Domingo, 20 de julio de 2008 | Hoy
Por Juan Pablo Bertazza
Se podría llevar más lejos aquello de que todo gran poeta escribe a lo largo de su vida siempre el mismo poema, y decir que ese poema o canción es también similar a sus entrevistas. Hay compositores que llevan grabada en su cerebro una estructura rítmica impecable que no pueden dejar de lado, ni siquiera a la hora de hablar con los periodistas. Uno de esos casos es el de León Benarós, un hombre de 93 años que, además de pedir por favor que le hable fuerte “porque está ligeramente sordo”, hizo de esta entrevista en La Continental de Retiro algo muy parecido a una canción: introducción, dos estrofas, conclusión y un estribillo que repite con un entusiasmo irreproducible. El hecho de que su sorprendente y heterogénea obra no sea tan conocida parece confirmar que lo que hace verdaderamente grande a la literatura argentina no son tanto las figuras de primer nivel como sí una serie de hombres descollantes que se mantienen semiocultos en segundas líneas. Poeta existencial como lo demuestran sus libros Décimas encadenadas (1962), Memorias ardientes (1970) y El bello mundo (1981), y poeta popular en sus romances criollos que despertaron los elogios de figuras de primerísimo nivel como Pablo Neruda (“León Benarós le dio al romance su verdadera magnitud, alcanzando un nivel que ni el mismo García Lorca había tratado de profundizar”) y Manuel Mujica Lainez, a quien sólo conoció por cartas (“Ha dado con el idioma y el tono justos; y cuánta sabiduría, cuánto conocimiento evidencian sus composiciones. Es mucho lo que he revivido y lo que he aprendido al voltear sus páginas”); Benarós compuso además temas de folklore (“La tempranera” fue cantada por Mercedes Sosa en el Teatro Colón, y hay en Tucumán una orquesta que toca siempre esta canción antes de empezar su repertorio), de tango (escribió “Oro y barro” con Mariano Mores) y hasta de candombe (junto a Sebastián Piana hizo un disco rarísimo llamado Cara de negro). “Yo me siento cómodo tanto en lo existencial como en lo popular. A mí me llamó la atención que casi todos los países desarrollados tuvieran un cancionero popular muy importante, mientras que acá había cosas de la historia que no habían sido cantadas, y quería llenar ese vacío con personajes populares. Me ayudó haber vivido en varios lugares del país: nací en Villa Mercedes (San Luis), pero muy chiquito vine a Lomas de Zamora, después viví en La Pampa y en Mendoza, donde tenía una casa con más de diez habitaciones y se hacían grandes guitarreadas bien populares; había de todo ahí, hasta adivinos. Teníamos un horno permanentemente prendido con jarilla porque los jueves venía gente a recibir una bolsa de pan, teníamos nuestros pobres, por eso el horno siempre estaba prendido. Tengo un gran respeto por el artesano, por la gente de pueblo; el yuyero, por ejemplo, que conoce las virtudes de cada yuyo y arranca la planta como pidiéndole disculpas.”
–Primero, la extensión. La canción no debe tener más de tres minutos porque, si no, no la canta nadie. Después hay formas dadas que condicionan al letrista: una chacarera, por ejemplo, tiene dos estrofas, después un bis, después una repetición y un estribillo. En la poesía, en ese sentido, hay más libertad.
–Yo formé parte de una comisión examinadora de candidatos en Sadaic. Y di un curso sobre teoría y práctica de la canción popular, para aprobarlo podían hacer décimas, un soneto o cambiar la letra de una canción. Les enseñaba el oficio, hubo gente hoy importante que pasó por ese curso. Se pueden aprender ciertas cosas, pero... una vez estaba en una reunión de escritores en una confitería de Salta, al atardecer, con varias chicas curiosas. “¿Cómo se hace un cuento? ¿Cómo se hace un soneto?”, me preguntaban, y yo les explicaba, hasta que les dije: “Igual, un poco de talento siempre viene bien”.
–Sin lugar a dudas, el poeta es el gran rescatador porque recoge cosas que para la mayoría de la gente pasan inadvertidas; es la voz del que no habla y del que no ha pedido hablar, del que perdió la voz o nunca la tuvo.
Pero, además de darles voz a diversos personajes populares como Don Apolinar barber, Zunco Viejo y Don Mateo Pereyra, y de inspirarse en cebollas, ajos y hasta en las barbas de los muertos, León Benarós bautizó también a sus colegas y amigos bajo el nombre de la generación del ’40.
