La publicación de Principiantes (Anagrama) cierra el círculo de la polémica desatada por la revelación de que el editor Gordon Lish había sometido los primeros cuentos de Raymond Carver a una corrección excesiva con el propósito de inventar una nueva forma literaria. Restauradas tras varios años de trabajo con los manuscritos, las versiones originales permiten cotejar el nuevo libro con el publicado en 1981, De qué hablamos cuando hablamos de amor. Y también volver a leer a un Carver parecido y diferente del que conocemos, pero lleno de matices y emociones sorprendentes.
› Por Claudio Zeiger
La lectura de Principiantes es una experiencia literaria singular, no nos atrevemos a decir única pero sí bastante llamativa. Y muy intensa. Sobre todo tratándose de un autor como Raymond Carver, dueño de una particular consagración (la consagración de los previamente derrotados, de los previamente perdedores) a puro talento, coronación de un esfuerzo sobrehumano por llegar a ser escritor, de una lucha conmovedora, en definitiva, por el reconocimiento. Pero resulta que en la mitad de ese esfuerzo, de esa pugna por “llegar” se topó con el bienhechor hoy convertido en villano de la película: el editor Gordon Lish, su mentor desde los años ’60, quien lo llevó a la cima con la publicación de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Ahora, la aparición de la versión original de esos cuentos bajo el título Principiantes, revela (ya se sabía, pero aquí se aportan las pruebas contundentes) que Lish los mutiló horriblemente, sobre todo a los relatos más largos, los más dotados de trama y sentido. Hubo un pacto entre ambos pero también un indiscutido abuso del editor. Lish cumplió: lo volvió un escritor consagrado de la (casi) nada. Pero puede pensarse que a pesar del éxito, el hachazo le dolió a Carver en lo más recóndito, y que por eso, tarde o temprano, en vida o a su muerte, se deberían dar a conocer los textos originales.
Muchos otros escritores sabían del enorme abismo que había entre las dos versiones de los libros. Y también es cierto que cuando se publicó el otro libro célebre de Carver, Catedral, Lish contuvo la mano. Los cuentos de Principiantes se parecen mucho más a los de Catedral que a los de De qué hablamos... El mito se consolidó pero la historia no se revirtió: Raymond Carver moría en plena fama (propia y de Lish) en 1988. Diez años después comenzaría a revelarse el “affair Lish” y ahora se cierra el círculo con la versión original de sus primeros relatos.
Cuenta la leyenda que tras una vida difícil signada por el alcoholismo, los múltiples trabajos mal pagos, una vida peregrina, un matrimonio complicado, Raymond Carver conoció unos pocos años de gloria literaria y murió acunado en ella, breve gloria, breve cielo tras breve cárcel. Fueron en particular esos dos libros los que consolidaron la leyenda del gran ex bebedor: De qué hablamos cuando hablamos de amor y Catedral; el primero se publicó en 1981. Hasta entonces Carver había publicado en revistas literarias, la mayoría de ellas universitarias, y un volumen de 1977 llamado Furious Seasons and Other Stories (cien ejemplares de tapa dura numerados y firmados por Carver, y 1200 ejemplares en rústica). Cuando entregó sus cuentos al editor Gordon Lish, sabía que su gran oportunidad estaba cerca, pero que, también, probablemente era la última. Según informan los editores de Principiantes (William Stull y Maureen Carroll) en el prefacio:
“Tres meses antes de llevar su original a Nueva York, en mayo de 1980, Carver escribió a Lish diciéndole que tenía entre manos tres grupos de relatos. Los relatos de uno de estos grupos habían aparecido previamente en revistas de difusión restringida o en alguna editorial pequeña, pero nunca habían sido publicados por una gran editorial. Los del segundo grupo bien habían aparecido o estaban a punto de aparecer en varias publicaciones periódicas. Un tercer grupo, el más pequeño, lo integraban relatos nuevos aun en forma de texto mecanografiado”.
Gordon Lish hizo una operación de corrección que en definitiva cercenó más del cincuenta por ciento del material entregado. Según informan los editores, “las historias originales de Carver se han recuperado transcribiendo las palabras mecanografiadas que están debajo de las modificaciones y tachaduras manuscritas de Lish”.
Resulta muy difícil, al leer Principiantes, no recurrir a la permanente comparación de las versiones entre este libro y el “original”. En algunos casos –los relatos más breves, varios muy conocidos como “¿Por qué no bailan?” o “Visor”– son similares y están “corregidos” para lograr el efecto Hemingway de la entrelínea, el corte y el fragmento significativo. Pero en relatos largos como “Si ello te place”, “Tanta agua tan cerca de casa”, “Dummy” (títulos originales) se trata, como opinó Philip Roth, de verdaderas mutilaciones. En este punto, y sobre todo para los escritores norteamericanos, se abre un debate sobre el rol de los editores (sobre todo a la manera intervencionista del editing), pero más allá de la gran polémica americana, Principiantes permite una relectura y una consideración estricta sobre la obra de Carver. Y un reencuentro.
Hay que decirlo claramente. Es un libro extraordinario. Aun a quien haya leído y sea un admirador de Carver, le calará hondo la sorpresa. Hora de resignificar aquello conocido como minimalismo y “realismo sucio”, no para descubrir un autor que nada tenía que ver con todo eso, sino para enriquecerlo con las sombras efectivamente convocadas de Hemingway, de Cheever y de Salinger, por citar las más palpables fuentes literarias.
