Domingo, 30 de agosto de 2009 | Hoy
En los relatos de su último libro, Oliverio Coelho plasma las desventuras de hombres abandonados en una ciudad expresionista para profundizar el camino hacia un realismo anómalo.
Por Patricio Lennard
Parte doméstico
Oliverio Coelho
Emecé
235 páginas
Nunca son creíbles los vómitos en las películas. Por más efectos especiales que haya, si a un personaje le ocurre vomitar, siempre se nota (¿en la textura?, ¿en el caudal?) el artificio. Ni hablar cuando se utiliza el recurso fácil de hundir la cabeza en el inodoro. En esos casos, lo que bien podría resolverse con un simple efecto de sonido, apenas si logra disimular esa acción, imposible de imitar, bajo una forma postiza del decoro. La literatura –por trabajar con las palabras y no verse obligada, como el cine, a forjar verosimilitudes de carne y hueso– no tiene problemas de esta naturaleza. Si un personaje literario llora, es porque el texto dice que llora. La necesidad que el cine tiene de acudir a trucos de utilería es lo que hace que un vómito o esas lágrimas encapsuladas que se despeñan cual cataratas sean pálidos sustitutos de aquello que representan. Pero, ¿de qué modo se nota la utilería en literatura? O mejor: ¿Cómo se las arregla el realismo para evitar que sus costuras se distingan?
Escribiendo bien, por lo pronto. Algo que hasta ahora Oliverio Coelho ha hecho tanto en su trilogía de ribetes sci-fi (Los invertebrables, Borneo y Promesas naturales), como en su novela Ida, donde su elegante escritura daba un viraje hacia el realismo, y que en Parte doméstico lo lleva a incursionar por primera vez en el más riguroso y elíptico terreno del relato corto. De este modo Coelho vuelve a ejercitar ese realismo anómalo, distorsionado, que en Ida les daba el tono a las desventuras de Eneas Morosi, un personaje al que una carta lo anoticiaba de que su novia lo había abandonado, tras lo cual emprendía un recorrido azaroso por una Buenos Aires oscuramente expresionista. Tan sólo el primer relato de Parte doméstico, sugestivamente titulado “El umbral”, acusa cierta deuda con esas distopías de la sociedad que Coelho trabajó en sus primeras novelas y en las que se nota el influjo de la narrativa de Marcelo Cohen. Allí, su protagonista, el señor Reti, vive inmerso en el miedo de convertirse en uno de esos hombres que ve deambular por la calle como zombies, en un mundo en que casi no quedan mujeres y la amnesia se expande como un virus entre los mortales.
El acercamiento que se da entre ambos personajes será tanto o más fallido que el que se produce en “Los demonios”, cuyo protagonista se gana la vida donando su sangre y en un momento se ve tentado a vender a crédito los ojos de su moribunda madre. Esa zona ominosa, esa modulación exasperada de lo real que en Parte doméstico se duplica en la conciencia atormentada de varios de sus personajes (allí Coelho parece haber leído a Gustavo Ferreyra), se advierte también en “Vigilia”, en donde una pareja de ancianos contrata a un joven para que los asista (allí Coelho parece haber leído Aura, de Carlos Fuentes), el cual terminará atrapado en la red de psicopatías y conspiraciones en que sus amos se ciernen.
Otro tanto se podría decir también del personaje exhibicionista de “La presa”, a quien el flirteo de una mujer que él conoce en la iglesia a la que va a rezar cada vez que termina de blandir su miembro por la calle ante señoras desprevenidas no logra sacarlo de ese hábito enfermizo. Y es que en Parte doméstico la realidad es mucho más tiránica con los hombres. Son los hombres los que sufren y terminan en problemas. Son ellos los que sucumben ante mujeres que los usan y los engañan. Como en “Caracas”, en donde una fotógrafa venezolana lleva a Tursi a su hotel para pasar la noche juntos y ampliar así una serie de fotografías de hombres dormidos, sin que haya obviamente sexo de por medio. O como en “Sun Woo”, en donde un argentino conoce en Seúl a una mujer fatal que lo reduce a una suerte de esclavitud sexual, dejándolo solo y encerrado en su departamento. Historias que Coelho narra sin alardes técnicos ni ornamentos innecesarios de la prosa, con un pulso que le hace honor al novelista. Demostrándole al lector que el encanto de estos cuentos se debe al oficio y al talento, y nada a la utilería.
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