–Casi nada, ¿no? La nuestra fue una generación, yo diría, diversa, coherente y brillante. Estaban Cortázar, Enrique Molina –con Una sombra donde sueña Camila O’Gorman creó un nuevo tipo de novela argentina–, Olga Orozco –que además de escribir hermosos poemas y ser muy buena periodista hacía horóscopos–, Daniel Devoto –que hace poco falleció y fue profesor del Instituto Musicológico de Poitiers y de la Escuela Normal Superior de París–, Miguel Etchebarne –nacimos el mismo año y teníamos mucha relación; publicó un libro que se llama Juan Nadie, una especie de epopeya de compadritos del que Borges dijo que era el libro que le hubiera gustado escribir, pero nunca pudo– y Alberto Mario Salas (mucha gente no lo debe conocer, pero fue un gran clasificador arqueológico y gran conocedor de los cronistas de Indias).
La historia tiene un lugar destacadísimo entre los numerosos y eclécticos trabajos que desarrolló Benarós a lo largo de su vida. Escribió un libro llamado Cultura ciudadana dividido en tres tomos (la sociedad argentina, la cultura argentina y la política argentina) del que llegaron a venderse 100 mil ejemplares y donde les hablaba claramente a los estudiantes de asuntos ya impostergables. “Ahí demostraba yo por qué había que estar de acuerdo con la recuperación patriótica del justicialismo, recién vengo del médico y me dijo que él estudió en el bachillerato con ese libro.”
Pero especialmente brilla en los ojos de Benarós la pasión por la pequeña historia, los acontecimientos casi microscópicos que, con su misma vena poética, él se encarga de rescatar: desde el primer número de la revista Todo es Historia (mayo de 1967) viene escribiendo, de hecho, una sección que se llama El desván de Clío, donde da rienda suelta a su pasión por la pequeña historia popular, como él mismo la llama, y que comienza a enumerar como si fueran las cuentas de un collar:
–Por ejemplo, en la Buenos Aires colonial se produjo un motín de monjas porque, al fallecer la superiora, una mulata quería entrar al convento para reemplazarla, diciendo que en la casa de Dios no podía haber diferencias. ¡Y al final entró! El general Lamadrid, un personaje que tenía como 40 heridas, muchas mortales, repartía antes de cada batalla caramelos entre sus soldados (como en los cumpleaños de los chicos) y hacía el pan, pero alguien le robó la fórmula y entonces inventó una especie de emplasto como si fuera un pastelito seco que, agregándole agua caliente, se transformaba en una sopa muy sustanciosa porque le ponía de todo. Por supuesto, esa fórmula no se la pudieron robar nunca. Otro caso curioso es también cuando le bolean el caballo al general Paz porque ahí cambia la historia argentina: era el hombre más importante entre los unitarios, un gran estratega. Tal es así que Rosas lo quiso incorporar a su ejército, pero él no aceptó: se fue a Montevideo y después a Río de Janeiro, donde tenía un tambo con unas vaquitas. Cuando bolean a su caballo se sortean su ropa los soldados, lo dejan en la camilla. Pero entonces llega el jefe y le da la mano y una moneda, y para él es una cosa conmovedora que un enemigo le ponga una moneda en la mano y también se da cuenta de cuál es su situación, pobre prisionero que le dan una moneda. El caso de Facundo también es muy curioso: él sabía de memoria partes de la Biblia, se había educado con un cura y tenía un caballo, el famoso Moro, que le daba opiniones. Hubo un día en que el caballo no se dejaba montar y Facundo perdió la batalla de La Tablada. Parece que el caballo tenía razón.
–En Domingos para la juventud, dentro del jurado, estaba el profesor Candial, que era como el malo de la película; pero la verdad que era malo en serio. Estábamos al aire y citó un libro del escritor y juglar mendocino Juan Draghi Lucero, autor del Cancionero popular cuyano. El decía que un libro suyo de 1968 se llamaba El cuatro patas, y yo me permití corregirlo en público, cosa que no le cayó nada bien: el libro se llamaba El tres patas, justamente porque Lucero tenía un perro rengo. El profesor malo, sin embargo, no dijo nada, pero vino un viejito del jurado, creo que Roberto Talice, y me pidió que no volviera a corregirlo al aire.
