libros

Domingo, 2 de septiembre de 2007

EN FOCO

Elogio de la dificultad

Un libro de George Steiner, en colaboración con una profesora de literatura, trae los ecos de una imperdible historia donde los libros y la enseñanza abrieron una ventana a la libertad a través del sacrificio.

 Por Guillermo Saccomanno

París en noviembre. El tiempo es horrible, llueve todo el tiempo. Y uno puede imaginarse al profesor Steiner, con su aire rabínico, bajando del tren en la estación de Drancy. Alguna vez el profesor comentó que la etimología de rabino sugiere profesor. Y esto es lo que ha sido toda su vida, un profesor. Stanford, Nueva York, Princeton. Erudito, políglota, ha escrito ensayos polémicos y también ficciones, pero siempre fue, ante todo, un profesor. Ahora, al caminar por la estación, cree oír todavía el llanto de los chicos que son cargados por la fuerza en los vagones. Hace más de medio siglo, con capacidad para 70 mil personas, Drancy fue el principal campo de concentración y deportación nazi de Francia. Hoy casi nadie lo recuerda. Los alumnos del colegio secundario que vienen de visita, ahí cerca, ni idea tienen de lo ocurrido en el pasado en esta estación. Trasplantados de una cultura a otra, sin hacer pie ni en la de sus antepasados inmigrantes ni en la del país de residencia, los alumnos tienen un presente miserable y les espera un futuro también trágico como para preocuparse por el ayer. Son asiáticos y africanos, del Magreb en su mayor parte. El profesor Steiner es un nostálgico de los absolutos. Por eso ha venido.

El profesor Steiner camina ahora al encuentro de una joven profesora de literatura de secundario que lo aguarda en el andén. Se llama Cecile Ladjali. Hace un tiempo, harta de tolerar que la educación literaria, como toda la educación, sea “amnesia planificada”, tomó una determinación tan drástica como extrema: ponerse a prueba y poner a prueba a su alumnado. Se acordó de una idea de Ossip Mandelstam: “El clasicismo es el arte de la revolución”. Puso a la clase a leer a Dante, La Divina Comedia, y, a partir de ahí, les programó la escritura de sonetos. Sabía con lo que se enfrentaba: esos alumnos vivían en una cultura, una lengua, en el colegio, y otras en su barrio. Para algunos la poesía era una actividad opuesta a la virilidad. Pero ésta no era la dificultad menor que le esperaba a la profesora. “Nadie es capaz de escribir si no ha leído mucho”, pensaba. Y cada día llegaba al colegio con maletas de libros. Previsible, no todos le fueron devueltos. Por qué no comprender esos robos como pequeños logros pedagógicos, pensaba. El trabajo de un profesor, se decía, consiste en ir en contra, en enfrentar al alumno con la alteridad, con aquello que no es él, para que llegue a comprenderse mejor a sí mismo. Trabajar en contra era hacer una apuesta por la dificultad. ¿Y cuál era la primera dificultad? Que en sus casas los alumnos no tenían libros.

El resultado fue extraordinario. Cuanto más sofisticado era su discurso, más atentos la escuchaban. Escenas mitológicas como la caída encontraban su correspondiente variación contemporánea en los versos de sus alumnos. En los textos clásicos aprendían a leerse. La profesora no imaginó, al reunir los poemas, que el profesor Steiner respondería su carta comentando esta experiencia docente. La respuesta de Steiner fue:

“Cambridge, 24 de diciembre de 1998. Tanto su carta como los escritos de sus alumnos me han emocionado profundamente. No es en la universidad donde se libran las más decisivas batallas contra la barbarie y el vacío sino en la enseñanza secundaria, y en barriadas deprimidas como la de Seine-Saint-Denis. No sólo su coraje y el ánimo humanitarios que su carta permite adivinar hacen que sienta envidia de sus alumnos. Gracias a usted, se han abierto al tiempo futuro del verbo y, por si fuera poco, bajo la sombra atroz que evoca el nombre de Drancy”.

Para su sorpresa, el profesor Steiner no sólo viajó desde Cambridge a su campo de batalla. Vino a luchar con ella. Le recomienda enseñar también Las palabras de Sartre y Esperando a Godot de Beckett. En la actualidad, sostiene, la pieza de Beckett es un clásico que puede ser leído en más de cien idiomas, le recordó Steiner. “Un clásico sobrevive a toda necedad de deconstrucción, al posestructuralismo, al feminismo, al posmodernismo y, como los perros de raza, se sacude, resopla y esboza una breve y demoníaca sonrisa al tiempo que asegura: esas cosas ya han muerto, pero yo sigo vivo. Cuenta con un instinto de supervivencia”. Y volviendo a la cuestión de la dificultad: “Dejemos dos cosas claras: quizá no hubiera ni un libro en las casas de sus alumnos, pero da la casualidad de que el genio poético es algo oral. No debemos olvidarlo. En la mayoría de las grandes culturas de nuestro planeta, la poesía se transmite de viva voz y no a través de los libros”.

El profesor Steiner trabajó codo a codo con la profesora y los alumnos. Colaboró en la selección, edición y publicación de los poemas de los alumnos. El libro se tituló Murmures. “Me atrevo a imaginar que el libro perdurará en mis alumnos, más allá del mero recuerdo de aquel año en el que se prepararon para el bachillerato, que será algo que les acompañará a lo largo de su vida como adultos”, anotó la profesora. Y como no podía ser de otro modo, el profesor Steiner lo prologó. Más tarde, el profesor y la profesora fueron entrevistados en un programa de radio. La conversación entre ambos, todo lo que comparten acerca de una pedagogía de la exigencia y una disciplina del corazón a su vez, todo fue reunido en Elogio de la transmisión (publicado por Siruela), un libro imprescindible no sólo para docentes. También para lectores, porque en todo lector, aunque se haga el presumido y lo niegue, hay un alumno.

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