Domingo, 12 de agosto de 2007 | Hoy
MARíA MORENO
Entre la crónica y la ficción, pero más cerca de la segunda, María Moreno se sienta en los bancos de muy diversas plazas y parques.
Por Claudio Zeiger
Banco a la sombra
María Moreno
Sudamericana
155 páginas
En un sentido, el libro de María Moreno parece una encarnizada reflexión sobre el nombre de esta colección que invoca nomadismo y aventuras a granel: In situ. Vivir para contarlo. Primero la experiencia, después volver y sentarse a escribirla. Y no es que Moreno desmienta la experiencia o la reduzca a una dimensión libresca, enciclopédica. Lo que hace, o sugiere que hace al cierre de Banco a la sombra, es ir al fondo del acontecimiento vivido, del lugar visitado, para contarlo como “si jamás hubiera estado allí”. Algo así como vivir para olvidarlo... y volverlo a vivir. La gran sorpresa es que contra la expectativa más obvia, en este libro María Moreno se coloca más cerca de la ficción que de la crónica a secas, claro que sin dejar de ser o presentarse como una cronista del mundo.
El hilo conductor son las plazas. Algo que con criterio amplio y democrático puede enhebrar Venecia y Plaza Once, la placita Dorrego y Père Lachaise. Es que como se dice por ahí, muchos parisinos utilizaban Père Lachaise como plaza de barrio. Y, bien mirado, Plaza Miserere puede adquirir los mismos aires de candente diversidad que la plaza Borda de la ciudad de Taxco, donde los muertos conviven con los vivos y casi los superan en el arte de vivir. Pero más allá de desplegar un afán igualitario, hay algo que hace que sea tan “escribible” aquel lugar que podría tener chapa de “turístico”, aquel que aceptaría cómodamente el rótulo de “exótico” como el que queda a la vuelta de la esquina y de tan cotidiano se vuelve opaco. Es cuestión de mirada: mirada de cronista autocrítica, que pronto aprende a bajar la cresta. En el comienzo, cuando le atribuye a su amigo el Sr. Plaza una ascendencia de príncipe inca, éste se indigna y se declara descendiente de varias generaciones de españoles. “Es que me parezco a la cara del dibujo de tomates Inca”, estalla. La cronista entonces asimila la primera lección sobre mirada: “Sin haberme movido apenas por el mundo, y creyéndome una amante fiel de las paradojas y las excepciones a causa de una mirada llena de matices, me di cuenta de que yo era proclive a fabricar estereotipos aun con las personas más cercanas”. Prevenida entonces contra sí misma, emprende el viaje por las plazas del mundo. Se desplaza. Y no se trata tanto de despojarse de los moldes aprendidos en lecturas (que sí sirven), sino de ir desprendiéndose de aquello que se adquiere en el viaje (esas anécdotas insoportables para quien no las vivió) para después escribir desde un vacío reconstructivo y creador. Lección de humildad aprendida en Taxco, México: los otros también nos ven bajo la luz de los estereotipos, sin matices. Mientras la cronista cree que los nativos se dan cuenta perfectamente de que ella es distinta de las turistas rubias yanquis, consumidoras empedernidas, será tratada como una gringa más, ni progre ni diferente, un dólar caminando. Viajar, desplazarse, en este libro parece un camino de creciente despojamiento; una vez que se asume el estereotipo, se puede construir algo a partir de la máscara.
La muerte, quizá porque recurriendo a otro estereotipo (“partir es morir un poco”) se puede asociar al viaje, o porque en definitiva es una forma extrema del despojamiento, crea un trasfondo de deseo que late en estos relatos de María Moreno. Ella dice soñar “con una escritura exclusivamente dedicada a aquellos que ya no pueden leer”; ¿es la posibilidad de reencontrar al padre muerto en Taxco? ¿La visión de amigos muertos que aparecen (ellos o sus dobles) en otros sitios, no como fantasmas sino como si hubiesen continuado con otra vida? La frase resuena con ecos de misterio y de verdad.
Si queda harto claro que no se trata de una guía turística (ni oficial ni alternativa), hay que agregar que María Moreno parece haber aprovechado la oportunidad de este libro para dar un paso en dirección a la ficción. Son cuentos con personajes nómades que salpican encanto y elegancia, historias sugestivas que –a pesar de que no les estén destinados– llegan felizmente a aquellos que todavía pueden leerlos. Hayan o no estado ahí.
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