Lo de Odol pregunta fue una experiencia muy linda. Empecé trabajando en la casa Odol, curiosamente, como técnico de impresiones: me contrató Hernán Clare, el jefe de publicidad, porque me encontró en una peña de Cosquín a la una de la mañana escribiendo a máquina porque nos había fallado un periodista de una revista de folklore y tenía que llenar el hueco. Después me nombraron jurado y organizador del programa. Algunos temas para responder los proponíamos nosotros y otros, los mismos participantes. Yo le tomé el primer examen a Claudio María Domínguez, que tenía siete años de edad, y me contestó todo sin una sola falta de ortografía, increíble, tenía una memoria fabulosa. Y decían que estaba todo arreglado pero bien que, en un momento, él les empezó a hacer preguntas a algunos miembros del jurado que pasaron verdaderos papelones. Ahí fui jurado de pájaros también. Había uno que quería responder sobre pájaros, entonces le digo: hay un ave zancuda que no es propia de la provincia de Buenos Aires, pero visita las lagunas y tiene nombre de un sabio que fue director del Museo de Ciencias Naturales, aunque está mal denominado por un error de pronunciación. “Efectivamente –me dice–, es la Chunga burmeisteri, en homenaje a Germán Burmeister.” ¡Ese tipo sabía en serio! Y con nosotros dejó de cargar leña en los vagones, porque le publicamos un libro hermoso sobre pájaros, con ilustraciones y versos, que le dio unos buenos derechos de autor. Pero lo que nunca me voy a olvidar es de un señor que quería responder sobre Física atómica. “Caramba”, le digo. “Mire, no se asombre tanto –me contestó–. Yo tengo mi sexto grado completo y no repetí ningún grado, ¿eh?” Y yo, en tren casi de broma, le pregunto: “¿Usted se anima a armar un reactor atómico?”. Su respuesta fue maravillosa.
Mire, si me dejan, yo me las rebusco; es cuestión de ponerse, es cuestión de ponerse.
(Nota: estas palabras serán repetidas en otros momentos de la entrevista, como remate de alguna anécdota, por León Benarós.)
Entre tantos trabajos, León Benarós se dio el lujo de cultivar la amistad de diversas luminarias de las letras y la música argentinas, con algunas de las cuales llegó incluso a la pantalla grande. “Con Piana, además de grabar en 1980 el disco Cara de negro (12 candombes y pregones de Buenos Aires), trabajamos juntos para la película Derecho viejo, de la que hizo la banda sonora, recién comenzados los ’50. Yo había escrito una milonga sin música, en homenaje a Eduardo Arolas, un tipo tan intuitivo que lo admiraba hasta Piazzolla, que no admiraba casi a nadie. Estaba yo en un juzgado practicándolo y el secretario era muy amigo de Manzi, que estaba en Radio El Mundo; se lo hago escuchar y me dice: ‘Esto es para Piana’. Así que le puso la música y aparece al principio de la película Derecho viejo, dirigida por Manuel Romero, y actuada por Narciso Ibáñez Menta y Laura Hidalgo.”
Algo similar ocurrió con el mismo Borges, con el cual Benarós participó en 1964 en la película Carlos Gardel, historia de un ídolo, dirigida por Solly. “De mi obra, a Borges le encantaba y sabía de memoria, sobre todo, mi poema sobre la vida y muerte del Chacho Peñaloza, le dediqué una milonga y aún formo parte de ese trabajo bárbaro de Vaccaro que es la Asociación Borgeseana. Me llama Solly y me invita a participar en un proyecto sobre Gardel con fragmentos de noticieros, canciones y películas del Zorzal, en el que estarían Borges con su Fundación mítica de Buenos Aires, Cadícamo y José Portogalo. Yo iba a participar escribiendo en verso sobre el encuentro entre Gardel y José Razzano. Pero antes de aceptar le digo a Solly: ‘Tengo dos datos sobre usted, que es un gran director y que no le paga a nadie; yo trabajé mucho ya y estoy quemado, así que quiero saber quién me va a pagar’. Entonces me manda a la oficina de un muchachito que quedaba en el Palacio Barolo, y él me pagó. Después del estreno me enteré de que no había cobrado nadie. Me agarra Solly y me dice: ‘Acá no cobró ni Borges, ni Cadícamo; le confieso una cosa, sólo les pagué a los que me apretaron’.”
