Domingo, 30 de agosto de 2009 | Hoy
Horacio Zabaljáuregui preparó una tan necesaria como completa antología de la obra poética de Olga Orozco, incluyendo también textos narrativos y artículos autobiográficos.
Por Juan Pablo Bertazza
Relámpagos de lo invisible
Olga Orozco
Fondo de Cultura Económica
312 páginas
Una gran paradoja de las vanguardias históricas es que su obsesiva búsqueda por igualar vida y obra terminó propiciando, en nuestros días, la aparición de obras poéticas despojadas de vitalidad: nada de sangre, nada de transpiración, nada de lágrimas y, mucho menos, de resonancias metafísicas. Gran parte de la poesía actual que, acaso le deba más de lo que reconoce al surrealismo, parece encajonada, entonces, entre un humor casi obligado y una escritura instantánea que más que escritura responde a una cierta trascripción de un estado de ánimo tan coyuntural como superfluo. Olga Orozco parece marcar, aún hoy, el caso antagónico, el camino que pocos quisieron seguir: si bien muchas de sus imágenes están impregnadas de surrealismo, su poesía supo trascender la confianza ciega en esa santísima Trinidad del movimiento que era azar, humor y automatismo, a partir de una poética con vetas religiosas que le reconoce a la palabra su resonancia sagrada, su capacidad para crear y destruir.
Es que la poesía de Orozco se desvive por desentrañar parte de ese doble fondo que siempre guarda la realidad a partir de un lenguaje luminoso, nunca directo, nunca unívoco, lleno de intuición y presentimientos; un lenguaje plagado de oxímoron, con muy bien equilibrio entre la reflexión intelectual y el grito desesperado, la racionalidad y la superchería. Es así que en las constelaciones poéticas de Orozco, ciertos tramos de la vida como la infancia o los amores sin cicatrizar gravitan al máximo en tanto reveladores de conocimiento, al mismo tiempo que se van perdiendo las fronteras entre lo pasado y lo presente, tal como explica maravillosamente en su poema “La mala suerte”: “Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables”. Dado ese afán de totalidad, no deberían llamar la atención dos de los grandes motivos de su poesía: el tapiz y el ovillo que se va deshaciendo; lentamente, muy lentamente pero dando lugar a finales poderosos y sorpresivos que resignifican buena parte del camino andado, como “un mandala que al final se descifra”.
Más allá de la conciencia de los límites que implica poder atrapar esos instantes eternos (“esas regiones que cambian de lugar cuando se nombran”, “la sombra de un eclipse fulgurante sobre el rostro del tiempo”, según sus propias palabras), Orozco logra sacar una buena cantidad de rayos X a esas cosas invisibles al ojo.
Relámpagos de lo invisible, la completa antología que Horacio Zabaljáuregui preparó sobre Olga Orozco, una autora que (casi) todos conocen pero (casi) todos olvidaron, busca dar cuenta, por su parte, de esa misma búsqueda, proponiendo un completo itinerario que va de Desde lejos (1946) –su primer libro que, aunque superado por su obra posterior, le aseguró dar con una voz que mantendría con variantes a lo largo de toda su carrera– hasta su último libro de poesía Con esta boca, en este mundo (1994) sin dejar de incluir también su díptico narrativo formado por La oscuridad es otro sol (1967) y También la luz es un abismo (1995) ni una serie de artículos donde la autora habla, justamente, tanto de su obra como de su vida. Un minucioso viaje relámpago por una obra coherente pero, al mismo tiempo, llena de saltos como ese libro digno de Edgar Lee Masters que es Las muertes donde, a la manera de la antología de Spoon River, Orozco hace hablar en primera persona a diversos personajes literarios –El pródigo de la Biblia, Maldoror, Bartleby y la misma Orozco– sobre su propia muerte; o Los juegos peligrosos donde la autora hace hincapié en lo sagrado de la palabra apoyándose en signos del zodíaco (Orozco hizo los horóscopos de Clarín desde 1968 hasta 1974), la cartomancia y otras ciencias no tan ocultas.
Una obra poética que contiene en todo su esplendor esa vida que buscaban los vanguardistas, no tanto por adjuntarla a su escritura sino más bien por saber trascenderla explorando las regiones invisibles que conviven también con lo cotidiano.
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