Domingo, 4 de abril de 2010 | Hoy
El cine es clave en Providence, la novela finalista del Premio Herralde. Centro de una reflexión cultural sobre la modernidad del siglo XXI y curiosa marca de fábrica de los últimos galardones de Anagrama.
Por Juan Pablo Bertazza
Manuel Gutiérrez Aragón es director de cine y La vida antes de marzo, su única novela, ganó el último Premio Herralde. Con Providence, Juan Francisco Ferré (autor de La fiesta del asno) logró, en su calidad de primer finalista, que el jurado recomendara fervientemente su publicación. El libro se centra en el mundo del cine –por delante, por detrás, por el medio y de costado, con citas, homenajes y más citas–, séptimo arte al que la novela define como “primer arte totalitario porque lo quiere todo a toda costa. Todo el control, todo el dinero, todas las miradas y todos los espectadores”. No sería descabellado, entonces, emprender un breve análisis a manera de repaso sobre la relación –directa, indirecta, profunda o invisible– entre algunos de los premiados y el mundo del cine, un agujerito por el que fuera viable espiar la búsqueda, objetivos y detrás de escena de uno de los premios literarios más prestigiosos de España: directores que se convierten en escritores a partir de la obtención del premio (caso Aragón), escritores que ven reafirmada su consagración gracias a la adaptación cinematográfica de sus novelas (caso Alan Pauls con El Pasado y, próximamente, Martín Kohan con Ciencias Morales), escritores ganadores que dieron sobradas muestras de su interés y conocimiento sobre cine (grupo acaso liderado por uno de los primeros premiados, Javier Marías, que obtuvo el galardón en 1986 con El hombre sentimental). La pregunta que salta a la luz es, por lo tanto, ¿por qué el cine? ¿Qué instancia impostergable y novedosa sigue manteniendo con respecto a la literatura, ese arte al que los apocalípticos de siempre no dejan de augurarle una muerte cercana? Más allá de ese halo cultural en combinación con su poder de imagen, su mezcla de experiencia –en las últimas décadas el cine tal vez le haya sustraído a la literatura un lugar de privilegio en la educación sentimental del público– y expectativa puesta en el futuro –se esté de acuerdo o no con los supuestos avances técnicos del monstruo Avatar y sus tremendos avatares 3D–, acaso constituya el principal elixir, el gran ingrediente que necesita la literatura para transformarse en lo que, justamente, se adjudica la contratapa de Providence: “dar una respuesta contundente a lo que se puede esperar de una novela escrita a comienzos del siglo XXI”.
Alex Franco, un cineasta español que goza de cierto prestigio algo casual y subterráneo presenta en el Festival de Cannes La fiesta grande –una película pretenciosa y narcisista– que no gana ningún premio ni cuenta con el apoyo del público pero sí le permite recoger algunos comentarios favorables de gente importante de la industria. Entre ellos, Delphine, una enigmática productora avejentada pero elegante, sensual y bastante bien mantenida que guarda consigo una muñeca que reproduce inalterable su belleza juvenil –¿encarnación femenina del séptimo arte?–. Con su mezcla de Dorian Gray y Las Hortensias, de Felisberto Hernández, Delphine lo lleva a su habitación y le propone lograr la aceptación que tanto anhela filmando en la Providence de Lovecraft un texto que no es ni guión, ni argumento, ni novela: un montaje que chorrea sexo. A su vez, este enigmático apunte está relacionado hacia atrás con la interrupción del régimen soviético y, hacia adelante, con un videojuego que despierta la inmediata adicción de los usuarios, plasmando así esa osada afirmación que ubica en ellos la herencia del séptimo arte. Providence es un laberinto de casi seiscientas páginas con múltiples caminos, comienzos, finales, personajes y tramas, que imita el mecanismo de esos juegos on-line que se proponen nada menos que reemplazar la vida. Novela irregular, muy bien escrita, atrapante y excesiva, a Providence le hubiera quedado bien el epígrafe de Menos que cero de Breast Easton Ellis –libro iniciático en muchos aspectos–: “este es el juego que cambia cuando lo juegas”. Aunque tal vez lo hace de una manera demasiado anunciada y esperable, Ferré acierta en mostrar, con su mosaico warholiano y cinéfilo, que la singular multiplicidad de la vida radica en que es el único juego que se juega sin saber si habrá otra oportunidad.
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