Domingo, 1 de febrero de 2009 | Hoy
Una novela-ensayo entramada y concebida entre Marlene y Zoé.
Por Jorge Pinedo
El ángel azul
Zoé Valdés
Gedisa
120 páginas
Por encima de contenidos, imágenes, guión, en fin, lo que transcurre en la pantalla, el cine tiene la subjetiva propiedad de materializar en forma vívida tanto los más temidos fantasmas como aquellos ardientes deseos que marcan la vida. De paso, acota en escenas el despedazamiento de la angustia al tiempo que instala en objetos reconocibles el despilfarro de los sueños. Si la crítica erudita, entre la teoría y la experiencia se inclina decididamente hacia la primera, la escritora Zoé Valdés apunta sin titubear hacia el criterio opuesto, se planta de cuerpo entero ante ese espejo en que se convierte la pantalla y observa a Marlene Dietrich en su obra maestra: El ángel azul (Der Blaue Engel, Josef Von Sternberg, 1930). De reojo, de frente, de costado, en retrospectiva, en proyección futura, borda sobre ese fondo de plata las imágenes de su infancia cubana, la huida a Francia en 1995 convertida en anticastrista hasta la necedad, sus viajes a Alemania a fin de visitar los templos en honor a la divina Marlene, vuelve al barrio y a la escuela habanera para evocar revistas gastadas, en fin, salta de la ficción a la crónica. Movimiento de la escritura ejecutado con tanta economía y rapidez que produce el efecto de situar la realidad en el film que hace de referencia. Colabora en la acrobacia literaria el hecho de que la edición contenga fotogramas del film original que van graficando los momentos narrativos al modo de conectores lógicos entre una escena y la siguiente, entre lo autobiográfico y lo ficcional, entre una ficción y otra que en su sumatoria componen una nueva presencia. Propiedad tanto de la capacidad narrativa de Valdés (usualmente más proclive a cierto naturalismo minimalista) como de la misma consigna de la colección La película de mi vida que ha convocado a otros escritores a trabajar en forma semejante: Alberto Manguel con La novia de Frankenstein, Paul Julian Smith con Amores Perros, Salman Rushdie con El Mago de Oz, Charles Torner con Shoah, entre muchos otros.
Sin despeñarse en la autobiografía, Valdés prefiere hacer de sí misma un relato de elaboración cultural donde los ciclos de cine en blanco y negro de la televisión cubana brindaban un bagaje preliterario. El marco de opciones encabezado por la Dietrich se complementaba con Carlos Gardel, Hugo del Carril, Libertad Lamarque, Silvia Pinal, Mirtha Legrand y María Félix, que era el “rostrazo” por excelencia, La Doña de la cinematografía latinoamericana. Instantáneas de una adolescencia que se prolongan en la construcción de una feminidad, como cuando descubre, por sus vestidos originales, que Marlene medía 1,65, igual que ella y, sin embargo “¿cómo podía representar esa estatura impresionante desde la que observaba con altanería? Muy simple, aunque poco evidente: porque arqueaba la ceja como nadie, me he dicho mil veces a mí misma”.
Entonces Valdés y Dietrich componen una obra que el encasillamiento “ensayo novelado” desmerece, pues más bien se trata de un dúo de cabaret donde ambas cantan: “Yo estoy de la cabeza a los pies/ hecha para el amor”.
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