Domingo, 25 de julio de 2010 | Hoy
Una novela vertiginosa, llena de voces como corresponde a Daniel Riera, escritor y ventrílocuo.
Por Fernando Bogado
La novela de Daniel Riera, Evangelios y apócrifos es, ante todo, una novela de velocidades. Como toda velocidad, claro está, necesita sus tiempos, necesita conservar y liberar fuerza en diferentes momentos, así como se maneja un auto: no toda velocidad es constante, hay que regularla. ¿Qué es una novela de velocidades? Bueno, sería, en principio, la confesión que el autor, desdoblado en personaje, realiza en las primeras páginas del texto: Riera, el personaje que escribe, dice que la novela es el mismo mamotreto que terminó hace cuatro años y que no publicó por una de esas cosas del destino –una computadora infectada de un virus es, ya lo sabemos, una cuestión del destino–. Es él el que dice que esta novela reescrita tiene, como principal motivo, el sucederse en sesenta capítulos, a razón de un capítulo escrito por día, motivados más por el ánimo de esa jornada en particular antes que por una planificación de lo que va a contarse. Tomemos esta declaración, al menos, como el velocímetro de la novela.
Velocidades, entonces: varias historias con su propio ritmo, con su propio pulso, encontrado por el autor en un solo día. Lo que comienza como un texto autorreferencial, Riera metiéndose en el medio con comentarios acerca de lo que escribe, toma paulatinamente cierta independencia para narrar, por ejemplo, la historia de Lucas Barili, el periodista que, sabiendo que pronto va a morir, decide avanzar hasta donde llegue con sus historias acerca de figuras crísticas de diferente procedencia geográfica, personas que de una manera u otra se autoproclamaron el mesías. Pero también tenemos que contar la historia de Hernán, un bibliotecario perturbado por haber encontrado antiguas fotos de su mujer con el ex novio, obligado a pensar que ella fue feliz, que puede llegar a ser feliz con otra persona que no sea él; o los magos del Frente Mágico de Liberación, Cluster y Alberó, quienes han militado con sus habilidades por la Patria Socialista al mismo tiempo que logran conformar un dúo de reputación internacional.
El autor logra en esta novela un mosaico de historias que, como en una buena película coral, como en una buena novela polifónica (la cita al inventor del término, Mijail Bajtín, se encuentra referida en estas páginas), terminan enredándose, relacionándose en un punto, dándole cohesión a un trabajo que hasta cierto momento se presenta como fragmentario. El movimiento “metaliterario”, muy de a poco, empieza a ser olvidado a medida que la lectura avanza y los relatos –narrados en capítulos breves que funcionan como cuentos que cierran en una frase determinante, con la misma elegancia de un chiste sutil o una anécdota– empiezan a tomar cuerpo. Frente a estos relatos que confluyen en uno solo, como una captura o fotografía de época, los capítulos en donde el Riera personaje irrumpe se convierten en las partes más flojas de Evangelios y apócrifos, los momentos en donde esa velocidad aminora, en donde el auto frena sin haber llegado aún a destino.
Daniel Riera (nacido en 1970), periodista, escritor, responsable de publicaciones como Barcelona, colaborador de varios medios internacionales y autor de crónicas periodísticas al igual que de libros como Vas a extrañarlo, porque es justo (Meridión, 2002) o El carácter Sea Monkey (Eloísa Cartonera, 2007), suele presentarse a sí mismo como ventrílocuo, profesión que ejerce en presentaciones en vivo. Ventrílocuo, se nota: la variedad de personajes presentados poseen carnadura propia en un relato construido, en su mayor parte, en una tercera persona, y será por eso que los momentos en donde Riera (autor o personaje, lo dejamos a su criterio) habla con su propia voz son los menos creíbles: como Chasman no pudiendo disimular sus labios en movimiento. Pese a todo, el autor sabe moverse rápidamente, aumenta la velocidad de la anécdota poco rendidora para sumarle otra, y otra, y otra, hasta que volvemos a ser cautivados por la presentación. Es obvio: ser ventrílocuo, así como ser escritor, es, también, un asunto de velocidades.
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