Domingo, 22 de junio de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Delia Boucau es una maestra rural que en 1966 fue a vivir a Neuquén y a trabajar en una escuela situada en territorio mapuche. Ya retirada, se fue a San Martín de los Andes, donde publicó un libro de cuentos. Guillermo Saccomanno traza un perfil suyo, de quien además se reproducen aquí fragmentos de su Crónica de una maestra rural (inédita aunque adelantada en la revista patagónica El Camarote), donde refiere cómo conoció a Léonie Duquet y su propia detención por el Ejército y el duro interrogatorio al que la sometieron.
Por Guillermo Saccomanno
Conocí a Delia Boucau unos cinco años atrás. Me impresionó la sencillez con que contaba su vida en la Patagonia. “Nací en la Capital Federal y en el ‘66 me vine a la provincia a trabajar en Mamá Margarita”. Lo aclaro: la provincia es Neuquén y Mamá Margarita es una escuela rural situada en la Pampa del Malleo, territorio mapuche. Cuando hice la colimba en Junín de los Andes, en el ‘69, pasé por el lugar que ahora me contaba Delia. Si los milicos nos mataban de hambre y calabozo a los colimbas que, se suponía, estábamos bajo su mando, imagínense el tratamiento que les proporcionaban a los mapuches bajo su dependencia. Nuestras penurias bajo la nieve eran nada comparadas con las que sufría el pobrerío mapuche en el Malleo. Se suponía que el ejército tenía a cargo, desde los tiempos del exterminador Roca, el cuidado de esos marginados. A fines de los ‘60 el ejército estaba más preocupado vendiendo a los turcos bolicheros la comida y la ropa que les correspondía a los colimbas o disponiendo que la tropa talara Chapelco en el negociado con los Reynal. “A pesar de las dificultades y carencias –me siguió contando Delia–, fueron mis años más felices. Me archivaron en el jubileo obligatorio porque a todo chancho le llega su San Martín y entonces me vine a San Martín de los Andes en busca de actividad cultural.” La modestia con que Delia cuenta su historia impresiona. Acá en San Martín de los Andes publicó un libro de cuentos: “¿Puedo pedirle algo más a la vida?”, agradece. La suya es una modestia que, combinando austeridad con sabiduría, se traduce en su trabajo de ahora: la escritura de una crónica de su experiencia docente entre cerros nevados, en una tierra donde el viento y la desolación templan el ánimo. Hace ya un tiempo que Delia empezó a escribir sus memorias, un registro despojado de su experiencia de maestra en este paisaje donde, además de las peripecias de la sobrevivencia diaria, cuenta cómo fue detenida, bajo el gobierno de Isabel Perón, junto con otros maestros. Cuenta su paso por la prisión. (Nombra un oficial al mando de la prisión, un represor Trotz, pariente de las Trillizas de Oro, esas chicas con glamour de polista, bellezas del Proceso). Delia cuenta además su amistad con las monjas Léonie Duquet e Ivonne Pierrot. Cuenta cómo fue liberada gracias al obispo Jaime de Nevares. Delia cuenta todo, sin estridencias ni resentimiento. Parte de esa memoria narrativa la publicó hace poco la revista patagónica El Camarote, en la que participan entre otros, el escritor Daniel Artola y la poeta Graciela Cros. En tanto, Delia sigue con su historia, una crónica sencilla, con una prosa que goza de esa transparencia que se le atribuye a la verdad. Si una reflexión literaria impone su escritura (que remite tanto a las crónicas del padre Abraham Mathews como a los relatos del carrero Asencio Abeijón) es que la crónica, de lejos, parece ser el género narrativo por excelencia de ese territorio que a comienzos del siglo XX todavía era definido como la Siberia argentina y a comienzos de éste aún se lo sigue fabulando como utopía de los desconsolados de la metrópoli. Pero nada de esto parece preocuparle mucho a Delia. Ella sigue concentrada escribiendo su historia. Y vale la pena leerla.
Pampa del Malleo es como una palangana ubicada a 30 km de Junín de los Andes, y la escuela Mamá Margarita estaba situada al sur de ese valle árido. Había sido fundada por el Padre Oscar Barreto, misionero salesiano. Era un Hogar-escuela al que concurrían diariamente alumnos de ambos sexos, pero albergaba solamente a aquellas chicas que, por la distancia y falta de escuela en sus lugares de residencia, no tenían posibilidades de escolarización. La mayoría de los varones iban a la escuela en todos aquellos lugares donde hubiera, así tuvieran que andar leguas, pero las mujeres quedaban en casa.
