Domingo, 2 de noviembre de 2008 | Hoy
Mientras en la Argentina acaba de aparecer su último libro, Crematorio (Anagrama), en España comienza la revisión de la obra de Rafael Chirbes con la publicación de Mimoum, su primera novela. Mientras esa primera novela aparecía en plena euforia por la transición de España del franquismo a la democracia, la última revela los destinos de toda una generación a la que pertenece. De la resistencia al ingreso en el primer mundo, de la modernidad y el consumismo al estallido de la burbuja inmobiliaria, Chirbes revisa en esta entrevista la relación de su obra con los últimos treinta años de la historia de España.
Por Angel Berlanga
Rafael Chirbes cree que la literatura es trabajar con la sensibilidad de un tiempo y eso sintoniza de manera armónica con las novelas que viene publicando desde hace veinte años. De acuerdo, la frase es demasiado abarcadora: su propia sensibilidad en torno a la de los tiempos y los sitios en los que le tocó vivir. Algunos datos biográficos, pues, para empezar: nació en 1949 en Tabernes de Valldigna, Valencia, estudió historia en Madrid, fue militante comunista, cayó preso junto a una célula a comienzos de los ’70, en 1978 se fue una temporada a dar clases de español a Marruecos y a masticar qué le pasó, qué estaba pasando en esa España de la transición tras la muerte de Franco. Una década después, ya en plena euforia socialdemócrata, publicó su primer libro (finalista por entonces del Premio Herralde), Mimoum, que en septiembre se reeditó en su país a la par que Mediterráneos, un volumen que reúne una serie de artículos aparecidos inicialmente en la revista Sobremesa, para la que escribe sobre vinos y viajes y se publica este mes, también en la Argentina. En el otro extremo de su novelística está Crematorio, publicada a fines del año pasado y merecedora en abril de 2008 del Premio Nacional de la Crítica. “Me doy cuenta de que he contado la biografía de mi generación”, dice del otro lado de la línea telefónica que es Beniarbeig, otro pueblo valenciano, a diez kilómetros del Mediterráneo. Ahí vive ahora.
El asunto es, claro, cómo cuenta Chirbes a una generación que enfrentó al franquismo y luego desembarcó en el primer mundo europeo y en el consumo, crecimiento económico y burbuja inmobiliaria, y cómo combinan aquellos ideales de juventud con lo que se fue diciendo y haciendo después y cómo, a esta altura, les repercutió. Hay un contraste implacable entre la amargura que campea en su narrativa y las imágenes entusiastas que refleja como sociedad, en general, España, sus medios, sus políticos. Al menos así fue hasta hace muy poco, previo a la crisis que se viene, que ya está. Chirbes muestra cómo detrás de los brillos y pompas y novedades y metros cuadrados subyacen dolor, soledad, incomunicación e hipocresía. Se habla del cruce entre lo íntimo y lo público como si se hubiera acabado de descubrir, pero eso ya está presente en La Biblia y también en Mimoum, una historia que tiene como protagonista a un “perdedor” de una generación que, en 1988, disfruta de las mieles del poder socialdemócrata, un perdedor que comprende, en Marruecos, que no existen los paraísos artificiales. Aquel cruce es también constitutivo de Crematorio: el constructor que la protagoniza evoca, a partir de la muerte de su hermano, su vida familiar, íntima y maniobrera respecto del poder político para ir haciéndose cada vez más rico. Es sencillo: Chirbes no concibe en su narrativa lo público sin lo privado, y viceversa.
“Me gusta mucho que los personajes se defiendan solos, cargarlos de razón, incluso a los que pueden parecer más indeseables”, dice, y prenuncia cierta incorrección política que desarrollará algo más adelante. “Yo creo que todos los personajes tienen que tener sus razones y su justificación en la existencia, porque si no, en lugar de novelas, haces hagiografías –explica–. No se trata de condenar ni salvar, sino de exponer. Siempre digo que los novelistas no somos ni sacerdotes para dar esperanzas, ni políticos para engañar, ni jueces para condenar, ni psiquiatras para curar. Intentamos contar lo que no aparece en el lenguaje cotidiano, desgastado después por la prensa, la radio e incluso la misma novela que cuenta desde lo establecido, desde los códigos afectados. Creo que las novelas que nos interesan son las que se escapan de ese código e intentan mirar desde otro lado. Lo que decía Proust, que cada obra de arte crea un mundo, porque nos sorprende y nos pone una nueva cota desde la que mirar, un lugar que no imaginábamos, una posición que existe y que no se ha nombrado.”
