Domingo, 17 de enero de 2010 | Hoy
Por Juan Pablo Bertazza
“Siento que tengo mucho para decir, tengo ganas de hablar”, grita Liliana Heker, no al principio sino al final de la entrevista, imponiendo su voz por sobre el chirrido de un acoplado que se recorta por la ventana de su casa en San Telmo. Y aunque en rigor no se refieran a ninguna de las dos cosas, resulta imposible no relacionar esas palabras con la locuacidad que acaba de desplegar a lo largo de una hora y media de charla, por un lado; y, por el otro, con ese principio tan básico como vigente según el cual sólo deberían dedicarse a la literatura aquellos que tienen algo que decir. Porque las ganas de hablar a las que Heker hace referencia tienen que ver, en realidad, con las ganas de escribir. Y entonces lo que iba a ser un encuentro sobre el pasado de su carrera, a propósito de la reedición de sus Cuentos (Punto de Lectura) –desde Los que vieron la zarza (1966) hasta La crueldad de la vida (2001)–, y de sus dos novelas Zona de clivaje y El fin de la historia en (Alfaguara), termina con la posibilidad de vislumbrar el futuro de esta escritora.
Antes que nada, en el prólogo a los Cuentos resaltás que la confianza no es buena para hacer literatura, ¿podrías ampliar esa frase?
–Es riesgoso para un escritor sentirse cómodo: uno siempre es un escritor definido para los otros, pero inacabado para uno mismo. Pienso en mi edad y sé que lo mejor es lo que todavía no hice: hice tan pocas cosas que me queda muchísimo por conseguir. Hay escritores que publican porque están establecidos pero ya no hacen obras necesarias, abandonaron su búsqueda, y eso para mí te saca el estatuto de escritor. Ahora estoy escribiendo un cuento largo que le va a dar título a mi próximo libro de cuentos, y una novela.
Hace ya varios meses que Liliana Heker empezó, entonces, a ver la luz, el sol después de un largo y frío invierno literario que duró casi diez años. El esperado punto final para uno de los bloqueos literarios que más la angustiaron en su vida, un bloqueo que empezó en 2001, luego de la publicación de su, hasta ahora, último volumen de cuentos, La crueldad de la vida: “Hubo muchos momentos, a lo largo de mi vida, durante los cuales no pude escribir y siempre tuve la sensación de que tal vez no iba a salir nunca porque no hay garantía de que uno va a salir. Pero cuando se las busca con uñas y dientes, hay un momento en que las cosas, finalmente, llegan. El primer intento de salir es empezar a buscar salir”, explica esta escritora que dio un gran primer paso en busca de esa salida, al tomar la decisión de no seguir dictando su taller literario: “En compensación, estoy armando un proyecto sobre el oficio de la escritura, me llena de orgullo saber que en mi taller se han formado escritores excelentes como Guillermo Martínez, Alejandra Laurencich, Pablo Ramos, Romina Doval, Raúl Brasca y Samanta Schweblin. Pero hace un año lo dejé porque sentí que me estaba chupando mucha energía creadora, así que el 2009 fue un año de búsqueda y ahora, por fin, volví al trabajo, recuperé la alegría de crear. Yo tengo muchos intereses, tengo pasión de vivir: me fascina mi vida con Ernesto, nos divertimos y compartimos muchas cosas, me fascina viajar, hacer deportes, comer a lo loco; no soy un ratón de biblioteca. Pero mi vida se organiza cuando estoy escribiendo, ése es el eje de mi vida”.
Empezar por los principios
Aunque no es el primero ni el último, “No más llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono”, del cuento “La fiesta ajena”, tal vez sea el más representativo de los comienzos de Liliana Heker, que suelen ser intensos, influyentes y sintéticos como el instante de cargar aire en los pulmones para aguantar la respiración abajo del agua.