Carver creó en este libro un mundo propio –el de la “nueva pobreza”, el de los caídos del sistema– y una atmósfera más universal, que podría definirse como una cuestión de punto de vista: alguien mira vivir a otro desde una posición aventajada porque ya estuvo ahí, ya fue joven, ya se hizo ilusiones y las perdió. Como le gustaría advertirle el hombre ya maduro, alcohólico en recuperación, a la joven pareja hippona que tuvo la mala idea de ocupar su mesa en el bingo (“Si ello te place”) y, para colmo, cantar ¡bingo! y alzarse con el pozo de la noche: “Si supieran... si ella y su amigo supieran... Les diría lo que podían esperar, les pondría las cosas claras. Les haría detenerse en mitad de su arrogancia y sus risas, y se iban a enterar. Les diría lo que les esperaba después de los anillos y las pulseras, de los aros en las orejas y de los pelos largos, y del amor”.
No es casual entonces que el libro abra con el cuento “¿Por qué no bailan?”: una pareja muy jovencita pasa frente a la casa del hombre que ha sacado al jardín todas sus pertenencias, muebles, televisor, tocadiscos. Un hombre de mediana edad en liquidación. La joven pareja que quiere empezar a vivir. Los extremos de la ilusión se tocan, generan chispazos y se separan. No es casual que Carver haya titulado al conjunto de relatos “Beginners”, principiantes: novatos en la vida y el amor. Relatos de comienzos pero con la perspectiva de quien ha salido antes de la largada y aún no llega al final pero ya sabe. Vaya si sabe...
En Argentina, a mediados de la década del 80, Carver llegó en un estimulante combo de literatura norteamericana junto a autores disímiles pero con los que compartía una visión dura y desencantada de la década, y un ajuste formalista interesante: la expresión lacónica, el minimalismo, correspondía a la miseria de anécdota, a la parquedad de los personajes narrados. Algo común a Catedral, a Menos que cero, de Bret Easton Ellis, a los relatos de Tama Janowitz y también a los primeros cuentos de David Leavitt, los de Baile en familia, quizás el más “literario” del grupo que, en rigor, nunca fue un grupo. Ahora, a la luz de la nueva lectura, Principiantes parece estar más cerca de ese primer Leavitt, como dos hermanos, hijos de Cheever, digamos, dos hermanos que crecieron sin conocerse en ambientes sociales diferentes pero estuvieron siempre conectados por algunos secretos lazos de familia.
Zona de realismo sucio pero no excluyente –en la versión original hay varios cuentos que no tienen que ver con ese territorio realista– aunque Carver sí se encargó de marcar ese territorio, esa zona por la que se movía cómodamente autobiográfico. “Han sucedido muchas cosas desde aquella tarde, y en general las cosas han mejorado. Pero en aquellos días, cuando mi madre se liaba con hombres que acababa de conocer, yo estaba desocupado, bebía y casi había perdido la cabeza. Mis hijos estaban locos; mi mujer estaba loca y tenía un ‘asunto’ con un ingeniero aeroespacial en paro que había conocido en Alcohólicos Anónimos. El también estaba loco.” (“¿Dónde está todo el mundo?”). Mucho desocupado, alcohólico en recuperación o no, o ex alcohólicos, crisis familiar, gente que cambia de ciudad y domicilio demasiado seguido al calor de esas crisis personales y sociales. Más allá de la cuestión cuantitativa de la corrección de Lish, llamativa en por lo menos seis o siete relatos largos, está la cuestión cualitativa. Y ahí es donde parece centrarse el debate literario más jugoso a partir de este libro, porque si bien los escritores reaccionaron en general alarmados por la mutilación sufrida, hay un patrón de las supresiones que revelan una intencionalidad muy precisa de Lish. Suprime el pasado de la mayoría de los personajes. Estos pasan a ser seres sin historia, o donde el pasado se convierte en una frágil línea insinuada, un trazo, una huella fugaz. Así, el proyecto minimalista cobra más visibilidad. Corte, fragmento, presente perpetuo, entrelínea, sugerencia. Pero la contraparte es que emerge diferente otro escritor, el “Carver de Carver”, más tradicional en sus enfoques básicos de cuentista (una trama, un argumento, se desarrolla; los personajes tienen un pasado que en gran parte los explica en el presente y los proyecta en el futuro; los jóvenes actúan como dobles irrecuperables de los mayores) y mucho más rico en matices, más caudaloso que técnicamente innovador.
Hay otro aspecto que también salta a la vista, y es la eliminación casi total de escenas de violencia: sea física o sexual, es reducida a la mínima expresión; limpieza de detalles “sórdidos y escabrosos”, cierta corrección moral. No es que Carver se regodeara deliberadamente en los aspectos sucios de la existencia humana, pero es evidente que los consideraba parte de la vida real, no un efecto literario que puede conseguirse a fuerza de sustraer palabras.
El “Carver de Carver” no viene a reescribir la historia de un conjunto de cuentos notables ni la vida de su autor. Pero ofrece una inolvidable experiencia al lector: volver a reconocer la emocionante alegría del descubrimiento de un escritor que parece estar escribiendo, en secreto, en voz baja, en tono de confesión, para su único descubridor.
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