Preparada como estaba para exceder el mero registro de su espiritualidad que su confesor de turno solía pedirle que pusiera por escrito (“con este tipo de mujeres se podía terminar en el tribunal de la Inquisición”, apunta Rosa Rossi, biógrafa de la santa), Teresa pudo emprender la escritura de su Vida recién cuando se hubieron disipado los temores en torno de sus raptos místicos. “Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo”, escribía Teresa en tiempos en los que no se podía “ni hablar ni callarse sin peligro”, según el humanista Juan Luis Vives se quejaba en una carta a Erasmo de Rotterdam. No por nada, entre 1559 y 1562, se realizaron muchos de los autos de fe que acabaron con la vida de miles de personas en las hogueras de la Inquisición y que evitaron que el protestantismo se enraizara en España. La misma época en que Teresa ya transitaba con ardor su sendero místico.

El éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini.

El algebra del extasis

En La gravedad y la gracia, Simone Weil sostiene que uno de los grandes dolores de la humanidad es que mirar y comer son dos operaciones diferentes, mientras que la beatitud eterna es un estado en que mirar y comer son una y la misma cosa. Pensando en la vida de los ángeles, Swedenborg se figuraba que cualquier acción que fuera placentera se deterioraría gradualmente si tuviéramos que experimentarla eternamente sin respiro. Cinco siglos antes, Santo Tomás postulaba que la única actividad de los bienaventurados en el Cielo será la contemplación de la divinidad pues “nada que se contemple con admiración puede producir aburrimiento”. Casi con seguridad Maimónides consideraba, cuando escribió que “lo único que percibimos de Dios es que es, no lo que es”, la misma imposibilidad del tedio.

Todo esfuerzo místico consiste en reducir (o agrandar) a Dios a su esencia. Tanto Santa Teresa como San Juan de la Cruz exponen en sus obras la discreción con que los místicos suelen referirse a lo que se nos depara después de la muerte. Incluso, para Juan de la Cruz, el objetivo de la experiencia mística es la privación de imágenes (“la noche oscura del alma”): despojarse de todo aquello (voces, visiones, éxtasis) que justamente signa la mística de Teresa.

Sobre las interioridades del vínculo de la santa con Dios abunda el Libro de la Vida. Sobre todo, después de que se exponen, en los primeros capítulos, los prolegómenos de su empresa autobiográfica y, más adelante, una extensa teoría sobre la oración que ella amplía y reformula en dos libros posteriores, Camino de perfección y Las moradas. El retrato de su padre, hombre caritativo, que nunca se permitió tener esclavos (y del que omite revelar sus ascendientes conversos); la evocación de su madre, que murió joven, y que supo disponerla a la oración y al gusto por los libros de caballerías; el recuerdo de cómo las vanidades de la adolescencia dieron lugar al deseo, resistido por su padre, de ingresar a un convento; las cruentas enfermedades que en su juventud la pusieron al borde de la muerte, y el deslumbramiento que le provocó la lectura de las Confesiones de San Agustín, libro que fue modelo para su Vida, son algunas de las cosas que allí se nos cuentan.

León Bloy, ese católico inconformista al que le pesaba vivir en un tiempo en el que era poco probable conocer a un santo, creía que para ver a Dios era necesario “invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones”. Un movimiento que ya había descrito Agustín de Hipona (la mente debe concentrarse en el alma e ir hacia adentro a fin de alcanzar a Dios en un “golpe de vista trepidante”) y que Teresa experimentaba en la oración de quietud cuando el alma entraba dentro de sí misma. Allí, el entendimiento y la imaginación se veían desbordadas, y seguía un recogimiento de las potencias espirituales al que es imposible sustraerse. Algo que Dios confería a unos pocos elegidos, cuando tomaba el alma como “las nubes cogen los vapores de la tierra”.

