Domingo, 4 de enero de 2009 | Hoy
Viajes, fronteras y destinos se cruzan en una atrapante novela del ascendente escritor francés Laurent Gaudé.
Por Fernando Bogado
Eldorado
Laurent Gaudé
Salamandra
240 páginas
Giorgio Agamben ha propuesto, desde una perspectiva biopolítica, que el lugar por excelencia desde donde debe ser pensada la evolución del mundo occidental (tanto en términos jurídicopolíticos como metafísicos) es el campo de concentración. Laurent Gaudé, con la sutileza expositiva que suele identificar a la literatura, rectifica: el lugar desde donde toda miseria humana debe pensarse y discutirse (sea la disciplina que fuere) es la frontera. Eldorado, novela editada originalmente en 2006, no es otra cosa que la presentación descarnada de las situaciones límite a las cuales son expuestos los numerosos migrantes que año tras año intentan pasar al otro lado no solamente para ver mejoradas sus oportunidades laborales, sino también para desafiar a un destino cruel que ya los ha condenado de antemano.
Novela de muchas historias, pero fundamentalmente de dos: la de Salvatore Piracci, comandante italiano de una embarcación destinada a interceptar las defectuosas embarcaciones africanas que intentan arribar a costas europeas, y la de Soleimán, un joven sudanés que intenta llegar a Europa y que se ve enfrascado en el cruel mercado de transportes ilegales del cual todo emigrante participa, lo quiera o no. El drama de cada una de las historias no pasa solamente por el lugar que ocupan con respecto a ese límite geográfico y vital (¿quién vive o sobrevive de un lado o el otro?), sino también gira en torno a un conflicto de edades, de motivaciones: Piracci está viejo, y descubre lentamente que ha empleado su vida en una ocupación poco reconfortante, quedándole únicamente la alternativa de realizar el viaje opuesto al que llevaron a cabo todas esas pobres personas que entregó a las autoridades a lo largo de veinte años de trabajo. Soleimán, por otro lado, es joven, sabe que corre con la ventaja de un cuerpo fuerte a la hora de atravesar las vicisitudes de un camino cuya duración no puede medirse.
Entre las dos travesías encontramos personajes que completan el panorama del conflicto que el autor busca retratar. Por ejemplo, la mujer que Piracci recibe en su casa de Catania al comienzo del texto, esa que rescató dos años antes de una paupérrima embarcación y que sigue aferrada a la muerte por inanición de su hijo durante la travesía. O Yabar, el hermano de Soleimán, el cual da todo por conseguir que él supere la prueba del viaje, pero que sabe –en un silencio que une profundamente a ambos– que no habrá vuelta atrás, que hay algo de definitivo en ese adiós. ¿Y qué decir de ese momento épico en donde 500 emigrantes se arrojan sin armas a la frontera ente Marruecos y Ceuta (terreno español) para que sólo unos pocos lleguen a la meta? Los retratos son muchos, y la novela sabe aprovecharse de ellos con una prosa exacta, que en breves páginas y en capítulos de rápida sucesión sabe dibujar el contorno de un problema que cualquier lector podrá rápidamente trasladar a su ambiente local, a cualquier ambiente.
Laurent Gaudé ha logrado con este relato un excelente texto que se suma a otros laureados o exitosos trabajos suyos, como El legado del rey Tsongor o El sol de los Scorta. Africa e Italia, paisajes de estos dos textos, se reencuentran de una manera formidable en este trabajo.
Eldorado no es la historia de un conjunto de “inmigrantes”. Tomarlo desde esa perspectiva supondría un error fundamental del cual Gaudé quiere salvarnos en todo momento: hablar del extranjero con este término es colocarnos en el lugar de la potencia que recibe, que alberga a estos desdichados aventureros que han decidido arriesgar su vida antes de sucumbir a una miseria local, que pone guardias en sus límites para cortarles el paso. Eldorado, muy por el contrario, es una novela de emigrantes, de pérdida y nostalgia, de personas que se han atrevido a la renuncia final sólo para tratar de alcanzar esa ambición que anida en sus ojos, esa ambición que no solamente es la de la riqueza, sino también la del bienestar último, la del paraíso que cualquier religión construye con el fin de apaciguar la angustia de la misma pregunta que aqueja a moribundos y viajeros: ¿Qué nos espera del otro lado?
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