Domingo, 20 de julio de 2008 | Hoy
MENDOZA
En su novela Balas de plata, ganadora del Premio Tusquets, Elmer Mendoza crea uno de los más memorables detectives de la narrativa negra latinoamericana.
Por Fernando Bogado
Balas de plata
Elmer Mendoza
Tusquets
256 páginas
Varias han sido las páginas que la crítica literaria le ha dedicado a uno de sus fetiches predilectos: el policial negro. En alguna medida, el detective –hostigado por la ley del Estado, demorándose en las huellas para encontrar al autor del ilícito, estático adorador de la belleza fría e ideal de alguna clienta o sospechosa– es la mejor máscara que el crítico puede llegar a encontrar para realizar la infaltable auto referencia. Y si todo detective tiene algo de crítico literario, Elmer Mendoza en la novela Balas de plata (acreedora del III Premio Tusquets Editores de novela) construye a uno de los mejores y más calificados ejemplares de esta especie que haya aparecido en el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea en mucho tiempo: Edgar “El Zurdo” Mendieta –claro: las mismas iniciales–, personaje afecto al ceviche, los amores imposibles y los casos peligrosos. Y, por supuesto, también a la literatura. El Zurdo no la trae fácil: obsesionado por un amorío de un pasado no tan lejano, Mendieta –presa de la melancolía que el blues ha inventado– asiste a la terapia del Dr. Parra con cierta incomodidad para superar el mal trago. Mucho más efectivo que el psicólogo, el detective se vuelca de lleno a su trabajo, más específicamente, al último caso asignado: la investigación del asesinato de Bruno Canizales, abogado –hijo del ex ministro de Agricultura y aparente candidato a la presidencia, el ingeniero Hildegardo Canizales–. La bala de plata que atravesó la sien de Bruno es apenas la pista que da comienzo a una serie de conexiones que el homicidio cristaliza: basta mencionar el vínculo que se establece entre el gobierno y el narcotráfico, la aparente importancia en el descubrimiento del culpable del avejentado Marcelo Valdés –líder del cartel mexicano que encuentra en su hija Samantha la amenaza más contundente a su régimen–. Pero a esto debemos sumarle la participación de la víctima en las actividades de la Pequeña Fraternidad Universal (una suerte de secta new age), su incipiente gusto por el travestismo y las descarriadas pasiones hetero, homo o bisexuales que mantuvo en su vida.
Una de las características más destacables de la novela es la forma que el autor elige para narrarla: de un confeso cuidado por la escritura y aceptando la influencia de escritores como Joyce, el texto está compuesto por capítulos breves que, en un mismo párrafo, mezcla diálogos, hechos pasados o monólogos de los personajes al mismo tiempo que recupera en sus páginas giros particulares del ámbito urbano y suburbano mexicano, y por sobre todo, el argot del narcotráfico.
Mendoza asegura: “Aspiro a crear una literatura a partir de la mezcla cultural que soy. No sé si esa mezcla funciona completamente porque todo me cuesta mucho, siempre estoy corrigiendo. Tengo de Borges pero también de Arlt, y por si fuera poco, de Macedonio Fernández, para ubicarme en el contexto argentino. Un coctel múltiple me determina, incluyendo el sueño de la literatura que se apoya exclusivamente en el lenguaje, hasta la estética de la violencia, donde me muevo con bastante propiedad”.
Mendoza, quien reparte su tiempo entre la escritura y la labor académica (es profesor de la Universidad Autónoma de Sinaloa), cuenta con una obra narrativa que atestigua su búsqueda literaria. Basta mencionar trabajos como El amante de Janis Joplin (2001), donde las conexiones entre política y narcotráfico abren un vínculo extraño con los últimos días de la famosa cantante de blues; o el título Efecto tequila (2004), novela de espías con gusto rioplatense (“Trabajé Efecto Tequila en Buenos Aires. Transcurre allí, con personajes porteños.”) Pedro Páramo y El llano en llamas de Rulfo, Noticias del imperio de Fernando del Paso o breves menciones al “detectivesco” Ricardo Piglia, las citas literarias abundan en una novela en donde el lector se ve interpelado a fijar los ojos en el texto y no perder ni un detalle, efecto esperable de una prosa vertiginosa que requiere la mayor atención. Balas de plata es el mejor ejemplo de que crítico y detective comparten un peligroso afán al cual renuncian (o pretenden renunciar) por prudencia: la verdad. Después de todo, y en palabras de Mendoza, “cada novela policíaca es una revelación de la realidad. Muchas veces, la realidad que todos pretendemos disimular”.
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