Domingo, 2 de septiembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Claudio Zeiger
¿Un escritor está obligado a imaginar un destino antes de encontrarlo? Quizá, cabe conjeturar, para eso escribe. Pero la imaginación puede fallar, o extraviarse en los laberintos de la vida. Puede no encontrarse nunca con aquello imaginado porque, tal vez, la imaginación no sea otra cosa que la celebración del desajuste entre la literatura y la existencia. Y puede que no esté obligado a nada, si no creyera en el destino o si se dejara llevar por la contingencia. Hay tantas posibilidades. Y sin embargo, cuando un escritor está atado al linaje y a la tierra, no puede no pensar en el destino como algo que fue inscripto alguna vez, antes, en alguna parte, para él.
Voces de biógrafos, amigos, personas que lo conocieron, él mismo, coincidieron en señalar que Manuel Mujica Lainez encontró el paraíso después de haberlo imaginado.
Invitados en el Paraíso fue escrita entre abril de 1956 y febrero de 1957, y publicada en ese mismo año. Plasmó Manucho en su novela una chacra en las afueras de Buenos Aires donde funciona una pequeña comunidad decadente y, a su manera, solidaria con los exiliados de la ciudad y los expulsados de la fortuna, un lugar “fuera del mundo” donde el mundo se rehace idealizado y yerto, donde el pasado congelado y el futuro incierto hacen que las personas prefieran anclarse en un presente fantasmagórico, vivir en un estado de evasión que puede rayar con la pérdida del sentido de realidad. Por eso, y probablemente sin ironía, Mujica Lainez eligió llamar a ese lugar El Paraíso.
Según refiere uno de sus biógrafos, Jorge Cruz, en Genio y figura de Mujica Lainez, “en Los ídolos, en La casa, en Los viajeros, el gran mundo, identificado con el pasado de su familia y con su infancia, se derrumba; en Invitados en el Paraíso ese mismo mundo parece situarse en un ámbito irreal y eterno; el autor lo fija para siempre en una suerte de paraíso donde aquellos personajes seguirán viviendo, preservados, por fin, de todo menoscabo (...) La novela tiene una conclusión feliz, un final mozartiano: nos imaginamos a sus personajes eternamente sonrientes, eternamente apasionados, sobreviviendo a la realidad que pintaron las otras partes de la saga porteña. Este destino les da Mujica Lainez a sus criaturas, luego de señalar su declinación y su aniquilamiento. Así como Dante construye para los grandes hombres de la antigüedad gentil el nobile castello, a los personajes frívolos, fantasiosos y refinados de la saga, que se aferran a los ídolos de su mundo artificial, Mujica Lainez les abre su Paraíso y ahí están”.
Las casas de Mujica Lainez, esas que albergaron fantasías diseminadas en novelas y cuentos de la “misteriosa Buenos Aires” (la fantasía de Mujica Lainez en los ’50 elabora un mundo decadente que va de fin de siglo XIX hasta los años ’30, pero con el nuevo trasfondo social que abrió el peronismo en parte en la realidad, en parte en la imaginación exaltada de varios escritores argentinos desde mediados de los ’40) solían surgir de un loteo; la estancia se fraccionaba para dar origen al pueblo chico, y frente a ese crecimiento, la casa parecía replegarse sobre sí misma en un movimiento defensivo, uterino, volverse refugio.
El origen del Paraíso debió ser una estancia. En Los ídolos (1952) ya aparece una versión de estancia heteróclita donde peones y fogón conviven con una biblioteca señorial, tapices que representan escenas míticas del universo, un excéntrico castillito o un invernadero sin plantas construido por el pariente loco que nunca falta en las grandes familias.
Personajes insólitos y fantasías ambiguas pueblan lugares que inadvertidamente se han ido convirtiendo en símbolos de lo que está ausente, aquello perdido para siempre. Dentro de las estancias podía haber de todo. Las casas, tranquera adentro, escondían verdaderos tesoros ocultos para deleite del fetichista impenitente: muebles, porcelanas, cachivaches, piezas únicas, molduras de yeso, estatuas, candelabros, cuadros.
