Domingo, 2 de noviembre de 2008 | Hoy
¿Por qué los bestsellers son cada vez peores? ¿Cuál es el motivo por el que la millonaria y aceitada industria de crear tramas adictivas y efímeras entrega obras que no resisten un verano? ¿Por qué incluso los probados bestsellers de ayer autodestruyen sus mejores personajes? La aparición de La apelación, de John Grisham, es una excusa perfecta para sentar al bestseller en el banquillo de los acusados.
Por Rodrigo Fresán
UNO Advertencia: esta página no incluye en ninguna de sus líneas la expresión “literatura y mercado”. Lo siento. O no.
DOS No pasa demasiado tiempo sin que alguien afirme que la literatura está en crisis, que ya no se escribe como antes, que la gente busca en las librerías trash-food y no haute-cuisine.
No creo que estén en lo cierto.
La literatura no está en problemas. Ahí están los clásicos de siempre finamente reeditados y el flujo de nuevos y celebrables nombres no ha sido interrumpido por fenómeno natural o artificial. Los lectores –me permito establecer aquí una diferencia entre lector y leedor– no tienen nada que temer: los editores –me permito establecer aquí una diferencia entre editor y reeditor– siguen y seguirán cosechando prosa noble. Y, sí, hasta es posible que alguno de ellos venda mucho porque no olvidarlo nunca: Bellow y Fitzgerald y Greene y Hemingway y Nabokov fueron bestsellers. Y antes que ellos Austen, Defoe, Dickens, Goethe, Sterne, Twain y Voltaire.
Existe un mundo mejor y ese mundo está en éste.
TRES Lo que sí está pasando por una grave crisis es el bestseller. Los bestsellers están cada vez peor escritos. Y no me refiero aquí a firmas que suelen ascender alto en las listas –como Amis, Auster, Ballard, Ellroy, Irving, McCarthy, McEwan, Murakami, Roth, LeCarré o a bestsellers de culto como DeLillo, Pynchon y Wallace– sino a los encargados de gestionar policiales, romances, novelas de terror, sagas históricas, esas cosas... Digámoslo así: comparados con Dan Brown y sus demasiados epígonos de la conspiración boba, gente como Robert Ludlum, Irving Wallace o Morris West adquieren hoy –comparativamente– la categoría de Balzac, Hugo y Zola. Sus novelas estaban bien construidas y había una cierta preocupación por que sus personajes fueran algo más que máquinas de correr rápido y parlotear teorías absurdas.
Y qué decir de milagros como el Poderes terrenales de Anthony Burgess donde –contados por un “héroe” que recuerda a Somerset Maugham, discutido bestseller en sus días que hoy tiene la estatura de inmortal– figuran todos y cada uno de los elementos de varios bestsellers potenciales puestos al servicio de una gran trama marcada a fuego por las ambigüedades de ese otro superventas por el que se jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y después, claro, mentir.
CUATRO Y tal vez no sea culpa exclusiva del escritor de bestsellers sino un delito en complicidad con el leedor de bestsellers. Alguien a quien ya no le interesa una lectura ligera a cargo de un autor profesional como Robert Harris –y, hay que reconocerlo, cuyas ventas a menudo financian la publicación de obras más artísticamente arriesgadas y comercialmente riesgosas– sino, sencillamente, unirse al rebaño de la moda. Y leer el libro que están leyendo todos para después poder conversar con todos sobre ese libro que todos leyeron.
Y allá vamos de nuevo: sábanas santas, catedrales misteriosas, pequeños hechiceros, vampiros juveniles, secretos y profecías de auto-ayuda, manuscritos y teoremas, títulos incluyendo apellido de prestigio y prestigiante por ósmosis (Dante, Shakespeare, Mozart y que pase el que sigue) y esa suerte de artefacto maquiavélico que es El niño con el pijama a rayas perteneciente, como La ladrona de libros, al ya subgénero niño + esvástica.
Y por ahí pasa parte del problema: hoy por hoy, cada pasajero bestseller genera una cantidad de veloces y efímeros clones. Hubo un tiempo en que un libro muy vendido producía la polución de varias películas sobre el mismo tema. Ahora, en cambio, engendra varios libros y, casi todos, peores que el original que nunca suele ser demasiado bueno.
