Domingo, 17 de enero de 2010 | Hoy
Un grupo de amigos ex militantes se reúnen treinta años después alrededor de una ausencia. Una reflexión alejada de lugares comunes sobre el tiempo de la dictadura.
Por Susana Cella
Una cita precisa en un remoto lugar de la pampa a la que acude, entre la certeza y la curiosidad, un reducido grupo de personas que, indefectiblemente, saben que la convocatoria significa desandar el tiempo para que un recuerdo imborrable que los une resurja en toda su densidad es el punto de arranque, la primera impulsión para ese movimiento. La aridez del lugar de encuentro acentúa la desnudez que parece condición para retornar, después de tantos años y tan diversos caminos hollados, a lo que una vez se compartió. Y quien surge como centro irradiante en lo que trabajosamente se va armando como reminiscencia –no simple evocación sino algo así como revivir lo acaecido– es un personaje que brilla precisamente por ausencia, porque fue asesinada tres décadas atrás. Uno de sus apodos era La Rusa, y se presentifica en tanto todos van recomponiendo su completa figura, una suerte de biografía coral que simultáneamente la va mostrando en sus múltiples facetas, deseos, gustos o decisiones e intenta develar el porqué de ese desenlace terrible, que es a su vez una marca imborrable, un signo a interpretar, cada quien a su modo, por todo el resto.
La separación posterior, lo que cada uno de ellos fue haciendo, de qué manera en los exilios sobrevivieron, surge en el contrapunteo de las voces que van lentamente y no sin pocas resistencias animándose a hablar y más, a llevar a cabo un viaje simultáneo en el tiempo y el espacio, por un escenario reconocible y a la vez enrarecido, que, a medida que se recorre, parecer ir devolviendo la perdida cercanía que tuvieron. Los silencios, la reticencias e incluso las ásperas observaciones que los personajes intercambian, remiten a esa desnudez conexa con la verdad y por tanto reacia a tapujos o hipocresías.
La prosa cortante, y a la vez no exenta de magníficas imágenes y plena de acertados movimientos rítmicos y de un ajustado ensamble de escenas, es precisamente lo que desencadena tales sentidos. La dictadura y su continuación por otros medios aparece en esta novela de Silvia Maldonado de un modo que, salvo alguna excepción, ofrece una mirada diferente completamente irreductible a clisés del tipo que sean, ya que los personajes vindican aquel tiempo que el por momentos inverosímil recorrido por un territorio de intemperie les permitió recuperar, no sin dificultad y sin costos, para arribar entonces a lo que la novela anuncia en su título, una bienaventuranza.
Sin dudas se trata aquí de una escritura de la experiencia, sin que esto derive en un relato de tipo meramente confesional, porque esa experiencia es, según este texto, el recuento de lo vivido –en cuerpo y alma– junto con la inseparable percepción y análisis que involucra una serie de temporalidades netamente ensambladas en la novela: un pasado remoto y quizás, hasta el momento de la revivificación, congelado; una duración más o menos difusa en el sucederse de días y días de diásporas; un hito puntual, en la recepción de la carta; un tiempo sucesivo en el viaje y el sentido de una inminencia, como aquello que está por suceder y con ansiedad se espera. Estas modalidades, lejos de estar compartimentadas, se vinculan sin solución de continuidad como afirmando la imposibilidad de borrar lo que ha quedado grabado en la memoria. El sorprendente capítulo final amplía y proyecta la trama a una dimensión mayor en la que los personajes adquieren su pleno estar, su válido lugar en la historia, y así, la buena ventura que depara el tiempo recuperado.
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