Su casi primer comienzo fue “A veces me da una risa”, de su primer cuento “Los juegos”, que escribió a los diecisiete años como respuesta a un desconocido que, en medio de una reunión de la revista El grillo de papel, y luego de leer un viejo texto suyo, le espetó un: “Sí, está bien, pero no es un cuento: en los cuentos la gente fuma, tiene tos, usa sombrero”. Y si bien en ese primer cuento nadie fumaba, tosía ni usaba sombrero, resulta llamativo que trate sobre la bronca contenida de una nena que se quedó callada ante el insulto de una compañerita. También hay en la literatura de Heker comienzos extensos y poéticos que parecen regar con su marea alta la totalidad de los relatos: “Si una consigue no pensar mientras golpea exactamente cien veces la pared con la ventana, el tiempo pasa rápido, muy rápido, y puede ser que cuando menos se lo espere Lucía se despierte y adiós problemas” (“Retrato de un genio”); “Había un árbol del paraíso que era su árbol. Tenía un hueco en el tronco y en realidad no era un paraíso sino un ombú” (“Un resplandor que se apagó en el mundo”); “Del cometa sabíamos que hubo quien se arrojó al vacío para esquivar su llegada, que su cola hendió de luz ciertas noches del año del centenario, que, como la Exposición de París o la Gran Guerra, su travesía por el mundo alumbró inolvidablemente la aurora del siglo” (“La noche del cometa”).
Y por último, aunque no menos importante, también hay comienzos en la literatura de Heker que metaforizan o describen el propio asunto de los comienzos: “En el principio (pero no en el principio del principio) hay un caballo que sube por el ascensor” (“Los primeros principios o arte poética”); “Todo empezó con el viento” (“Cuando todo brille”).
Pero si hablamos de comienzos, resulta imposible no mencionar el célebre primer contacto entre Heker y Abelardo Castillo, a partir de esa carta en la que expresaba sus ganas de colaborar en la revista y a la que había adjuntado un poema: “El poema es pésimo, pero por la carta se nota que sos una escritora”, le respondería inmediatamente Abelardo Castillo.
“El 1° de enero de este año que acaba de comenzar, lo pasamos con mi marido en Mar de las Pampas. Me levanté temprano para escribir y, de pronto, tomé conciencia de que se cumplían cincuenta años del comienzo de todo, cincuenta años que nos conocemos con Abelardo, cincuenta años desde el 1° de enero de 1960, día en que mandé el poema y la carta. Es más, el poema se llamaba ‘Año que se abre’ y lo que no termino de entender es por qué yo sabía con tanta seguridad que ese año iba a ser muy importante para mí: entré a El grillo de papel, escribí y publiqué mi primer cuento, llegué a ser secretaria de redacción de la revista. Fue, sin lugar a dudas, el comienzo de mi vida literaria.”
Si bien fue muy importante la pertenencia a ese grupo, da la impresión que hiciste una carrera muy personal, muy propia.
–Desde mi trabajo en El grillo de papel hasta El escarabajo de oro fui adquiriendo la herramienta de la escritura. De ellos aprendí el oficio, el rigor y el trabajo de escribir un cuento; en eso hay una coherencia de quienes nos formamos no sólo en las revistas sino en la generación del ’60: Castillo, Piglia, Costantini, Battista. Yo era, prácticamente, la única mujer de ese grupo y, tal vez, lo que decís tenga que ver con ese punto de vista particular. Fue algo que me diferenció, incluso un cuestionamiento de esa entelequia llamada mujer, una mujer es tan compleja y desesperada como un hombre, lo interesante es indagar en ese conflicto, no tener un mundo que se justifique por sí mismo por el solo hecho de ser mujer: para hacer una obra no te justifica ser mujer.
O sea que no considerás machista el ambiente literario.
–Para nada: si vos trabajás fuera de la literatura y te pagan menos por ser mujer, hay un drama, pero si sos mujer y escribís, tuviste los recursos para elegir hacerlo, por lo que sos un privilegiado, y contás con lo mismo que cuenta un hombre. Eso no es una dificultad, nunca sentí que se me cerraran puertas por el hecho de ser mujer, me atribuí todos los derechos que quise atribuirme, no sentí que ser mujer me impidiera hacerle a los diecinueve años una dura crítica a Viñas, escritor al cual admiro, por su novela Dar la cara. La gente que me rodeaba creía que la crítica era de Abelardo, esos prejuicios hay que vencerlos. Después, cuando polemicé con Cortázar ya nadie pensaba eso: uno no tiene que esperar que nadie le dé permiso ni le asigne el lugar que tiene que ocupar. Una va peleando por ese lugar, tanto si es hombre como si es mujer.
