Dramaturgo y poeta, Gabriel Peveroni trae desde Uruguay una novela atrayente en su estructura y de fuerte voltaje existencial. Un trío enfrascado en vínculos donde el tobogán se vuelve una metáfora del ascenso y la caída vertiginosa.
› Por Ezequiel Acuña
Se enciende el grabador y empieza a rodar la cinta donde aparece el diálogo un poco delirante entre Nico y María, diez años atrás, en una casa en la playa. Pablo era el encargado de grabar todo escondido en un armario, y ahora es el que escucha la conversación incoherente, histérica, entre sus dos amigos. En paralelo empieza a contar algunas cosas sobre ellos tres. Todos son actores, o se dedican al teatro, o a ser artistas en Montevideo, a principios de los noventa. Nico y María hablan y hablan, es un diálogo digno de la nouvelle vague (vale de ejemplo cualquier película de Godard), no se entiende nada, ni ellos entienden de qué hablan, se empieza a parecer a un juego, una improvisación. Entonces se abren los corchetes y Pablo cuenta que sentía algo por María a pesar de que era la novia de Nico; cuenta que el plan era jugarle una broma y secuestrarla, relata su noche de sexo con María en un motel después de un recital, su traición a Nico. Se cierran los corchetes y sigue el diálogo sin didascalias, Nico mete a María en la bañera, le saca la venda, hablan de lo que no fue y de lo que no será, de los sueños, de la muerte, de lo trascendente y de la mierda. Como si la cinta siguiera corriendo en paralelo a los pensamientos de Pablo, su voz vuelve a cortar el diálogo una y otra vez, y confiesa que nadie sabe de esas grabaciones. Después de la casa en la playa Nico y María desaparecieron, él no dijo nada, hizo de cuenta que no sabía nada, y los siguientes años se volvió loco. Empezó el tobogán. ¿Estaban muertos? No sabemos, es probable.
Todo hace pensar que se suicidaron, sobre todo el sentimiento punk que abunda en la conversación, aspiran una raya atrás de otra y cotorrean, es todo rap puro. Pero hay un espíritu de época: están en el año en que Cobain se suicida.
A medida que la novela avanza, entre los fantasmas que lo persiguen a Pablo y la psicosis que inunda a esa parejita en una bañadera, se plantea sobre todo una pelea, una discusión, entre la máquina y la voz humana, entre la anestesia y la improvisación. La tensión está presente primero entre la voz narradora de Pablo y la grabación, pero también forma parte del tema de la conversación entre Nico y María: ellos quieren hablar sin parar, como máquinas, pero no repetir discursos alienados.
Gabriel Peveroni (Montevideo, 1969) es novelista, poeta y sobre todo dramaturgo. Su obra Groenlandia es tal vez una de las más conocidas, premiada en Uruguay, estrenada también en Nueva York, y lo ubica dentro del nuevo teatro sensorial, irracional, caótico (y en realidad, más bien, absurdo) que en los últimos lustros empezó a crecer en el río de La Plata. Tobogán blanco tiene en común con Groenlandia la obsesión por la búsqueda de lo perdido y una frase central de la obra de teatro que Nico repite: “un escenario vacío está más cerca de Dios”.
Sin lugar a dudas, el juego constante dentro de Tobogán blanco entre la narración y el guión, entre la novela y el teatro, le da un encanto muy particular que resulta inevitable asociar con Manuel Puig, algo a mitad de camino entre Maldición eterna... y El beso de la mujer araña, con el paralelo entre el diálogo y las películas. La destreza de Gabriel Peveroni para fundir recursos, para enredar historias, la sencilla forma en que todo se va mezclando y deslizando hacia el final, resulta definitivamente deliciosa. De la abstracción, los aforismos y el juego de palabras casi adolescente, la conversación de Nico y María va fluyendo hacia algo más real, algo más concreto, dejando en evidencia el juego y convirtiéndose en una confesión o una discusión de pareja. O una declaración frente al mundo. La historia de Pablo fluye como un thriller sobrenatural, sospechoso y paranoico, pero brutal. La imagen del tobogán no es para nada gratuita, ni siquiera demasiado metafórica. Con un comienzo allá, en las alturas –en un escenario casi vacío–, la novela se desliza hacia el suelo vertiginosamente, y lo atraviesa para terminar en el infierno más visceral.
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