Mujica Lainez se documentaba exhaustivamente para ambientar tramas y personajes, y seguramente no era tanto por afán de realismo sino por el enorme goce que le deparaban los objetos y el no menor goce vicario de quien entra a visitar las propiedades de los otros para llevarse grabado en la mirada el recuerdo de viejos esplendores. (Placer que se extendió prácticamente hasta el último día de su vida, ya que Manucho moriría apenas después de visitar unas estancias en San Pedro donde buscaba documentarse para la novela Los libres del Sur, que quedaría inconclusa. Ese viaje fue un desvío del trayecto de regreso a Córdoba desde la Capital; Manucho volvía de la Feria del Libro, y es probable que el exceso de fatiga haya precipitado el final.)
Quizá la ilusión de encontrar la esencia del placer sostenga la sed de paraíso; en Manucho y en todos los buscadores de la felicidad. Pero buscarla en estancias y quintas y mansiones (escenarios centrales de su imaginario) habla en forma bastante elocuente de la forma de utopía que se ha venido moldeando en lo que el propio escritor podía pensar como su “mundo”: familias y propiedades.
La tierra se fracciona y divide, como las familias en parientes ricos y pobres o “venidos a menos”. Los espacios tienden a achicarse en el nuevo mundo de la Argentina confusa y amenazante. Escribió Mujica Lainez en Invitados en el Paraíso: “El Paraíso no era ya una estancia y era bastante más que una quinta. A falta de una denominación justa lo llamaban la ‘chacra’. Tampoco lo era. Era un lugar de capricho. Había surgido como las grandes familias históricas equiparables a las vastas estancias fundadoras, en la evolución de la tierra, por el heroísmo y por el trabajo audaz, y perduraba, con su gracia fuera de moda, ni estancia, ni chacra ni quinta, por una necesidad romántica, casi estética, como los últimos descendientes indefinibles, inubicables, de las grandes familias históricas debilitadas. Quizás su belleza mayor, impalpable pero evidente, procedía de cierta condición, entre antojadiza y utópica que no se podía separar de su fantasía. Como lo puramente, lo ajustadamente bello, El Paraíso cumplía la estricta función de dar placer”.
Como en los paraísos naturales, y como en los paraísos artificiales, se trata de llegar a una zona de disfrute y hedonismo, de reparación de aquello que fue esquivo en el mundo llamado real. Una zona estética. En rigor, las casas, las quintas, las mansiones, no sólo eran el testimonio de la decadencia de la aristocracia, sino del goce estético que la decadencia provocaba en Mujica Lainez, en la medida que le recordaba el infinito goce que emana del pasado entendido como herencia, como una pertenencia genuina e intransferible.
En Los viajeros, una de las grandes novelas de Mujica publicada en los años ’50, la casa adquiere un carácter laberíntico y confuso, donde las personas se mezclan y las clases sociales tienden a invertir sus roles.
“¡Qué casa inusitada la nuestra, la que tía Ema nos prestaba para que en ella ocultáramos, disfrazándolas con actitudes señoriles, nuestras penurias económicas y nuestra mediocridad! Su padre, mi bisabuelo, fue un hombre riquísimo y voluntarioso, un clásico producto de su tiempo, derrochador, ingenuo y progresista, que cuando resolvió lotear parte de la estancia para fundar el pueblo, derribó el vetusto edificio central de Los Miradores, una casa encantadora de 1830, y se entretuvo alzando en su lugar, desde 1880 hasta 1914, una dislocada construcción en la que convivían los estilos bastardos, mezcla de villa europea, de cuartel y de acertijo.”
El fundador solía refugiarse entre quince y veinte días seguidos en la casa con mujeres y amigos parásitos para gozar de “fiestas truculentas” y “asados pantagruélicos”, y ni sus descendientes “con nuestra insignificancia altiva, ni los ex mucamos vecinos, con su afán de que se los tomara por burgueses, hemos conseguido despojar a Los Miradores de su carácter, de su ‘tono’ de casa de placer, hecha para el placer, con todo lo disparatado que el placer implica”.
A pesar de este impulso hacia el placer, el ideal del paraíso de Manucho irá tomando un sesgo monástico (desde luego que nadie se llame a engaño: un monasterio de Manucho incluiría el placer entre sus claustros; pero también gustaba de la austeridad, el encanto hidalgo de la austeridad). Las representaciones del paraíso se han ido reacomodando a los vaivenes de la vida y la escritura. Entre la estancia y la quinta, aparece la chacra, la casa a secas; y ya más cerca del cielo, irguiéndose hacia lo alto, el palacio. Según escribió Jorge Cruz, “la saga de la sociedad porteña como testimonio de un grupo social, registra un proceso de decadencia; una clase dirigente pierde fuerza, ejemplaridad y poder, en gran parte debido a la corrosión de un germen destructor que lleva dentro. El palacio es el bastión de la familia, de toda una clase que agoniza”.