El centro de la experiencia mística de Teresa, no obstante, se halla en sus visiones. Su Vida es un catálogo de ellas. Un expediente sobre el que erige el edificio de su santidad, pero en el que también se inscriben la acechanza y los miedos. Así, a medida que las visitas de Jesús se vuelven recurrentes, hay confesores que declaran su aprensión a asistirla. “Tan cierto les parecía que tenía el demonio, que me querían conjurar algunas personas.” Esos escrúpulos, no obstante, ya se habían disipado cuando acaece el fugaz “descenso” a los infiernos que relata en el capítulo XXXII. Una instancia en la que Dios le muestra de dónde la ha librado su misericordia y en la que comprueba que aunque allí “no hay luz, sino sólo tinieblas”, puede distinguirse “lo que a la vista ha de dar pena”. Algo que Santo Tomás imaginaba cuando decía que la tenue luz que hay en el infierno sólo servirá para aumentar el dolor de los condenados, al dejarles ver el horror que los circunda.

Pero es Cristo, en realidad, el objeto casi exclusivo de las visiones de Teresa. Visiones que dice percibir con “los ojos del alma”, en tanto las que se tienen con los ojos corporales son consideradas las más bajas y “adonde más ilusiones puede hacer el demonio”. Su transverberación, como es sabido, es la más famosa entre todas ellas. No por nada el diccionario de la Real Academia Española sólo registra esa palabra en referencia a la santa y Bernini le consagró su escultura más hermosa. Lo que le sucede en la transverberación es lo siguiente: Teresa siente que su corazón es atravesado por un dardo de oro que le arroja un ángel, y que le inflige un dolor de enorme intensidad, que condensa el álgebra del éxtasis. De allí precisamente Bataille extrae su teoría de que el desfallecimiento no sólo es el aspecto central de la sensualidad humana, sino también de la experiencia de los místicos.

Es el “deseo de morir para sí”, pues, que traduce la aspiración a la vida celeste (de vivir de manera anticipada en la inmortalidad, de morir por no morir, de morir desviviéndose), el núcleo ontológico y paradojal de la existencia mística. Así se entiende esa “ideología despreciativa del cuerpo” de la que habla Barthes en relación con los místicos y que Plotino expresaba en la vergüenza que le causaba el simple hecho de tener un cuerpo.

“Querría ya esta alma verse libre. El comer la mata, el dormir la congoja”, apunta Teresa en el Libro de la Vida. Y es ese cuerpo que para el alma es un “mal huésped”, esa existencia que se concibe como martirio, esa “vida contra natura”, la formulación de su experiencia de los límites. Esa que resume luminosamente en un bello poema que comienza diciendo: “Vivo sin vivir en mí, / Y de tal manera espero, / Que muero porque no muero”.

Conversiones

Sin duda la lectura más extraordinaria que ha suscitado el Libro de la Vida es la que una muchacha judía realizó una noche del verano de 1921, en la finca de un matrimonio amigo en las afueras de Bergzabern, Alemania. En esa ocasión, su anfitriona la instó a que tomara cualquiera de los libros que había en su decorosa biblioteca y, luego de elegir uno al azar, la muchacha abrió un volumen cuyo título era Leben der Heiligen Theresia von Avila. “Comencé a leer y quedé al punto tan prendida que no lo dejé hasta el final”, escribió varios años después, evocando esa experiencia que le cambiaría la vida. Un acontecimiento que determinó que ella, una vez que franqueó la última página del libro, y mientras observaba cómo los primeros rayos del sol iban filtrándose por la ventana del cuarto, exclamara para sí: Das ist die Warhrheit! (“¡Esto es la verdad!”) y ahí mismo se supiera convertida.

Así como San Agustín encontró en las palabras de la carta de San Pablo a los romanos la revelación que lo impulsó a seguir una vida santa, Edith Stein halló lo propio en el Libro de la Vida. Nacida el 12 de octubre de 1891 en Breslavia, en el seno de una familia judía, Stein fue la discípula dilecta de Husserl y la primera mujer en desempeñarse como asistente de una cátedra de filosofía en Alemania. Si bien su acercamiento a la fe católica había comenzado unos años antes, su epifánica lectura fue lo que la llevó a bautizarse un mes más tarde y lo que despertó en ella un hondo deseo de hacerse carmelita. Su ingreso al carmelo de Colonia, en 1933, fue una decisión que tomó una vez que pudo lidiar con la férrea negativa de su madre. El 2 de agosto de 1942, cuando la Gestapo la sacó de la clausura que por entonces cumplía en el carmelo de Echt, en Holanda, en represalia por un escrito de los obispos de ese país que denunciaba la deportación de judíos, Edith Stein comenzaba a transitar el destino de mártir que se le reconoció oficialmente en 1987, cuando fue beatificada, y por el que encontraría la muerte en una cámara de gas de Auschwitz-Birkenau el 9 de agosto de 1942.

