Domingo, 30 de agosto de 2009 | Hoy
Una nueva edición castellana pone en foco uno de los últimos textos de Franz Kafka: acosado por la tuberculosis, en medio de la hiperinflación, hizo jugar en La madriguera las últimas fichas de su discretísimo sarcasmo, su sensualidad terrible, sus silencios. La madriguera encierra, quizá, su profecía de más largo alcance.
Por Pedro Lipcovich
La madriguera
Franz Kafka
La Compañía de los Libros
99 páginas
El sujeto tiene garras y está solo; usa las garras para cavar. El sujeto de La madriguera, de Franz Kafka –publicado por La Compañía en traducción de Ariel Magnus–, es un animal pensante que excavó una guarida compleja: si se articulan las referencias dispersas en el texto, resultan unos cinco mil metros de túnel distribuidos en por lo menos diez galerías interconectadas, con ensanchamientos cada cien metros y una “plaza fuerte” central, que el constructor consolidó martillando con su frente hasta sangrar. El relato fue escrito a fines de 1923, siete meses antes de la muerte del autor, y siempre había sido traducido como La construcción.
En estos últimos años se han puesto en entredicho las versiones instituidas para algunos títulos de Kafka. Así, las Obras completas editadas en España por Círculo de Lectores traducen América como El desaparecido (éste habría sido el título preferido por Kafka, aquél lo eligió Max Brod), y en vez de La metamorfosis para Die Verwanlung se limitan a La transformación. El título en alemán de La madriguera es Der Bau, que puede traducirse como “cueva”, “construcción”, “estructura”, “guarida”, “madriguera”, “obra”, entre otras acepciones. Ariel Magnus, en su posfacio, considera que La madriguera es menos alegórico y pretencioso que La construcción. Podría objetarse que la austeridad del monosílabo Bau no se preserva en “madriguera”, con su connotación de antro materno, pero el problema –de solución imposible– es la polisemia del título original: decidir una u otra traducción conlleva el acto, nunca sustentable en Kafka, de establecer un sentido.
Magnus es responsable de la versión castellana, que puede ponderarse sin desconocer la traducción insuperada de Alfredo Pippig –colaborador en la revista Sur y autor de la novela Isla–, en la agotada recopilación La muralla china, editada por Emecé en 1972. La presente edición incluye un prólogo de Martín Kohan, que examina la noción de “kafkismo” y se abstiene de toda referencia al texto prologado. En todo caso, la publicación avanza en el merecido propósito que señala el posfacio: “Sacar este cuento del lugar relegado al que lo condenó la cronología”.
Cuando el relato comienza, la obra ya ha sido construida y el arquitecto –-así lo designa Kafka–, mientras envejece, piensa. La causa de su pensamiento es el miedo: los enemigos, “incontables”, pueden descubrir la madriguera, entrar, matar. La sustancia de su pensamiento es la crítica: la construcción pudo, debió haber sido efectuada de otro modo; pero ya es tarde. La corrupción de su pensamiento es la terrible sensualidad kafkiana: “Me sumerjo cada vez más hondo en los olores hasta que no soporto más”. La detención del pensamiento, su epifanía, es la comunión con esa cueva donde “tranquilo puedo recibir la herida mortal de mi enemigo, porque acá mi sangre es absorbida por mi propio suelo y no se pierde”. El fracaso de ese pensamiento es la acción: en el hartazgo de pensar se atreve a salir de la cueva, y por el mismo hartazgo ha de volver.
Poco después de su regreso a la madriguera se produce el único acontecimiento del relato: un ruidito. Un siseo. Llega de todas partes. Tal vez sea por causa de “la menudencia”, esos animales más chicos, que el constructor ha tolerado en su obra porque los pequeños túneles que ellos cavan traen aire y caza menor: pertenecen al orden de los “asistentes”, siempre imprevisibles, que Walter Benjamin discernió en distintos textos kafkianos. Pero quizá la causa del ruido no sean los asistentes, quizá sea otro animal, un animal tan inmenso como para que el siseo de su respiración llegue de todas partes a la vez.
El relato está inconcluso y, como en otras obras de Kafka, esto puede atribuirse a la propia lógica del texto: la aparición efectiva del segundo animal –que Kafka habría anunciado a su compañera Dora Diamant– implicaría decidir que este ser existe por fuera del pensamiento del primer animal, lo cual de ningún modo está garantizado.
En La madriguera, como en otros textos de Kafka (manifiestamente “La construcción de la muralla china”), la dimensión narrativa no es menos determinante que la dimensión del informe: la precisión y la exhaustividad pueden importar tanto como el acontecer; el hallazgo puede interesar más que la peripecia. La extensión de este texto, que no supera las 60 páginas, facilita el abordaje mediante, quizá, dos lecturas sucesivas: la primera será la del lector de narrativa, que caerá en buscar significados, sorpresas, desenlace. Después, el lector del informe, libre de esas tensiones, podrá detenerse en virtudes poco promocionadas en Kafka; por ejemplo, su discretísimo sarcasmo.
Hay un párrafo en que el protagonista regresa al hogar: “He venido por ustedes (...) y ante todo por tus requerimientos (...), estimando en nada mi vida, después de que largo tiempo cometí la tontería de temblar por ella y demorar el regreso. Qué me importa el peligro, ahora que estoy junto a ustedes. Ustedes me pertenecen, yo a ustedes, estamos unidos, qué nos puede suceder”. El texto y el contexto (pág. 54) hacen verosímil la emoción de este reencuentro familiar. Pero ese “Ustedes me pertenecen...” no se refiere más que a las provisiones almacenadas: el sentimiento de la vuelta al hogar puede suscitarse por la posesión de una carroña. Si La metamorfosis, en 1915, fue un estudio exhaustivo de los vínculos familiares, al Kafka de La madriguera le alcanzan unas líneas para clausurar las dulces imaginerías de la familia moderna.
La madriguera fue escrito en Berlín, bajo la hiperinflación, cuyo particular sesgo de angustia puede rastrearse en las urgencias de acumulación y refugio. También se ha observado que Franz Kafka llamaba “el animal” a la tos que lo acosaba, por causa de la tuberculosis que lo mató unos meses después. Claro que estas u otras circunstancias vinculadas con el texto no dan cuenta de su condición de obra de arte.
Resta examinar si este relato cumple con una condición que George Steiner atribuyó a la obra de Kafka: “La profecía; la premonición de una visión espantosa”. Steiner registró, en el mundo concentracionario de mediados del siglo XX, lo profetizado en textos como El proceso o “En la colonia penitenciaria”. En La madriguera, el sujeto está solo. Su absoluta soledad le duele a cada instante, pero no es existencial sino instrumental: no extraña a Dios sino a un socio cuya ayuda le hubiera permitido salir y volver a su cueva sin perder seguridad. Hubo un pasado –él recuerda, duda, esa historia no se narra– en el que pudo haber “manada” o aun “un charlar con amigos”. Ahora, en su soledad, está rodeado de la menudencia, esos seres cuya presencia sólo responde a necesidades prácticas. Finalmente, el siseo anuncia a un otro, hipotético: “el animal”. Ese sí es un semejante, pero la coexistencia entre ellos es impensable. Tal vez la profecía de La madriguera no se haya cumplido todavía; tal vez esté empezando a cumplirse.
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