Cuando llegué a Mamá Margarita, en 1966, el hogar contaba con treinta internas que pasaban allí todo el año escolar, desde el 1º de setiembre hasta el 25 de mayo; exceptuando las vacaciones de Navidad. En ese momento estaba en construcción lo que llamábamos la Escuela Nueva.
Había un baño, instalado con el mínimo de artefactos, pero no funcionaba por falta de agua corriente. ¿Para qué decir corriente? Digamos que casi no había agua. La poca que lográbamos extraer provenía de un ojo cercano, que se agotaba al cabo de unos pocos baldes. Una de las primeras cosas que aprendí fue a racionar los recursos. El agua del primer enjuague de la ropa servía para lavar pisos; el segundo y último, para vidrios o cualquier otra cosa que no requiriera una excesiva pulcritud. Ese baño se desempolvaba de vez en cuando para un uso específico y glorioso: una ducha. En la cocina, contigua al baño, había una bomba de reloj, esas que se bombean de costado y no de arriba para abajo; era la primera vez que veía una. Esto sucedía en setiembre o mayo, cuando había agua suficiente como para que la temperamental bomba cumpliera con su cometido.
La leña se racionaba también. La única forma de obtener abrigo era en el hogar del comedor y en la cocina. Recuerdo un otoño en que tuvimos que buscar raíces en el suelo helado una vez agotada la recolección de palitos y todo lo quemable en cientos de metros a la redonda. Llegamos incluso a quemar la madera de bancos escolares que estaban para reparar.
La Escuela Nueva, tarea que el Padre Barreto emprendió para ampliar y mejorar las condiciones de vida, constaba de cuatro aulas, dirección, dormitorio, sanitarios, dormitorio para maestras con su respectivo baño con ¡bañadera!, comedor, despensa y cocina. Con forma de U, tenía alrededor de su parte interna una galería con ventanales que dejaban pasar mucha luz, pero también mucho frío. Era más fría que la escuela vieja porque era más grande, con cielorrasos altos, ambientes amplios en los que hacía falta mucha gente que despidiera calor para que fuera agradable. Me costó mucho mudarme, prefería la tapera de adobe y techo de cartón con su calidez rodeada por árboles, a la frialdad de un edificio más adecuado e higiénico plantado en un páramo de greda y piedra. Muchas cosas cambiaron, no sólo el edificio. La vida familiar de la escuela de adobe fue desapareciendo de a poco.
Todo estaba listo para la inauguración de la escuela, que se realizó el 5 de noviembre de 1967, con la asistencia del entonces presidente de facto Juan Carlos Onganía y su señora, quienes fueron los padrinos. Fue un espléndido día de sol hasta que se levantó un viento de esos que solían soplar. Era tal la tierra que volaba que nuestras caras se habían convertido en máscaras.
Para cuando nos trasladamos, había cuarenta y cinco internas, además de los externos de ambos sexos que concurrían a clase. Se contaba con tres maestras de grado y con cuatro Hermanas de las Misiones Extranjeras que habían llegado al inicio de ese período escolar. Yo, como personal de servicio, me ocupaba del internado. Mi sueldo era una tercera parte de lo que cobraba en Buenos Aires como docente, pero me sentía feliz con lo que hacía.
Siempre dije que no era supersticiosa, pero en el verano de 1968 tuve una sensación extraña y desagradable que todavía hoy sigo recordando. Estaba sentada en el comedor, a la mesa de las maestras que daba a una ventana por la que se veía la casa de las Hermanas, cuando en un extremo de la cumbrera se posaron cuatro jotes. Uno comenzó a alejarse del resto a los saltitos hasta alcanzar el otro extremo de la cumbrera; luego de un rato, voló. Fue ahí cuando sentí como un golpe en el estómago y me recorrió un escalofrío. Una de las Hermanas era Léonie Duquet. Léonie estuvo sólo un año en Malleo y luego se volvió a Morón. Fue una de las dos monjas francesas secuestradas y desaparecidas en diciembre de 1977.
Había una proveeduría que el Padre Barreto había puesto en funcionamiento para que la gente pudiera comprar vicios, que era como llamaban a los artículos de primera necesidad como yerba, azúcar, sal, jabón, etc. De esta forma no debían hacer tanto camino hasta el boliche y la mercadería era más barata. Una forma también de desalentar a que fueran hasta allá y compraran bebida (1).
Mientras las internas estaban en clase, yo lo atendía. Poco a poco se fue ampliando la variedad de artículos y era un desfile interminable de gente que pasaba diariamente y a cualquier hora. Me encantaba atender, me divertía, conocía a la gente, me enteraba de sus problemas y dificultades. Algo que al principio me resultaba gracioso pero que con el tiempo llegó a sacarme de las casillas era la costumbre de pagar artículo por artículo.
