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Domingo, 4 de enero de 2009

Conoce al que habla

Un chico se queda mudo sin motivo aparente. Y de grande, ya recuperada el habla, sigue indagando en las causas del trauma. Una original y bien construida novela de Gabriel Báñez con la que ganó el Premio de Novela Letra Sur.

 Por Angel Berlanga

La cisura de Rolando
Gabriel Báñez

Editorial El Ateneo
221 páginas

Ah, la comunicación, la comunicación. “No preguntes qué es el lenguaje: conoce al que habla”, se lee en los Upanishads, y suena bárbaro, pero por qué no preguntar, cómo conocer al que habla, cuántos lados tiene ese por conocerse. Y ¿cómo hacer en el caso de Rolando, el protagonista de esta novela?: a los once años se quedó mudo, “una afasia temporal postraumática”, pero no tiene idea de cuál fue el trauma. Nadie, a su alrededor, parece saber la causa. Igual hay que buscar una solución: la madre, costurera, por ejemplo, prueba con unos cuantos especialistas médicos, expertos en cuerdas vocales, videntes, psicólogos, espiritistas, promesas a Pancho Sierra, pero no hay caso. El chico se maneja con notas escritas en papelitos y cree que “dejar de hablar fue una ventaja” que lo distinguía entre los pibes del suburbio, años cincuenta, pero la presión de mamá y de unas tías arpías para que sea normal y no una desgracia es fuerte, así que él también prueba por las suyas: electromagnetismo, ventriloquia por correspondencia. Luego, ya desalentado, se compenetra con el código Morse. Y después, con el transcurso del tiempo, una escritura más sistematizada.

“¿Hay alguien? Escribo por método, es como usar la armónica o el telégrafo –anota Rolando, Báñez–. El sonido es parecido también, aunque a veces me parece que repiqueteo para nadie.” Es casi al final de la adolescencia y de la primera parte de la novela: el chico narra sobre sus tentativas de comunicación, sobre la (problemática) relación que existía entre sus padres y, también, sobre sus fantasías y experiencias con las chicas: más allá de algunos destellos de felicidad, todo bastante fallido. Sordidez, frescura, crudeza, desamparo, iniciación: Báñez le da voz a este pibe con humor áspero y franqueza incorrecta y dan ganas de escucharlo, de leerlo, de ver qué le pasa a esa criatura, pongamos, arltiana. Una reivindicación, capaz, para su soledad en la ficción, bancada un tramo por un padre desopilante que recita el Eclesiastés en calzoncillos y por el ingeniero Behrenz, un técnico de radios y televisores con teorías electromagnéticas aplicadas a las relaciones humanas. Rolando aprende de él: cuando aparecieron las primeras antenas de tevé una tarde, justo con el comienzo de la señal de ajuste, cortó el cable y se colocó un polo en la coronilla, pegado con un chicle, y otro en la punta de la lengua: a ver si así. Estuvo como quince minutos, concentrado. “No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre”, cuenta.

En la segunda parte, Báñez (que ganó con esta novela el Premio Internacional Letra Sur 2008) da un salto fenomenal: Rolando sigue contando en primera persona pero ya anda por los cuarenta, es ingeniero topográfico, acaba de separarse y recuperó el habla hace más de veinte; se sabe, ahí, que pasó por episodios de disociación, chaleco químico, etc. Pero zafó, eso quedó atrás y ahora, inquieto por unas ganas bárbaras de adoptar un chico, se manda con un terapeuta lacaniano que lo maltrata a conciencia: es lo que necesita, el precio a pagar para conseguir “otra mirada”. “¿Nunca terminaste de asumirte, Rolando?”, le pregunta el pelado Moran en una sesión, la que recuerda como “la más brutal”. “De que sos más puto que las gallinas”, oye tras la repregunta. “Creo que le dije –evoca Rolando– algo así como que más puto sería él y su padre y su abuelo y lo único que atinó a responderme muy suelto de cuerpo fue que todos los hombres teníamos inclinaciones homosexuales. Pero no lo expresó en estos términos: “Tarde o temprano –murmuró–, todos quieren ser empomados”. Lo fenomenal del salto está dado por el contraste entre el chico y el adulto, sus relatos en primera persona, sus búsquedas de sentido detrás de las palabras y de las relaciones. Y, también, por las coincidencias: “El psicoanálisis es ilusión pura”, dice Moran, y de ilusiones puras estaba repleto aquel chico mudo. Báñez proyecta en el tiempo y en el relato una época sobre otra, una parte sobre otra, y le deja al lector para que componga las formas de los campos electromagnéticos. Y, no demasiado hindú, parece sostener: “Pregunta qué es el lenguaje: conoce al que habla”.

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