Domingo, 20 de julio de 2008 | Hoy
CUCURTO
La negritud en los albores de la Patria es la sustancia de un nuevo libro, y un nuevo gesto, de Cucurto.
Por Mauro Libertella
1810
La Revolución de Mayo vivida por los negros
Washington Cucurto
Emecé
237 páginas
Los últimos libros de Washington Cucurto vienen plagados de una iconografía personal que estalla en la portada, la contratapa o la solapa. Es un gesto que envuelve al libro; le arma un marco de recepción y va construyendo un imaginario que para algunos está más allá de la literatura, y que para otros es el gesto literario puro. En ese sentido, la de Cucurto es una literatura pero es también un procedimiento, una estrategia que se destila tanto en sus libros de poemas y en sus narraciones como en los libros que edita, con Eloísa Cartonera. Amparados en esa idea de la construcción de una figura que sirve para producir, podemos leer 1810. La revolución de Mayo vivida por los negros. Las primeras diez páginas del libro son un paradigma absoluto: condensan un puñado de operaciones cuyos riscos más vertiginosos son el crisol de géneros (una carta, un prólogo ficcionado, un poema), la diatriba como toma de posición y la edificación de una mitología personal (“Ni en pedo, nadie compraría un muñequito de Borges, de Cortázar, de David Viñas, vos tenés tinneiyers, tickis, grupies que te siguen a morir”, le dice un amigo). A partir de entonces, 1810 tiende a lo excesivo, a la desmesura. Los Cucurto habrían sido hijos ilegítimos de San Martín. El Libertador de la Patria es gay y trafica marihuana. Los soldados argentinos arman orgías monumentales e incurren en la necrofilia y otras perversiones. Estas son algunas de las imágenes que Cucurto enhebra con esa prosa cargada de sonidos, musical, de profundos matices y de una velocidad pasmosa.
Si bien 1810 es un libro cucurtiano nítido, de pura cepa, también podríamos afirmar que es el modo que encontró de sacar a su literatura de la pura repetición: mezclándola con otros discursos, inyectándola de nuevas imágenes, de escenas que se renuevan. En este sentido, la proyección temporal a una Buenos Aires de 1810 implica una modesta inflexión en la obra del autor, dado que la empresa exige lidiar con algunas cuestiones formales propias de situar una narración hace 200 años. Frente a esto, Cucurto decidió desatar el chaleco de fuerza del verosímil absoluto, y pensar la narración como un juego. Así, se leen frases como: “¡Pero si La Habana, ni Cuba, ni Argentina existen todavía, bestia iletrada ahistórica!”.
El estado de la crítica respecto de la obra de Cucurto se divide en dos extremos de igual intensidad eufórica: un nivel extremadamente básico en donde se discute si Cucurto escribe bien o mal, y un nivel excesivamente complejo, en donde se busca desarmar el mecanismo de su obra, sus intenciones, en un gesto cercano a los modos más comunes de leer la obra de César Aira. Esa confusión, esa rara ambigüedad, es todo mérito de la obra. Y todo lo demás –la parafernalia pop, la mitología, el seudónimo– no son más que modos de materializar el axioma básico de sacarle solemnidad a la literatura.
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