Antes del principio
Incluso antes de su ingreso a El grillo de papel parece haber en la carrera de Liliana Heker un comienzo antes del comienzo, un comienzo prepolítico que constituye, al mismo tiempo, un comienzo preliterario porque, a la larga, terminó configurando su escritura: “Desde principios de la adolescencia (antes de tener formación política) había en mí una tendencia muy clara a participar y estar en la izquierda. A los quince años, cuando tuvo lugar esa lucha por la enseñanza libre y laica, una compañera me pasó el Manifiesto comunista; entonces fui puliendo ciertas ideas pero el germen estuvo muy temprano. ¿Qué es lo que hace que ciertos individuos, más allá del medio, las influencias y las verdades consensuadas, opten muy tempranamente por una tendencia ideológica? ¿Por qué uno se instala de un lado de la realidad y no de otro? ¿A qué se debe ese primer impulso? Esas preguntas me provocan tanta curiosidad que, pese a haberlas indagado ya en El fin de la historia, estoy volviendo a eso: en mi caso yo creo que tiene que ver con el cuento ‘Anita, la fosforera’ de Han Christian Andersen, que leí a los seis años. Me conmovió esa pordiosera que permanecía en la calle durante Nochebuena, mientras veía cómo festejaban en una casa. También el hecho de que mi madre cantaba, mientras limpiaba la casa, canciones tremendas sobre niños huérfanos y obreritas que morían tísicas mientras limpiaba la casa”.
¿Y cómo desembocó todo eso en tu literatura?
–Bueno, así como en el terreno ideológico existe algo aceptado que se está desmoronando y hace agua por todos lados porque el mundo de la burguesía se encuentra cómodo siempre y cuando elija no ver la realidad, me di cuenta de que había un mundo por contar: lo pequeño, lo familiar, lo cotidiano. Desde el primer cuento, me interesó ese mundo aparentemente normal, diurno y aceptado en el que aparece la fisura, algo que se está desarmando; esas fisuras por las cuales se cuelan la demencia, el horror, el crimen y el absurdo.
Podría decirse que en el comienzo fue la cuentista y después la novelista. En la actualidad, ¿qué género te sienta mejor a la hora de escribir?
–Cuando me puse a escribir Zona de clivaje, mi primera novela, me sentía una cuentista tratando de escribir una novela, quería terminarla lo más rápido posible para volver a los cuentos. Pero cuando la terminé me di cuenta de que me había gustado. Durante la escritura de El fin de la historia, pese a que me costó muchísimo trabajo, confirmé esa necesidad y pude sentirme plenamente novelista. Ahora fluctúo entre las dos posiciones.
Falsos principios
Así como hay comienzos emblemáticos tanto en la carrera como en la literatura de Liliana Heker, también hay principios que la escritora logra desactivar revelando su lado oculto. Así, la infancia, el comienzo de la vida de todas las personas, lejos de ser la etapa añorada y entrañable que muchos suponen y sienten, aparece en los cuentos de Heker de dos maneras distintas: en el caso de los personajes niños, constituye un reservorio de secretos y pasiones ocultas, rencores y perversidades como, por ejemplo, en “Yokasta”, donde se lleva hasta las últimas consecuencias la insinuación de la sexualidad entre un pequeño hijo con su madre, en “Las amigas”, que relata el conflicto que genera una maestra al cambiar de banco a dos nenas que no paran de conversar entre sí, o incluso en “Berkeley o Mariana del Universo”, en el que la hermana mayor vuelve loca a su hermana menor metiéndole en la cabeza, obispo inglés de por medio, que absolutamente todo, incluso la madre y la hermana mayor, es un invento de su propia cabeza. En otros cuentos como “Cuando todo brille”, en el que una mujer se obsesiona con la limpieza de su casa, la infancia es la amenaza que sufren los personajes adultos de cierta regresión teñida de pasividad que se emparienta con la locura: “Los chicos tienen los mismos conflictos que los adultos pero además sin atenuantes: no tienen el colchón del conocimiento de la vida ni cuentan con la hipocresía; tienen virtudes y defectos, pueden ser especulativos, tiernos, sensibles, crueles, insensibles; todo en crudo, por eso a mí me fascina tanto la infancia. Pero lo otro que decís, lo noté con el paso del tiempo: pese a que se trata de personajes y conflictos adultos, hay como reminiscencia, una explicación del origen que se explica en la infancia, esa vuelta está en casi todos los cuentos y hasta explica la adultez, ésa es una fisura. En El fin de la historia hay ciertas escenas de la infancia que podrían pasarse de largo pero terminan repercutiendo en su conducta”.