En estos días atraviesa, dice, su característico “período de convalecencia” que sobreviene a la escritura de una novela, en el que se siente incapaz de escribir narrativa. Durante ocho o diez meses, dice, siente un desconcierto que deriva del desplazamiento que le produce el agotar una mirada en pos de una novela. “Cada uno tiene su relación con lo que escribe, cada escritor tiene su neurosis, pero en mí se instala esa sensación de que el libro te saca de un lugar desde el que mirabas y te coloca en otro, nuevo”, explica. En estos meses acepta dar charlas y escribe ensayos, o prólogos, trabajos a pedido, siempre que los temas o autores caigan en sus “espacios de preocupaciones”.
“Es que si no me paso todo el día leyendo y me termino aburriendo”, dice. Tiene ya listo, anticipa, un libro que entregó a su editorial. ¿De qué tratan los textos? “Hay uno sobre La celestina como libro de destrucción total –arranca–. Otro es sobre novelas de guerra, rasgos que aparecen en Jünger, Remarque, el Viaje al fin de la noche, todo ese mundillo: cómo el paisaje se va convirtiendo en pos humano y llega prácticamente hasta ahora, hasta La carretera de Cormack McCarthy. Luego, hay una reivindicación de Galdós, de cómo entre los novelistas españoles de mi edad no hay uno que le tenga un rasgo de simpatía o que siquiera le dedique unas líneas; hay un descrédito absoluto por él, lo cual es bastante raro, porque no me imagino a los franceses renegando de Balzac o a los ingleses de Dickens. Hay dos artículos contra la manipulación de la memoria de los últimos años, que se apoya en lo sentimental, en las víctimas de la guerra: se aprende poco leyendo toda esa narrativa que ha salido, ¿no? En otro hablo de cómo todos se han convertido en víctimas: el clima, las mujeres, los niños, todo el mundo es víctima y eso nos complace, porque nos hace sentir humanos y así quedamos satisfechos con nosotros mismos, porque sentimos piedad, ¿no?”
Chirbes dice que fue desolador escribir Crematorio. “Una novela es a la vez una indagación hacia fuera y hacia dentro de uno –señala–. Un psicoanálisis; no en el sentido freudiano, pero sí implica una inmersión en los propios puntos de vista, ilusiones, cosas. Y la verdad es que el libro es muy demoledor. ¿Lo ha leído usted?”
Sí.
–¿Y qué le parece?
–Está muy cerca de Los viejos amigos, de acuerdo.
Ese es el título de su penúltima novela: es la reunión en una cena, alrededor del año 2000, de unos amigos cincuentones que, en los últimos años del franquismo, formaron parte de un grupo de militantes comunistas en Madrid. Los aglutinó aquella célula, se reúnen ahora: Chirbes pone a cada uno de sus personajes a narrar su monólogo interior, en primera persona, y traza las sendas, las vidas, de un constructor con inmobiliaria, un escritor frustrado, un pintor que es vigilante en Eurobuilding, una profesora, una publicista: ahí están sus miedos, pérdidas, fracasos, miserias, consuelos, reproches. Miradas sobre sí, miradas sobre los otros. Sobre lo que fueron y lo que son. Todo a partir de monólogos internos en los que los personajes recrean diálogos, recuerdan, cuentan qué hacen, describen, reflexionan. “El ruido dentro de mi cabeza”, dice Rubén, el protagonista de Crematorio, a quien Chirbes también pone a hablar en primera persona.