–El Chacho me interesaba porque era un caudillo bondadoso y nada prepotente, llegaba a una población y no avasallaba, iba a los hospitales a pedir limosna para sus soldados. Lo consideraban como un juez de paz, le pedían consejo y hasta los políticos lo aprovechaban. Cuando le propuse la idea, Cafrune aceptó enseguida porque se sentía muy identificado con el Chacho. Primero hice todas las letras, tratando de adaptarlas: por ejemplo, si se trataba de una cosa en Santiago del Estero, tenía que ser una chacarera; si era en Tucumán, una zamba. El director de la empresa era un inglés que no entendía nada del Chacho, pero dejaba hacer. Cuando lo terminamos me felicitó y me dijo que ése era el mejor momento de Cafrune como cantor. Se vendieron como 30 mil discos en pocos meses y él pensaba que iba a ser un disco de catálogo.
–Me llama Ben Molar cuando estaba en Odol... para participar en lo que sería su disco 14 con el tango. Entre D’Arienzo y Marianito yo elegí a Marianito para que me hiciera la música. Nos reunimos con Mores y le digo: “Dos deditos, por favor, porque si yo le tengo que poner letra a tus arreglos ampulosos, no sé cómo voy a hacer”. Entonces decidimos hacer una cosa campera, tipo “Adiós, pampa mía” y ahí surgió “Oro y gris”, excelentemente interpretada por Nito Mores.
–Falú me preguntó una vez si me animaba a escribir una biografía sobre él, que quería sacar una editorial española. Por supuesto acepté, pero no venían las pruebas de la editorial y me mandan el libro ya publicado que decía en la tapa Ernesto Sabato y León Benarós. Llamo a la editorial y protesto: “Señor, yo fui el único autor, ¿cómo puede ser?”. “No –me contestan–, lo que pasa es que se lo habíamos dado primero a Sabato y, como no lo pudo hacer, escribió un prólogo. En la próxima edición le vamos a poner que usted es el único autor.” No le digo envidioso, pero una vez me encontré con Falú en Sadaic y viene Sabato, nos mira y me dice: “¿Usted vive acá?”. Como si estuviera celoso de mi amistad con Falú.
Justamente acerca de Ernesto Sabato, León Benarós tiene una anécdota más que jugosa (aunque hay que decir que “anécdota con Sabato” es casi un clásico de la intelectualidad argentina): “Yo iba a hablar por teléfono a la calle Viamonte, casi San Martín, y los veo a Sabato y a Borges en la vereda (todavía eran amigos, porque después se distanciaron) y me piden que los acompañe. Sabato me pregunta si tengo un poema mío a mano y yo, que no suelo sacar a pasear mis poemas, justamente tenía en ese momento uno que se llama Muerte de Juan Lavalle, de 200 estrofas. Lo ve y dice: ‘Caramba, esto es muy conmovedor; porque esta gente se ha jugado la vida para evitar la profanación de un cadáver’. Le digo: ‘Efectivamente es así, si quiere saber más, en la Biblioteca Nacional hay mucho material sobre Lavalle’. Y Sabato tomaba nota de todo. Inmediatamente le dice a Borges que, justo que Bianco estaba de vacaciones, él podía publicar ese poema en Sur. Borges se pone el papel en el bolsillo y a los dos meses me llama Bianco: ‘Venga a corregir las pruebas de Muerte de Juan Lavalle’, que terminó ocupando en la revista Sur, número 149, catorce páginas a doble columna. A Sabato se le pegaron palabras de mi romance. Usted recordará que Sobre héroes y tumbas no tenía nada que ver, al principio, con Lavalle y después sí. Bueno, ese después sí, fue por mi poema. Fue el puntapié inicial, un disparador.
Mire, si me dejan, yo me las rebusco; es cuestión de ponerse, es cuestión de ponerse (risas).
Antes de irnos, León Benarós me cuenta que, en este momento, Horacio Salas está escribiendo un libro sobre él.
–Tengo bastante reconocimiento en distintos ámbitos culturales, sí, el premio a la trayectoria del Fondo Nacional de las Artes, personalidad emérita de la cultura argentina; pero la verdad es que no he movido nada por mi publicidad. Hay gente que quiere estar por todos lados y busca protagonismo. Yo no he buscado protagonismo, no me interesa y hasta me molesta.
Finalmente, se levanta de la mesa y le alcanzo el bastón. Entonces dice:
–No lo uso porque lo necesite sino para parecerme a Borges.
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