No era cuestión de pedir 5 kilos de azúcar y pagar, sino que se meditaba concienzudamente sobre los que se iba a pedir, pasaban la bolsa, impecable casi siempre, para que la llenara. Ahí comenzaba la otra parte de la ceremonia: darse vuelta para sacar de entre las ropas un pañuelo anudado, girar nuevamente hacia el mostrador, desanudarlo, sacar algún billete mirándome para ver por mi reacción si era de la denominación adecuada, tomarlo, recibir el vuelto, guardarlo en el pañuelo, anudarlo, darse vuelta, esconderlo entre las ropas y girar nuevamente hacia el mostrador. Silencio. Miradas furtivas hacia los estantes. Pedían yerba, pasaban la bolsa y recomenzaba el proceso. Y así, hasta llenar dos grandes bolsas conteniendo bolsitas con azúcar, yerba, sal, fideos, polenta, levadura, fósforos, velas y jabón de ropa y de cara.
Años más tarde, siendo maestra de 6º y 7º grados, decidí enseñarles a hacer la compra con una lista y pagar todo junto. Después de explicaciones varias, trabajos prácticos, boliche instalado en el aula, llegó el gran día y, lista en mano, fuimos hasta el boliche que estaba en el río. De tan seguras y desenvueltas que mis alumnas se habían mostrado en clase, me sentí frustrada cuando todas, todas y cada una de ellas actuaron como sus padres, pidiendo y pagando de a una cosa por vez. Volví furiosa a la escuela mientras ellas iban encantadas con la experiencia. ¡Y todavía me preguntaban qué me pasaba!
Es cierto que lo que practicaban en la escuela era un juego y los errores fácilmente subsanables, pero nunca entendí por qué no eran capaces de trasladar el aprendizaje a la vida real, sino que se quedaban con lo conocido, en lo que se sentían seguras, que era reproducir lo que veían en sus padres. Creo que al hacer las compras de esa forma tenían mayor control del dinero y pensaban que no serían estafados. La platita del boliche de la experiencia en el aula era sólo papeles.
1º diciembre de 1975, últimos meses de Isabel Perón, el Brujo de la Triple A y en vigencia el decreto firmado por Luder y Ruckauf de aniquilar la subversión. Yo era entonces directora de Mamá Margarita y había ido al pueblo por dos días a cuidar a la cocinera, que estaba internada en el hospital con quemaduras por un incendio ocurrido en su casa; sus tres hijos habían sido derivados al Instituto del Quemado en Buenos Aires. Estaba leyendo mientras tomaba un café en el único restaurante del pueblo, antes de irme al hotel, cuando unos palos negros se apoyaron sobre el mantel de mi mesa. Leer este renglón es una eternidad comparado con la velocidad con que mi cerebro registró que los palos eran caños de ametralladoras, fusiles o qué sé yo, porque sólo puedo distinguir entre una honda y un arma de fuego. Al levantar la vista vi que estaba rodeada por soldados armados hasta los dientes:
–¿Delia Boucau?
–Sí...
–Tiene que acompañarnos.
–¿Por?
–Algo pasó en Mamá Margarita, en el Regimiento le van a ampliar información.
Mi primer pensamiento fue en un accidente, pero no iría el Ejército con toda la parafernalia desplegada a decírmelo. La dueña del restaurante miraba boquiabierta. No sé qué hizo que yo le gritara “¡avisen al Obispo!” (2) (3).
Me hicieron subir al asiento trasero de un jeep. Al llegar a la guardia se me informó que quedaba detenida y punto. Al entrar en la oficina de al lado, me encuentro con dos maestros y dos maestras de la escuela: Mónica Bonini, Mario Rivadero, Bernardino “Chacho” Díaz y María Elena “la Negra” Herrera, demudados y en silencio. Me identificaron pidiéndome por primera vez el documento y me mandaron a sentar. Nadie nos aclaraba nada ni podíamos hablar entre nosotros. En la más absoluta oscuridad y aún en la ignorancia nos llevaron a las tres mujeres al Casino de Oficiales. Un lindo edificio pero tenebroso en la penumbra. Nos hicieron entrar a un pequeño hall al que daban tres puertas: un dormitorio muy amplio con varias camas tendidas fue lo primero que vimos. Quedamos solas y en silencio.
