Domingo, 19 de agosto de 2007 | Hoy
DE COLECCIóN
Por Juan Pablo Bertazza
El síndrome es muy común entre los actores. Un papel que cala hondo en el público puede eclipsar toda una carrera. Y pasa también con muchos escritores: un libro eficaz o un personaje entrañable suelen catapultarlos a la fama al mismo tiempo que echan al olvido cualquier otra producción. Entre ellos, tal vez el caso más célebre haya sido el de Arthur Conan Doyle y su omnipresente Sherlock Holmes. Sir Doyle, escritor y médico, se cansó tanto de que la gente lo redujera al célebre detective racionalista que, en Las memorias de Sherlock Holmes, llegó a asesinarlo –literariamente, claro– arrojándolo sin asco a las cataratas de Reichenbach, en Suiza. Pero lo reprimido en este caso volvió, dos años después, por los pedidos indeclinables del público: querían la resurrección del detective o la muerte –literaria, claro está– de Doyle. Así que en El retorno de Sherlock Holmes Doyle lo hizo sin preocuparse del problema y prácticamente sin explicar la cuestión, como si nada hubiera sucedido. Simplemente, Holmes le decía a su secretario que había pasado todo ese tiempo en el Tibet.
Pero más allá de la muerte y resurreción de su personaje, Conan Doyle escribió una cantidad de cuentos sin detective, sin Holmes, ni Watson, que fueron dándose a conocer en forma bastante tardía, en volúmenes que ahora serán reintegrados a su público por editorial Claridad, en una serie que comienza con estos Relatos del cuadrilátero, seis cuentos de Arthur Conan Doyle en los que Sherlock Holmes y su elemental Watson brillan, sí, pero por su ausencia.
Un estudiante de medicina que tras un fortuito incidente debe calzarse los guantes para quitarle la corona a un viejo peso pesado y así costear el resto de su carrera; un boxeador de capa caída contratado por una misteriosa mujer para pelear por mucho dinero con la condición de que no sepa quién es su contrincante; un joven pugilista que intenta mantener su invicto en una sorpresiva pelea callejera justo cuando ese tipo de peleas empezaban a desaparecer. Tal es el heterogéneo pero concentrado y musculoso plantel de personajes que en estos relatos –publicados originalmente en 1922– copan la parada, los márgenes y el cuadrilátero del libro. Y si bien la temática de estos cuentos en los que hay golpes pero no hay sangre, mayordomos, lupas ni huellas, debería hacer pensar que Doyle sobrepasa el género policial; la forma en que los resuelve, tan ajedrecísticamente y con un suspense paralelo que se desliza hasta las últimas páginas modificando todo lo anterior, devuelve a Doyle al punto de partida. Y, okay, no tendremos acá los elementos del típico policial pero sí su característico engranaje y la peculiar razón detectivesca. Por eso, aun evitando hablar de Holmes, estos cuentos terminan por homenajearlo.
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