Domingo, 25 de julio de 2010 | Hoy
Juan Emar fue un vanguardista chileno que rompió la tradición de experimentar en poesía. Lo hizo en la narrativa y eso lo convirtió en un excéntrico para siempre.
Por DamiAn Huergo
Hay escritores que funcionan como una contraseña. Su nombre se trafica en charlas nocturnas, entrevistas, notas al pie y homenajes sutiles dentro de textos de ficción. Quien los nombra pivotea entre el goce individual de lo subversivo y la satisfacción colectiva de hacer justicia en contra del olvido. El chileno Juan Emar, seudónimo de Alvaro Yáñez (1893-1964), es uno de esos nombres forzados al rescate permanente. Desde su aparición en 1934 con la publicación casi en simultáneo de tres libros –Miltín 1934, Ayer y Un año– hasta la actualidad, su nombre funciona como una clave que nos saca del ruido y nos hace cruzar el otro lado del espejo de la vida cotidiana.
Quizás tal indiferencia se deba a que es un escritor excéntrico, que convivió con la paradoja de estar en “el centro de su posición de clase y en el margen de su posición de artista”. Emar irrumpió en un contexto histórico-literario donde la prosa naturalista, criollista y social picaba en punta en el continente. Desde las páginas de La Nación –diario propiedad de su padre– impulsó el espíritu vanguardista que late en su narrativa y por el cual fue considerado como un raro entre los raros: la experimentación en esos años era territorio de poetas –con Huidobro y Neruda como emblemas– y no de narradores. Sin embargo, Emar creó una prosa lúdica y experimental, basada en parlamentos humorísticos –que hacen acordar al Chesterton de Un hombre vivo–, en una imaginación sin límites y en una capacidad insólita para dar vuelta el mundo y ordenarlo de un modo absurdo y mágico.
Ayer es una muestra lograda de su laboratorio. Desde la primera línea –“Ayer por la mañana, aquí en la ciudad de San Agustín de Tango, vi, por fin, el espectáculo que tanto deseaba ver: guillotinar a un individuo”– Emar cautiva al lector y, sin forzarlo, lo lleva a recorrer durante un día San Agustín de Tango. La ciudad, como esos dibujos animados que edifican caminos en el aire para que los personajes no caigan al abismo, se va construyendo a la par de la novela, al ritmo del desplazamiento del narrador –homónimo de Juan Emar– y de su mujer. Los transeúntes presencian la ejecución de Rudecindo Malleco por un “crimen mental”, observan la coreografía mecánica de una familia de leones en una jaula del zoológico, reflexionan sobre el arte en el atelier del pintor Rubén de Loa y analizan a un pasajero en la sala de espera de una estación de tren sin más coordenadas que su barriga.
En su andar exploratorio, el narrador se convierte en el arquetipo del flâneur que describe las modificaciones y vejaciones de la modernidad. La peculiaridad de Emar es que convierte la observación en una visión. Cada vez que el narrador centra su mirada en un hecho tangible, por ejemplo la barriga de un hombre o el respaldo de un sillón, su imaginación traza puentes hacia otras realidades, otras dimensiones, que rodean y complementan al objeto en cuestión. El resultado de esta mezcla surrealista y alucinógena fue como un martillazo contra el muro tradicionalista de la literatura chilena. Y como suele suceder, después del golpe, las primeras esquirlas golpearon a quien sostenía el martillo, mejor dicho la pluma.
Luego del menosprecio de la crítica, Emar se refugió a escribir su inconclusa –cuando falleció llevaba escritas más de cinco mil páginas– novela Umbral. Desde entonces, algunos de sus compatriotas –desde Jorge Teillier hasta Roberto Bolaño– mantuvieron la labor de rescate. Es para celebrar, en la misma sintonía, la reciente edición de Final Abierto. Quizá, de una vez por todas, hoy sea el momento de Ayer.
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