A la mañana siguiente nos despertamos con un sol radiante sobre unos diez centímetros de nieve que refulgía en todo su esplendor. No nos bañamos por temor a que en cualquier momento entrara alguien y nos sacara enjabonadas para cualquier cosa. Lavamos las bombachas ya que estábamos con lo puesto y las pusimos a secar en las ramas del árbol que llegaba hasta la ventana. Mónica decía, viéndolas mecerse con el viento, que si se volaban, no dudaría en llamar a quien fuera para que nos trajera los calzones. Todavía había humor, aunque después nos quedamos mirándonos en silencio; no sabíamos qué decir, qué pensar.
Apareció un oficial que me llevó abajo y entramos a un inmenso salón con ventanales todo a lo largo. El sol y el resplandor de la nieve me encandilaron y apenas pude adivinar siluetas de hombres, muchos, muchos, uno al lado del otro delante de las ventanas; parecían estatuas y no pude distinguir si de uniforme o de civil. Me condujeron a un grupo de cuatro sillones y me senté en el que quedaba desocupado. Me trajeron un café; estaba azorada, pero no tenía miedo. Todavía hoy no lo entiendo, ¡qué inconsciencia! Pero, viviendo en una burbuja, sin noticias, es explicable que me sentara como en el living de una casa a charlar con amigos.
Y empezó la sesión: el bueno, el malo, el moderador, cada uno con sus preguntas en el tono apropiado a su rol. Yo contestaba: padres, hermanos, parientes, amigos, colegios, trabajos, fechas. Que por qué estaba en Mamá Margarita. Por vocación, dije. Que dónde estaba el 20 de junio de no sé qué año. No sé. Que estaba en Zapala, dijo el malo. No tuve tiempo de preguntarme cómo diablos lo sabía y recordé que, ya en vacaciones, había tomado el colectivo hasta allí y después de ver el desfile pasé horas de aburrimiento caminando, mirando negocios cerrados y tomando café hasta que se hizo la hora de tomar el tren a Buenos Aires. Ese episodio me hizo pensar que ningún ciudadano dejó de ser observado en gobiernos civiles o militares. Pero eso lo pensé después.
A la Negra Herrera la soltaron. Almorzamos Mónica y yo y una camioneta vino a buscarnos. En ella ya estaba sólo Mario Rivadero y, para nuestra sorpresa, el Padre Mateos. Sin cruzar palabra nos llevaron hasta el aeropuerto. El oficial y el chofer fueron hasta la torre de control y nos dejaron a los cuatro sentados en el mismo asiento. Mateos nos dijo, muy preocupado, que la cosa no pintaba bien. El sabía lo que estaba pasando en el país, nosotros vivíamos en la más absoluta inopia. Como dos horas después, de vuelta al regimiento; el avión no llegó y respiramos aliviados.
Al día siguiente a las cinco de la tarde nos suben a un Unimog y, brazo en alto, quedamos esposados a la estructura que sostenía el techo de lona. Un oficial, con cara de circunstancias, cierra de golpe la compuerta: “A partir de este momento están a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Cualquier intento de fuga será reprimido con las armas”.
–Usted –me dijo–, ¿se acuerda de mí?
–No.
–Yo estaba a cargo de los conscriptos cuando el general Onganía apadrinó la escuela.
¡Por Dios! ¡El tipo recordaba mi enojo cuando sus colimbas se habían emborrachado y molestaban a las alumnas! Ahora él estaba al mando del operativo. Los otros me preguntaron, pero no quise hablar.
Delante, un camión con soldados que nos apuntaban. Detrás, otro; por sobre la cabina, tres caras adolescentes asustadas, se asomaban con sus armas. Nos sorprendió ver que nos llevaban por el camino que pasa por Piedra del Aguila y Chocón y dedujimos que nos llevaban a Neuquén. Sobre el río Collón Cura, hay un desvío que entra a Sañicó; un camino por el que no pasaba nadie en esa época, y el Padre Mateos, conocedor de la zona, atinó a decir “acá nos matan”. Sin embargo seguimos por la ruta. Los otros habían logrado bajar la mano haciendo correr y girar la esposa, pero en mi barral había algo que lo impedía. Mi mano estaba congelada, dormida; hormigueaba en forma intolerable. Me paré pero un grito me hizo sentar de golpe; los colimbas nos apuntaban directamente. Conseguí meter la mano entre el fierro y la lona para descansar de a ratos. Ya estaba oscuro y el frío era insoportable; nadie tenía mucho abrigo y nos castañeteaban los dientes. Paramos en Piedra del Aguila y nos hicieron bajar de a uno. Al sacar la mano me quedaron en la palma dos tiras en carne viva porque la piel se había congelado y quedó pegada al metal.