Hasta hace poco no era así. El meritorio Stephen King recordó que fue el éxito de El exorcista de William P. Blatty lo que finalmente le permitió publicar –bajo su propio nombre y bien pagado– las novelas de tema sobrenatural que siempre había querido escribir. Pero, atención: King no publicó entonces calcos de posesión demoníaca sino productos originales y loables como Carrie, Salem’s Lot y la formidable El resplandor. Ahora, por cada sabroso Hannibal Lecter –a quien su autor autodestruyó en uno de las gestos más inexplicables en la historia del género– hay cientos de indigestos en serie.
El fenómeno ha conseguido, incluso, la paradoja centrífuga de un autor obligado a plagiarse a sí mismo y a no poder escapar de la fórmula que lo hizo triunfar a no ser que se lleve a cabo la fuga de maneras más bien extrañas. Anne Rice –autora de la admirable Entrevista con el vampiro– degradó hasta extremos inconcebibles su historia privada de los chupasangres en demasiados tomos para, hoy, dedicarse fervorosamente a novelar la vida y pasión y muerte y regreso volador desde la tumba de Jesucristo, vampiro a su manera. Y John Grisham –funcionando como una bien aceitada máquina a la que se le pide un bestseller judicial al año con el ocasional sabático de comedias familiares– es también un buen ejemplo de ello. Sólo que no parece tener problemas con saberse máquina de escribir. E ignoro si Grisham –quien hace poco confesó que lo que hace “no es literatura”– es consciente de que el thriller legal comienza con la publicación de Casa desolada de Charles Dickens. Lo que sí debe y tiene que saber Grisham –250.000.000 ejemplares vendidos, tiraje de primera edición alcanzando los 2.000.000, el único en conseguir siete números 1 durante siete años consecutivos– es que lo suyo es mucho peor y tanto más apresurado que lo que hace su colega escritor/abogado Scott Turow. Donde Turow pretende –y consigue– la densidad social de la que alguna vez hicieron gala Dreiser o Cozzens o Farrell, Grisham se conforma con buenos buenísimos y malos malísimos, tramas sostenidas casi exclusivamente con el andamiaje de jerga y maniobras tribunalicias y la infinita inventiva de los corruptos. Además, escribe muy mal. Dicho esto, La apelación –su Opus 20– está por encima del nivel al que nos tiene acostumbrado. De acuerdo, vuelve a imperar un maniqueísmo enervante y una superficialidad pasmosa en la caracterización de personajes que intuyen una veloz encarnación en celuloide –con nada de los claroscuros morales y la gravedad ética de filmes como Michael Clayton– pero cumple su cometido y se las arregla para conseguir el veredicto de inocente.
El argumento de La apelación –imponiendo la tarima sobre el estrado in/justiciero– es una más astuta que inteligente variación de My Fair Lady. Ahí, un diabólico magnate que ha perdido un juicio multimillonario que provocará un efecto dominó de nuevas demandas. Por lo que decide apelar pero, antes, se fabricará un juez de la Suprema Corte no a su imagen y semejanza pero sí que apoye sus intenciones. Un intachable ángel a control remoto para asegurarse un buen día en la corte. Y lo que distingue y sorprende de La apelación –no se dirá nada más al respecto– es el modo en que, por una vez, Grisham se escabulle de su propio sistema con un final inesperado o, mejor dicho, realista.
CINCO Días atrás leía en The New York Times un artículo que hablaba de recetas, métodos y estrategias para conseguir un bestseller seguro. Todos los consultados apuntaban que hoy buena parte del asunto pasa por leer en Internet lo que les gusta o les gustaría leer a los lectores. Entonces recordé el final de la entrevista que, en 1977, le hicieron al genial Kurt Vonnegut –otro de esos bestsellers raros– en The Paris Review. Allí, Vonnegut cerraba con las siguientes palabras: “Propongo que cada persona que no tenga trabajo se vea obligada a enviar el informe de un libro antes de que le den su cheque de la seguridad social... No escasean los buenos escritores. Lo que nos falta es una masa de lectores fiables”.
Y tal vez, quién sabe, uno de los efectos secundarios será que todos aquellos que leían el libro del momento porque les sobraba el dinero regresen, ahora, mansos a la más económica pantalla del televisor. Mientras tanto, los lectores puros de librería pequeña y sabia seguirán con lo suyo y no es que se vaya a vender más libros buenos. Pero tal vez desciendan un poquito las ventas de libros espantosos en las grandes superficies zombis.
En cuanto a los reeditores consultados por The New York Times –esos que rechazaron el primer libro de Grisham veinticinco veces antes de su publicación– todos llegaban a una misma conclusión: “Nadie tiene la clave”.
Mejor así.
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