Todo palacio parece estar fatalmente condenado al saqueo y la ruina; grandes habitaciones frías y vacías, los vidrios rotos, las malas hierbas invadiendo el jardín otrora edénico; es la amenaza permanente desde que las estancias y las quintas se han como disuelto en los pueblos. El mundo se mezcla. Pero aun así vale la pena seguir atisbando los interiores de la decadencia, y de esa forma, escribiendo sobre lo que se quiere adquirir, mezclando en forma extraña y talentosa el inútil recuento del pasado y la profética adivinación del porvenir, el paraíso se vuelve destino.
Entre el placer y el ascetismo, el paraíso va tomando la forma de una utopía privada, privadísima. Un lugar para poblar de amigos (desde visitantes ocasionales a amigos realmente íntimos), objetos de arte, libros (Manucho trasladaría de Buenos Aires a Córdoba unos 13 mil volúmenes), una vida cortesana con períodos alternativos de silencio y bailes de disfraz. Manucho también trasladaría a sus queridas tías a El Paraíso. La utopía tenía una tonalidad literaria, ligera, pero no dejaba Mujica Lainez de buscar las huellas del paraíso en la tierra. Como si esto fuera poco, estaba la posibilidad de lograr un golpe de efecto proustiano: el gran frívolo, el que había relatado la decadencia de la aristocracia conocida desde adentro con una mirada equilibrada, crítica pero no destructiva, ahora se replegaba sobre sí mismo, abandonaba el mundanal ruido y se apartaba, no entre paredes recubiertas de corcho pero sí semi escondido tras frondosos árboles. Una manera paradójica de llamar la atención, como siempre había hecho con sus monóculos, sus chalecos y sombreros.
La primera pista fue un enorme caserón en las Sierras Grandes de Córdoba, el casco de una estancia de la Compañía de Jesús. “Pasó de mano en mano, y hacia 1930 fue comprado por un inglés, que lo transformó en hotel y lo dotó de doce baños y otras tantas chimeneas”, escribió Manucho en un álbum de fotografías. “Estuve a verlo dos veces. Amueblé con la imaginación su inmenso refectorio, poblé sus habitaciones con mis amigos artistas, a quienes vi pintando o trabajando en cerámica, y hasta con hábitos, y me fui sin adquirir nada. Posiblemente no esté maduro aún para el monasterio.”
Unos años después aparecería la visión más nítida del paraíso que haya tenido Manucho. La luz de una revelación lo persuadió no sólo de que se trataba del lugar indicado, sino además de que estaba al borde de convertirse en el profeta de sí mismo, esto es, la posibilidad de manejar los hilos de su propio destino. Así lo refiere Cruz (esta vez en complicidad con un perro que asume la voz del amo):
“En mayo de 1969 compra El Paraíso, no en Grecia ni en Taormina sino en la Córdoba argentina; seis hectáreas de bosque sobre la pendiente de una sierra, a 830 kilómetros de Buenos Aires, con su gran casa principal, otras más pequeñas, un lago, una pileta de natación. Sin lugar a dudas –comenta el perro memorialista de Cecil– éste es un sitio encantado. Sin lugar a dudas, el enigma de una predestinación lo une por lazos imprevisibles, a partir de sus comienzos, con el escritor que hace tres años ignoraba su existencia. Desde que construyeron la casa, en la iniciación de la década del veinte, la propiedad ostenta por nombre el mismo que lleva por título una de las novelas de mi amo y que es, también en ese libro, el nombre de una quinta...”
Mujica Lainez –cuenta la leyenda– encontró la casa por casualidad, paseando, pero sus proporciones y estilo no pasaban desapercibidas detrás de los árboles. Manucho escribió en su álbum de fotografías que “un cartel unía su nombre a la información de que estaba en venta, y quizás, en mi subconsciente, la magia de ese nombre operó de inmediato, pues ella hacía espejear la posibilidad de que el autor de Invitados en el Paraíso convirtiese en realidad a lo creado, misteriosamente, por su imaginación”.
Pero concretamente ¿cuánto vale El Paraíso?
