› Por Juan Pablo Bertazza
Aun antes de que Raymond Carver muriera de cáncer, en 1988, a los 50 años, ya les venía diciendo a sus amigos y conocidos que mucho había tenido que ver en la génesis de algunos cuentos del rey del minimalismo. Los detalles cambiaban según quiénes eran los confesores y el horario de la confesión, pero la constante era que nadie lo tomaba en serio, como si solo fuera esa una forma de exorcizar la ausencia de Carver, cuando estaba vivo y cuando estaba muerto. Tal vez buscando mayor credibilidad pero no la suficiente como para que lo culparan, Gordon Lish vendió sus manuscritos y documentos completos a la Universidad de Indiana, pero desde entonces solo algunos estudiantes fueron a examinarlos y, cuando uno mostró intenciones de sacar a la luz las conclusiones, la poeta Tess Gallagher, viuda de Carver, se lo impidió aduciendo razones de copyright. Alguien con más poder olfateó el asunto, el crítico D. T. Max, que, en 1998, diez años después de la muerte del gran cuentista, hizo estallar el escándalo metiéndose de lleno desde la tapa de la revista semanal del New York Times, al decir que “los relatos de Carver fueron transformados por Gordon Lish, su editor. Sus tijeretazos, más que el texto original, dieron el estilo abrupto y brutal que hizo de Carver una figura de la nueva literatura estadounidense”.
Las cajas de manuscritos y cartas demostraban profundos cambios en los relatos más conocidos de De qué hablamos cuando hablamos de amor (publicado en Nueva York, Alfred Knopf, 1981), incluso el relato que dio nombre al libro. Carver, explicaba Max en su artículo, había aceptado voluntariamente la poda de su prosa, un poco porque confiaba en el criterio de Lish, al que frecuentaba desde finales de los sesenta, y mucho porque sólo tenía en mente publicar.
Pero era un pacto a corto plazo, explicaba Max. Con su consagración, Carver se fue resistiendo cada vez más a la intervención de Lish, pese a que su agradecimiento y admiración no mermaban. Pero más allá de estas conclusiones, uno de los documentos que volvía la intervención de Lish algo parecido a un crimen era una carta de julio de 1980, en la que Carver imploraba que respetaran la integridad de sus textos: “Si estuviera solo, si nadie hubiera visto las historias, entonces quizá, sabiendo que tus versiones son mejores que algunas de las que te he mandado, a lo mejor podría seguir con esto, pero Tess ha visto [los manuscritos] muy de cerca [...] así como Richard Ford, Toby Wolff, Geoffrey Wolff [...] ¿Cómo puedo explicarles lo que ha pasado?”.
Apenas terminó de instalarse la polémica, Lish salió a decir que la carta se había sacado de contexto. “Después de ésta hubo muchas otras; si realmente hubiera insistido, nada de eso se habría publicado”, se disculpaba Lish, apurándose en aclarar, al mismo tiempo, que Catedral había salido sin retoques.
Pero ¿quién es, en definitiva, Gordon Lish, este enigmático editor que a partir de la edición de Principiantes –el paradójico Carver original– y de las biografías de Carver puede empezar a quedar muy mal parado? Fundador de la revista Genesis West, dedicada a la vanguardia literaria, trabajó un tiempo como lingüista y, con los años, desde su puesto en Esquire y luego en la editorial Alfred Knopf, fue “captain Fiction”, el mentor de una nueva narrativa que cambió el estilo de escribir en los tempranos ochenta: la de Barry Hannah, Richard Ford, Don DeLillo, y sobre todo la del primer Carver. Pero además de su destacado papel como editor, Lish se le animó también a la escritura, aunque hay que decir que sus libros mezclan la ficción con el género biográfico, tal como lo demuestran Dear Mr. Capote y Perú, memoir recientemente reeditado en España. Hoy, Lish tiene 74 años y es algo así como un profeta de abundante pelo blanco que vive solo en un piso de Upper East Side y pide que la gente se descalce para no rayar el parquet.
“Soy un farsante, sí, de verdad”, declaró en algunas de las últimas entrevistas que hizo, esas entrevistas en las que pide no hablar más que de sus propios libros, pero en las que siempre termina hablando incluso más de lo que le preguntan: “Fui muy duro y brutal, todos somos víctimas los unos de los otros, y él fue mi víctima. Es muy difícil contar lo que pasó. A mucha gente le gusta cómo salieron las historias. Mi misión en la revista era encontrar nueva ficción, pero para mí el asunto está cerrado: no me he puesto a pensar si a lo mejor había algo en esos textos que no vi. Y tengo la tranquilidad absoluta de que hice lo que hice por el arte”.
Otra de sus grandes declaraciones es cuando recuerda el día en que la Academia Americana de Artes y Letras premió a Carver, con un tono que no deja de tener algo de infantil egolatría. “En aquel momento pensé que era un engaño. Nadie se pregunta quién era realmente el autor de estos libros. Yo estaba engañando a esta gente que pensaba saberlo todo.”
¿Carver hubiera podido ser el gigante en el que se convirtió sin su intervención?, le preguntaron en un diario de España. “Dios mío, dudo mucho de que lo hubieran publicado”, respondió Lish. Por último, cuando le preguntaron si a lo largo de su trabajo hubo otros Carver, Lish contestó tan irónico como misterioso: “No voy a decir nada, todo está en la biblioteca de Indiana, sólo hay que ir hasta allí y comprobarlo”.
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