Su narrativa, dice, está evolucionando como la de Galdós: cada novela es más oscura que la anterior. “Sólo los cínicos y los iluminados parecen hablar claro –señala–. Los iluminados porque han perdido el norte, y los cínicos porque ven que la única forma que tienen de llegar es ver la realidad como es y no dejarse engañar con tonterías. Los trepas. Pues yo creo que el proceso que va desde La larga marcha, que tiene un cierto toque épico, hasta Crematorio, refleja cómo la sociedad va por caminos que cada vez me gustan menos. Al mismo tiempo yo también voy por un muy mal camino, que es el de la vejez. Se me juntaron ahí una serie de elementos muy explosivos, y la terminé muy mal: me costaba leerla y corregirla. Pero luego pasa el tiempo y te curas: ahora le encuentro muchos rasgos de humor negro. Siempre leo con la traductora alemana y le digo mira, esto es una cita encubierta, y comentamos el sentido de algunas frases; con ésta ella se reía mucho, porque encontraba toda la mala leche que tiene, quieras que no. Yo creo que de los libros te curas, y por eso es tan malo, con perdón, hacer entrevistas. Porque cuando hablas de ellos ya pasaron, ya estás en otro sitio. En mi caso, que soy escritor por compulsión, o por vocación, lo que hace el libro es resolver las contradicciones sobre el papel, enfrentarte a ellas.”
–Bueno, uno no elige, es elegido. Hay un libro que me gusta mucho, Diálogo con el arte, de René Huygué, en el que dice algo que está muy bien: es claro que Goya refleja la guerra, pero también refleja lo amargo de la vida. Y no como testimonio, sino porque eso forma parte de su mundo. Sí, yo soy muy pesimista en los grandes conceptos. Y luego, en las cosas de la vida, bastante práctico: las dificultades me las tomo como tarea. Tengo buena relación con la gente, charlo con todo el mundo, me entretengo con nada, hablo por los codos con los amiguetes del bar. Es una práctica utilitarista. Pero luego, digamos, mi ser en el mundo lo llevo muy mal. No sé dónde colocarme.
–Quizá todos los libros reflejan esa especie de arcadia imposible, porque aunque en el bar me llevo bien, en cuanto las relaciones empiezan a complicarse salgo huyendo. Siempre todo se complica: “Mi suegra no ha venido a mi cumpleaños”. “Yo regalé y no me han regalado”. Entonces, como dice un personaje, quiero mucho a la humanidad pero odio a cada uno de sus habitantes. No me creo demasiado las grandes palabras, en cada época se habla y se escribe de una manera y no se pude estar bien cuando todo está mal alrededor. Tampoco me creo el nido de amor, pongamos un sofá, cojámonos de la mano, veamos tevé juntos, mi amor, que la vida está fatal. En cuanto a lo físico, que tan atractivo se nos presenta ahora, eso es un pozo ciego y negro. Como dice la Gaite en sus cuadernos, eso es el tren de la bruja: entras, mucha excitación, pero cuando sales no queda ni fundamento ni nada. Estos amantes que se besan, se muerden, como si fueran a comerse unos a otros; nadie se puede comer a nadie. Lo malo es que acaban comiéndose unos a otros después de cocinarse. Bueno, por circunstancias de la vida soy bastante escéptico y nunca me creí lo de los hippies, eso de que eran como hermanos, en la hierba, saltando desnudos, follando, y tal. Ahí tenemos una parte sombría y oscura que excita y da miedo a la vez, pero cuando esa parte se quita nos interesa un pimiento el cuerpo del otro.
Chirbes trabaja cada vez más con lo que llama “material de derribo”: palabras e ideas que provienen de otros libros películas, artículos. Al final de Crematorio lo hace explícito en una nota. “Recuerdo que en La caída de Madrid había un personaje que era empresario y me gustaba mucho porque se ponía a recordar Valencia, su infancia, y lo que hacía era repetir escenas y frases de Guerra y paz –cuenta–. Bueno, creo que usamos estilemas para trabajar, todo el mundo. Nadie inventa nada. Somos todo lo que hemos leído, esos son los instrumentos que tenemos. Y luego, pues lo nuestro es esa mezcla entre lo de dentro y lo de fuera. Siempre digo que los libros nacen de una indagación hacia dentro, pero lo que quieren es capturar lo de fuera.”