El otro principio erróneo o apócrifo que se le suele atribuir a Liliana Heker es el concepto de precocidad, contra el cual ella misma parece estar bastante en contra: “La precocidad es problemática porque fui la menor en mi casa, en la primaria, en la secundaria, en mi generación, en la revista; me sentía la menor, trabajé de menor, y parecía menor de lo que era. Eso te da una coartada. Yo me sentía responsable de lo que publicaba, no aceptaba que me perdonaran la vida por ser muy joven pero sí me sentía socialmente muy cómoda en el rol de ser la menor. Y fue muy duro porque llega un momento en que eso pasa, se termina. Me acuerdo la primera vez que vino una chica joven a consultarme algo y yo no estaba acostumbrada a trabajar de maestra, me sentía en el rol de alumna y ese cambio fue fuerte. Es un riesgo muy grande recostarse en la precocidad, eso no justifica ni te define, podés disfrutarlo pero es lamentable seguir trabajando de precoz, hay que aceptar con intensidad cada edad. La precocidad es algo que pasa con los años, los actos y lo que uno escribe no tienen que ver con la edad sino con las personas”.
Angustia de las influencias
Si todo comienzo de un escritor tiene mucho que ver con sus influencias literarias, en el caso de Liliana Heker hay en ese comienzo un porcentaje muy conocido y otro que, por más evidente que resulte, no fue muy mencionado: “Es cierto que los cuentistas norteamericanos como Salinger, Cheever, Hemingway y Flannery O’Connor fueron muy importantes, pero a veces soy injusta porque no suelo mencionar al primero de todos, que es William Saroyan (mi hermana me leía capítulos de La comedia humana). El me influyó mucho, dejó una marca. De cualquier manera, el gran maestro para mí es Maupassant, sobre todo porque puede contar todo: muchas veces cuando estaba perdida con un cuento releía El padre de Simón y me servía de ejemplo. Maupassant podía hablar de todas las clases con la misma neutralidad: estaba lo humorístico, lo fantástico, la locura, lo erótico, él se metía con todo. Lo admiro profundamente porque además tenía una inmensa pasión por vivir: practicaba deportes, viajaba en globo, remaba, era un tipo que quería la vida desde todos lados y tuvo un final horroroso; si hubiera vivido en su época, me habría enamorado de él”.
¿Y de la literatura argentina?
–Para mí los tres grandes maestros son Arlt, en primer lugar, Borges y Marechal; los tres abren distintos caminos. No estoy de acuerdo con los que se quedan sólo con Borges. Entre los cuentistas me quedo con Cortázar y Abelardo Castillo.
¿Tu paso por la carrera de Física puede considerarse también como una influencia para escribir?
–Estudié Física cuatro años, me faltaban pocas materias para terminar; me faltaban más rendir que cursar porque hubo materias como electrónica, de las que ni siquiera llegué a aprobar los trabajos prácticos porque había que armar un circuito electrónico y yo soy muy torpe. Con la Física teórica todo fantástico, pero si tenía que unir condensadores, transitores y todo eso, aparecían los problemas. La ciencia me fascina y me constituye. Primero me sirvió como tema, aparece en Zona de clivaje y en El fin de la historia, también en Vida de familia; y, seguramente, me sirvió tal vez a la hora de estructurar un ensayo, un cuento o una novela; eso vino a compensar una zona muy caótica que hay en mí. Además fui analista programadora en el ’73, hasta el ’76, cuando me echaron por subversiva. En ese sentido estoy agradecida a la dictadura militar porque no hubiera sido capaz de dejar un trabajo estable pero, como me echaron, pude decidirme a trabajar en la literatura y en sus afines, sobre todo en sus afines.
Volviendo a los cincuenta años desde aquel 1° de enero de 1960, ¿considerás que el verano tiene un papel relevante en tu literatura?
–Yo nací en febrero, así que para mí el verano es muy significativo. Además me apasiona el calor, no soy friolenta pero me costaría muchísimo vivir en un país frío. Soy más fértil cuando hace calor. Tiene que ver con la vitalidad, soy más vital en verano y a la mañana: me suelo levantar a las cinco porque a esa hora siento mucha energía y la sensación de que tengo todo el día por delante. Yo renazco cuando empieza la primavera, cuando se acerca el verano. Ahora, por ejemplo, siento que tengo mucho para decir, tengo ganas de hablar.
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