En uno de sus textos religiosos (muchos de los cuales terminó de escribir como monja de clausura), Stein se detiene en la insistencia con que Santa Teresa declara que no todas sus hijas podrán acceder a la oración en sus grados más altos. Una advertencia que, en parte, se debía a los casos de monjas que en algunos carmelos se habían dado en dedicarse a la oración de manera compulsiva, apartándose de la vida comunitaria y postergando sus demás obligaciones. Con su famosa reconvención de que también “entre los pucheros anda el Señor”, Teresa pretendía así demostrar que incluso en la cocina bien podía rezarse y mitigar, de paso, la ansiedad religiosa. Esos escrúpulos que a algunas carmelitas no les permitía aceptar el reverente silencio de Dios, su “retraso en el signo” (Barthes). O, como dijo Rilke alguna vez, “la intimidad ardiente de su ausencia”.

El beneficio de la duda

En Muestrario (1918), en lo que puede ser leído como una irónica visión del panteísmo, Ramón Gómez de la Serna escribe: “No hay ningún creyente que llegue, por amor a Dios, a los límites que debería llegar. Nadie llega a las elevaciones que están más allá de las monotonías de las oraciones. Nadie ve a Dios inventándolo todo, nadie, al leer una bella poesía, cree que la ha escrito Dios como debiera creerlo, olvidando el nombre del autor”.

Que Santa Teresa ponga a Dios como interlocutor permanente en el Libro de la Vida es, en esencia, una prueba palpable de que lo que dice es cierto. “¿Cómo podría falsear o disimular nada ante quien conoce el reino de los corazones?”, se pregunta Jean Starobinsky, a propósito de las Confesiones de San Agustín. Que ella procure como testigo y depositario de su discurso a un ser omnisciente (amén de lo redundante que esto pueda resultarnos: Dios no necesita recibir lo que El ha dado) no sólo garantiza la verdad autobiográfica sino que inscribe esa verdad más allá del “yo”. La tantas veces mentada inspiración divina de los escritos teresianos (que les otorga un grado de veracidad incontrastable: Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), se declara cada vez que la santa se coloca a sí misma como médium y repite el estribillo en que agradece (e invoca) la elocuencia que la divinidad le concede. Capacidad expresiva, para ser más exactos, que busca verbalizar una experiencia que impele a confesar a las palabras lo que, en última instancia, no pueden decir.

Menéndez Pidal (con quien no es difícil acordar cuando valora a Teresa de Jesús como la más original escritora religiosa) ve en su “estilo descuidado” –plagado de anacolutos, elipsis, parentéticas y razonamientos inconclusos– un ejercicio extremo de improvisación. Una “escritura torrencial” que exhibe, según él, el modo en que la santa escribía movida por el rápido fluir de las ideas, sin volver nunca atrás a releer o corregir. Sea esto cierto o no; sea cierta o no la “indomable espontaneidad” de la que habla Menéndez Pidal, lo interesante tal vez sea ver en ese mito de escritora (que es el mismo, hasta cierto punto, que en Homero, Virgilio y Dante circunscribe el acto creativo a un poder sobrenatural) una justificación estilística de la escritura de Dios. Jacob Boehme, un místico protestante y teósofo nacido en Alemania a fines del 1500, prefirió abandonar la idea de la omnipotencia de Dios, antes que aceptar que sea responsable del mal. Inclinémonos nosotros por dudar, tan siquiera, de que el Libro de la Vida lo haya escrito una santa que los tiempos recuerdan como Teresa de Jesús.

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