Félix Bruzzone viene ejerciendo una narrativa tan autobiográfica como descentrada del relato de una experiencia directa. En Barrefondo, este planteo se traslada al uso del lenguaje en el monólogo de un limpiador de piscinas del conurbano.
› Por Hugo Salas
Bajo el rigor de la canícula que su faena le impone, a oídos de uno que limpia piletas en Don Torcuato llega una discusión y poco después oye –o cree oír– un disparo, que también podría ser un hachazo o un imaginario producto de la insolación. El incidente, nimio, abre cauce a una trama delictiva antes que policial, ligada a las idas y vueltas del protagonista con la mujer que ama, su pequeño hijo, su suegro ex policía, los recuerdos de su abuelo, de su antiguo jefe y de un irreemplazable compañero de trabajo fallecido, Yuyo, como así también la reconstrucción de su biografía y sus orígenes, la minucia de detalles de su profesión y hasta observaciones sociológicas falsamente ingenuas sobre la población con la que interactúa. En el farragoso monólogo de Tavo el piletero –narrador excluyente de Barrefondo–, las líneas chocan, se superponen, se interfieren y anulan, a semejanza del juego falsamente manso y coordinado que describen las ondas sobre la superficie del agua.
En ésta, su segunda novela, Félix Bruzzone retoma personaje, ambientes y hasta la escena del cuento homónimo publicado en la antología En celo, mientras la prosa mantiene el marcado efecto coloquial de Los topos y 76 que ya es marca de estilo. Con estos materiales, elabora un relato signado, justamente, por un paso irregular, donde el vértigo obstinado de la oralidad se ve dislocado por constantes interrupciones, digresiones y la aparición de peculiares anomalías de la lengua. Así, antes que por desarrollo o amplificación de aquel relato originario, la novela se arma desde la acumulación, aglutinación y suma, peligrosos suplementos que vienen, a fin de cuenta, a enturbiar ese núcleo fundacional (a punto tal que pierde su centralidad misma).
Resulta tentador, desde luego, poner este procedimiento en relación con la biografía de Bruzzone, en particular las circunstancias que lo ligan al golpe como trauma primigenio de una generación (la del ‘76), y de hecho su autorreferencialidad explícita lo permite. Estaríamos así frente a una escritura cuyo gesto procura desarticular la centralidad del origen, en un movimiento que tiene mucho de exorcismo, a la manera en que Los topos se lee como la novela de un hijo de desaparecidos que hace con ese núcleo algo inesperado, trastornando el lugar monolítico que le parecería reservado en la literatura nacional. No obstante, si bien tal pudiera ser el procedimiento en los trabajos anteriores, donde hay un claro eje en ese pasado-origen, en Barrefondo –más allá de la aparición de padres ausentes y de un origen fantaseado– lo que se trabaja pertenece doblemente al presente: por un lado, porque el cuento reelaborado no corresponde al remoto pasado originario de los ‘70 sino a un texto inaugural en la producción activa de ese que hoy escribe, y por otra parte porque las situaciones autorreferenciales con las que se permite jugar el autor, en esta oportunidad, son las de su presente inmediato (en efecto, Bruzzone tiene por oficio y medio de vida limpiar piletas).
No es la única diferencia. La trama en Barrefondo, si bien fragmentaria, disonante, incluso alucinatoria, se mantiene siempre dentro del verosímil del personaje y el ambiente planteados desde el principio, a diferencia de la apertura hacia la incongruencia que puede encontrarse en Los topos. Es más, determinados elementos que pudieran parecer “absurdos” en un principio (que el ex jefe se llame Rey de Reyes, la propia lengua del narrador), terminan encontrando justificación más adelante, en el propio monólogo. Aquello que en Los topos ocurría con la historia, aquí se encuentra en el nivel de la voz y por ende de la lengua: un poco jugando a la relectura de la gauchesca en clave paródica, como lengua de un gaucho supuesto, impostada dentro de la literatura, Bruzzone no se propone aquí dar espacio a la voz del conurbano (como sí pretende, entre sus contemporáneos, el neocostumbrismo bonaerense), sino llevarla al desatino.
De esa forma, Tavo el piletero desgrana expresiones como “aprendió titán”, “si corrés pantera”, “una familia princesa”, “el club de allá creció mandriles”, “la pasamos guisito” o “todo tiene que andar chupetín”, en un constante forzamiento que resulta (al igual que puede ocurrir con la desarticulación de la trama) tan encantador como frustrante. Pero no termina allí: en consonancia con la estrategia de descentramiento, esa lengua tan peculiar que aparece aquí y allá, de forma cada vez más insistente, no es “propia” del protagonista, sino que se le ha “pegado” del ausente Yuyo. De alguna manera, no es Tavo quien cuenta Barrefondo en un monólogo obstinado, insistente afirmación del yo, como pudiera parecer, sino la fantasmagórica voz del amigo, que construye al presente desde su ausencia.
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