Según explica Oscar Hermes Villordo en la biografía Manucho. Una vida de Mujica Lainez: “El trato fue celebrado por carta. Manucho, luego de hacer el arqueo de sus bienes, comunicó a las escribanas la siguiente conclusión: en los primeros días de enero de 1969 entregaría un millón, terminado el mes otro, y en abril los cinco restantes. De los ocho millones del precio pagaría siete. Había rebajado uno. Ante su sorpresa, la oferta fue aceptada”.
Y en el mes de agosto de 1969: “Su editor, López Llausás, le da la buena noticia de la liquidación de sus derechos de autor, en respuesta a una solicitud que le ha hecho. En carta de fines de julio le dice: “No diré que sea lo que tu bien ganada fama literaria merece, pero sí suficientemente sustanciosa para que contribuya a ir nutriendo de bellezas tu Paraíso cordobés hasta verlo convertido en un ’tal’”. (1969 fue el año del levantamiento obrero sindical conocido como Cordobazo. Pero la clase obrera no iba al Paraíso; a lo sumo Manucho sufriría los trastornos del transporte paralizado durante la mudanza.)
Y llega el gran día. En un recuadro enmarcado con rojo, Manucho escribe:
“Hoy, 19 de agosto de 1969, se pagó El Paraíso. Desde hoy es definitivamente nuestro”.
Silvina Bullrich, una de las amistades más antiguas y perdurables de Mujica Lainez, atribuyó la adquisición de El Paraíso a una mera superstición, como el gesto de quien arroja sal hacia atrás para conjurar una posible desgracia.
“Manucho fue una de las personas más supersticiosas que he conocido y sabe Dios que yo también lo soy. Pero no hasta ese extremo”, escribió en una semblanza de 1986, dos años después de la muerte del escritor y amigo, con el enérgico desdén que la caracterizaba. “Como después de haber escrito Invitados en el Paraíso encontró en Cruz Chica una casa llamada El Paraíso, pensó que allí estaba su destino y la compró.”
Y también agrega Bullrich un detalle prosaico entre tantas intuiciones y mágicas coincidencias misteriosas. “Contaba Manucho cincuenta y nueve años cuando sus dedos se endurecieron por el reumatismo y le aconsejaron ir a vivir a un clima menos húmedo que el de Buenos Aires. Allí estaba esperándolo el Paraíso en las sierras de Córdoba, como señalado por el destino.” Y, sin embargo, el destino se regocija en un ejercicio perverso: cuando creemos que nos pegamos a él, se corre uno, dos pasos. Está cerca, pero no quiere que la coincidencia entre vida y destino sea absoluta. El destino siempre debe ir un paso más allá, o al menos se arroga ese derecho. “No murió, como se lo había predicho una de sus tantas adivinas, en una casita blanca junto al mar –agrega Bullrich lacónicamente–, sino en un caserón en las sierras de Córdoba.”
La biografía de Oscar Hermes Villordo fue publicada en 1991 y empieza –gesto poco usual– con el minucioso registro de la muerte del biografiado, rozando (recreando) las atmósferas mórbidas y decadentes tan caras al escritor fallecido.
“Yace sobre su cama cubierto hasta el pecho por una sábana blanca, blanquísima, con bordados calados, y sus manos están frías debajo de la tela. Frías y duras. Estirado a lo largo, con el rosario que le han enredado entre los dedos, que sobresalen del reborde de la sábana despojados de sus anillos, tiene una rosa rosada, la única flor, puesta al costado, a la altura de la cabeza. Sonríe detrás de los párpados, en el brillo de la mirada (sí, de la mirada, porque parece vivo; sólo dormido, plácidamente dormido en el silencio y la claridad del dormitorio, la habitación antes alegre y ahora ausente y fantasmal sin embargo porque está muerto).”
Manucho murió en la madrugada del 21 de abril de 1984, sábado de Pasión. Era entonces un escritor célebre y controvertido, cuya figura recargada y satisfecha estaba seguramente destinada a opacarse con los nuevos tiempos de apertura y destape; la noticia de su muerte causó un revuelo de cámaras y fotógrafos en los alrededores de El Paraíso en Cruz Chica. Se lo enterró en un cementerio cercano, un Jardín de Paz con aspecto de tratarse de un refugio donde las lápidas quedaban semiocultas por el pasto crecido. Un refugio discreto.
Entre la decadencia y la gloria, lejos del mundanal ruido pero arraigado para siempre en la iconografía del escritor de mundo, tan criollo como barroco, yace Manucho en su paraíso.
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