Llegamos a Neuquén, al Comando, a las 6.30 de la mañana. De allí nos mandaron al penal. No me acuerdo por dónde entramos, sólo recuerdo un pasillo con dos rejas al final que se abrían a ambos lados. Mónica iba delante y la escuché gemir cuando entramos a otro pasillo y vio la celda. En esa primera la hicieron entrar. A mí me llevaron al otro extremo. Se escuchaban alaridos y una radio a todo volumen. Después supimos que eran dirigentes del S.U.P.E. de Plaza Huincul. Ya no había hombres en el sector donde nos ubicaron a Mónica y a mí. Las celdas medían 1,90 de largo por más o menos 1,20 de ancho. Dos guardias mujeres que no pasarían de los veintipocos años me empujaron hasta el fondo y, a la orden de “desvístase”, comencé a poner la ropa sobre la cama. Tiraban de mis dientes para ver si eran postizos, metían sus dedos en mis oídos... Ya casi habían terminado cuando apareció la jefa y de un brazo las sacó al pasillo preguntándoles quién les había dado orden de hacer aquello. Furiosa, ni me molesté en escuchar la respuesta mientras me vestía. Una vez que cerraron la puerta, me sacudió el golpe seco del pasador y quedé sola.
La luz en la celda estaba permanentemente encendida, sólo veía luz natural cuando me llevaban al baño, al que decidí ir con mucha frecuencia aunque sólo fuera a lavarme las manos para caminar un poco. En cada incursión tosía para que Mónica me diera una pista, pero nunca escuché nada, ni siquiera que se abriera su celda. Eso me preocupaba mucho. Una mano había abierto el ventanuco y me había entregado los cigarrillos que estaban en la cartera. No tenía ganas de fumar, cosa insólita. Para almorzar, aunque vaya a saber qué hora era, me trajeron puchero. Después de comer encendí un fósforo e hice una marquita en la pared con la parte quemada para ir contando los días; siempre y cuando no alteraran el ritmo de comidas, podría llevar el cálculo. Más tarde se volvió a abrir el ventanuco y una mano me entregó el rosario que también estaba en la cartera y que no había pedido. Supe, por el anillo, que era la jefa. Fue la misma que dos días después, con mucho sigilo, abrió la ventanita y susurró “los sueltan”.
–¿Y Mónica? –le pregunté.
–Está bien, quédese tranquila –cerró de golpe y le dijo a alguien: “la estaba vigilando”.
Al tercer día de nuestra llegada a Neuquén nos reencontramos los cuatro detenidos en una oficina donde un oficial mostraba los libros que habían incautado en la escuela; cada uno tenía que decir a quién pertenecían, dato que se anotaba prolijamente en listas. El Padre Mateos admitió que El ejército azul de la Virgen de Fátima era suyo, y yo, que Las revoluciones del motor pertenecía a la biblioteca de la escuela.
No tuve mejor idea que pedirle al oficial que me hiciera una certificación de que habíamos estado detenidos por la razón que fuera esos cinco días para presentar al Consejo Provincial de Educación y justificar nuestras inasistencias. Cuando me la entregaron no paraba de mirar alternativamente al milico y las hojas. Estas eran del tipo borrador de los blocks Coloso, pero el contenido era lo más fantástico que había visto. Decía: “Certifico que Mario Rivadero, Mónica Bonini y Delia Boucau estuvieron detenidos en averiguación de antecedentes desde el 1º de diciembre hasta el 5 inclusive. Firmado: Ernesto Trotz”. Eran sólo tres renglones sin margen superior ni laterales. Ni lugar ni fecha, ni membrete o sello alguno.
Salimos al gran patio deslumbrados por el sol y escuchamos gritos vivándonos. Caminamos hasta el portal de entrada y las casillas de guardia, donde tuvimos que identificarnos otra vez. Ni bien salimos un tropel se nos acercó para abrazarnos. Alcancé a ver a mi hermano y cuñada. Nos dijeron que don Jaime rezaría una misa en la catedral. Hacia allí fuimos y monseñor, cansado, con ojos brillantes y su gran sonrisa, nos abrazó. Al salir del obispado para ir a la iglesia, la señora Manuela de Vega, jefa de supervisores del Consejo, nos estaba esperando para abrazarnos. Fue a título personal. Para la institución, tal vez hubiera sido mejor que no existiéramos, porque cuando más tarde mandé los certificados se me dijo verbalmente que cómo se me había ocurrido sentar semejante precedente. ¿Qué quisieron decir?
Supe, muchos años después, quién nos había acusado y pedido que investigaran. Por la amistad que me une a sus familiares (que fueron quienes me lo dijeron) no voy a dar su nombre. Además, ya murió.
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