Domingo, 17 de enero de 2010 | Hoy
Horacio Castellanos Moya carga con una conflictiva relación con el país donde creció, El Salvador, y un destino de exiliado. Entre la melancolía y la denuncia su obra provoca creciente interés. Ahora es el turno de un volumen de cuentos “casi” completos.
Por Gabriel Lerman
A diferencia del almacenero de Los adioses, el barman de este cuento observa pero también es observado, y lo que en el primero es el desciframiento de las relaciones entre un puñado de personajes que están relativamente separados de él, en el segundo se le suma el involucramiento, involuntario sí, pero involucramiento al fin del narrador. En verdad, el barman se convierte sin querer, para su desesperación, en un testigo en peligro. Ha conocido durante semanas a un hombre que, cada tarde, se acercaba a la barra a beber gin con tónica. Apenas sabe su nombre, Luis Raudales. Pero él no habla y Raudales tampoco. Le reconoce cierto aire de militar, y también sabe que es piloto de la línea aérea LASA. De pronto, se entera por el diario que el hombre se ha suicidado, una semana antes de casarse. Le despierta curiosidad, alguna inquietud, pero nada importante. Pocos días después, un militar lo encara en la barra y comienza a hacerle preguntas acerca del tal piloto Raudales.
Aunque el almacenero de Onetti se mueva en la zona del chisme, del tejido de suposiciones que simbolizan lo que en el pueblo comienzan a preguntarse acerca de los personajes sobre los que él se interroga, nunca parece quedar expuesto o en peligro. En cambio, contagia al lector, lo vuelve un chismoso más. Esa fue siempre la maestría del texto de Onetti, una invitación al placer novelesco. En el caso del barman de este cuento, y nos referimos a Con la congoja de la pasada tormenta, relato que da título a la antología de cuentos de Horacio Castellanos Moya, la inquietud que se transmite se abre en dos planos: el peligro al que va quedando expuesto el barman y, en relación directa, los sentidos que ese peligro implica, la posición de un ciudadano común frente al Estado. En ambos casos se simboliza algo más, acaso el modo de vincularse frente a la política. Si en Onetti lo político es difuso, pero podría estar un paso más adelante, ser incluso motivo de un desenlace o de una apuesta ulterior, en la superficie de Castellanos Moya la política pareciera estar abatida desde el vamos, no haber posibilidad de nada porque la amenaza que se cierne sobre el barman y los personajes circundantes es inexorable, y en el fondo lo que nos revela es una oscuridad mayor, inmanejable.
La comparación viene a cuento porque el escritor centroamericano transmite en su literatura un tipo de sensación muy específica y extendida en estos tiempos culturales. Frente a ese típico y tan instalado cinismo, a veces nihilismo burlesco o comodidad satisfecha de ciertos escritores latinoamericanos, Castellanos Moya nunca deja de sembrar en sus páginas algunos indicios que matizan y sugieren un modo de la denuncia, del sobrecogimiento del que conoce el horror y, eso, en algún plano, invita a la reconstrucción posible de otra forma de justicia, de otra manera de hacer y rehacer el relato histórico.
Hondureño pero criado en El Salvador, Castellanos Moya se ha marchado de su país en 1979, en coincidencia con lo que sería el momento de despliegue de la guerrilla, manteniéndose a un lado de las disputas interiores y, de algún modo, en una posición incómoda frente a un escenario de marcada polarización. Vivió en México y otras ciudades, hizo carrera periodística allí y obtuvo reconocimientos y ayudas internacionales de Alemania y Estados Unidos, donde actualmente imparte clases. Luego de la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador en 1992 –que pusieron fin a un conflicto armado de más de diez años—, Castellanos Moya retorna a su país y participa del lanzamiento del semanario Primera Plana, que duró unos años. En 1999 se alejó nuevamente del país tras recibir amenazas de muerte a raíz de la publicación de la novela El asco, una crítica mordaz y humorística a todo lo que muchos consideraban los “valores esenciales del ser salvadoreño”. Roberto Bolaño, quien lo conoció y leyó, escribió sobre él: “Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo. Es un sobreviviente pero no escribe como un sobreviviente”. Respecto de la política, sin privarse de desafiar los lugares comunes del patrioterismo militar, de la corrupción empresaria y del verticalismo guerrillero, Castellanos Moya pareciera desplazar el sentido hacia una suerte de existencialismo que no puede dejar de alarmarse por el horror de una sociedad atravesada por la violencia pero a la vez intenta vislumbrar algo más allá del mero escandalizarse. En un continente cultural que celebra la despolitización de su literatura y se divierte haciendo parricidios y exorcismos y sólo brinda por el vacío, por acercarse a las mieles de un nuevo hispanismo sin historia ni conflictos, avizorar en estos textos una membrana blanda y sugestiva que descubre una capa interior insospechada, es un soplo de aire fresco. Sin esconder los cadáveres en el placard, sin barrer tanta mugre bajo la alfombra, Castellanos Moya está en una posición enunciativa a la cual por momentos puede achacársele todo lo dicho hasta aquí, pero a la que también hay que reconocerle que exhibe un latido, un fondo revuelto que anuncia, quiérase o no, otra cosa.
“Casi todos los cuentos” que aquí se presentan son una oportunidad para recorrer cuatro libros del hondureño, ya inhallables. Da toda la impresión de ser uno de esos libros bisagra en los que el autor muestra el conjunto de su obra, como si le hubiera llegado la hora de la consagración o algo por el estilo. Entonces, antes de ubicar obsesivamente los volúmenes en las góndolas –esa máquina industrial que, según Castoriadis, reinventa la cultura cada tres meses—, vale la pena preguntarse dónde han quedado el dolor y el humor en el continente.
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