Busca que sus libros estén bien escritos, claro, pero qué significa eso, se pregunta solito. “Pues mira, lo que decía Pavese –se aclara–: juntar un sustantivo y un adjetivo que nunca habían estado juntos para que nazca una luz nueva. Algo así. Lo que no soporto es el afán de belleza. Lo decía Gaite: olvídate de la forma, porque la necesidad, cada libro, trae la forma. Cuando estás buscando la forma haces retórica; en eso me gustan mucho los escritos sobre literatura de Hermann Broch, que dice que la búsqueda de la belleza por la belleza es lo kitsch. A Galdós le critican que no tiene estilo: ¿qué demonios es el estilo elevado? Lo que hay son temas, y cada tema marca un estilo. Uno de los libros de escritura más deslumbrante que conozco es La muerte de Virgilio, de Broch, y es un escritor que dice que la belleza es un timo. No hay más belleza que la que lleva al conocimiento.”
Se define como “bastante marxista en lo social”. “Pero no me preocupa para nada si mis novelas van a ser progresistas o reaccionarias: serán lo que yo sea –dice–. De Galdós aprendí que el personaje más lúcido es el cínico. ¿Por qué? Pues es el que tiene que romper la costra de la ideología para llegar arriba. Luego, los peores personajes suelen ser casi siempre los intelectuales, porque se mueven en espacios ideologizados que son mentira. Un objetivo de todos mis libros es indagar qué hay debajo de los lenguajes falsos. Los viejos amigos, por ejemplo, fue coger tema a tema todo lo que me había construido como ciudadano y demolerlo. Y decir: todo esto ya no sirve para nada, son lenguajes vacíos. Se ve en Crematorio, también: la burguesía ha terminado el siglo XX con una victoria tan aterradora que ha dejado sin ninguna palabra a los de abajo que los una. No sirve hablar de proletariado, porque ni siquiera queda. ¿Qué nos une a nosotros? Pues no lo sabemos. ¿Explotados, explotadores? Pues tampoco, porque eso es muy confuso, es una terminología obsoleta y no hemos construido otra. Y ellos sí, veo que las multinacionales se reúnen y tienen el G8 o el G14. Han ganado el lenguaje y lo usan ellos.”
A partir de La larga marcha, publicada en 1996, quinta novela, su narrativa se pobló de personajes a seguir, a oír, personajes que pertenecen a sectores variados y le permiten múltiples vivencias y enfoques. En ésta abarca a los padres de su generación, en la posguerra, y a la resistencia universitaria antifranquista: el libro llega hasta la detención de la célula. La caída de Madrid, la sexta, transcurre en la víspera de la muerte de Franco y despliega, también, una serie de historias de coherencias y traiciones de personajes de diversos ámbitos y clases sociales de cara a lo que se les viene. ¿Por qué estuvo preso Chirbes? “Eso no se cuenta en las entrevistas”, responde. “Odio las declaraciones del tipo yo que luché contra el franquismo, yo que estuve. Me parece que es una forma de justificar y envilecer las peores ignominias. Todo nos está permitido porque sufrimos tanto, luchamos tanto. No soporto el lenguaje de falso victimismo. Porque es curioso, pero aquí sigue siendo la derecha la causante de todos los males, cuando resulta que la izquierda ha mandado la gran mayoría del tiempo. Sí, dicen, pero los bancos y el Rey siguen siendo de derechas. El Rey a Aznar le daba la mano a un kilómetro de distancia, y a Felipe González lo ve y lo abraza, porque los dos tienen las listas de golferías que han hecho”.
“Una novela no sirve para nada, pero sabemos que los tiempos se elaboran en determinadas sensibilidades, ¿no? Es muy significativo que unas cosas y no otras se conviertan en discurso de uso. ¿A qué condujeron todos los egotismos de antes de la guerra? Hay que estar muy prevenidos en que la palabra está cargada de explosivos. Yo creo que en esas construcciones de la mente lleva la humanidad cuatro mil años.”
Está por dejar de sonar la voz de Chirbes desde Beniarbeig, pueblo de tradición agrícola reformateado al turismo y la construcción, unos 1729 habitantes según último censo.
“¿Qué son las novelas? Pues cuentos morales. Didácticos. Eso lo decía Benjamin. Es ponerte en el dilema del bien y el mal. Es hacer que unos personajes te caigan simpáticos y otros antipáticos; que escuches a todos y que tú mismo tomes posición. El culebrón, lo mismo que la alta literatura con estilo elevado, se basan en eso.”
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