Dom 26.12.2010
libros

El eco de la historia

El regreso de Umberto Eco a la novela constituye de por sí un acontecimiento editorial. Más aún si el libro trajo aparejado un debate con la comunidad judía de Italia, que consideró que se le da voz a un antisemita. No serán los tiempos gloriosos de El nombre de la rosa, pero Eco, gran erudito y experto en iconos de la cultura popular mundial, conserva su encanto. En El cementerio de Praga se vale de un personaje de ficción que logra enredarse con personas de la historia y acontecimientos que marcaron a varios países europeos a lo largo del siglo XIX, hasta 1897. Con resultados desparejos y un exceso de información que es parte del mecanismo y el juego pero también de la dificultad de la novela, Eco vuelve a mostrar cuánto sabe y cuánto puede atrapar a los lectores.

› Por Alicia Plante

El hombre es casi de bronce, uno de los pesos pesado de la época, con una trayectoria que incluso a él debe impresionarlo: Umberto Eco, Caballero de la Legión de Honor francesa, recibió varios de los premios científicos y literarios más prestigiosos del mundo, es Doctor Honoris Causa de unas treinta universidades, profesor de estética y semiótica en las de Milán, Bolonia, Florencia y Turín, y diez años atrás, en 2000, fundó en Bolonia lo que dio en llamarse la Superescuela, una iniciativa académica destinada a estudiosos del más alto nivel, reunidos para la difusión de la cultura universal. Todo lo cual no le impide ser un experto en Sherlock Holmes y James Bond, y un fan de la cultura popular, por ejemplo de Mafalda, de Quino, cuya edición italiana prologó. Además de sus actividades y escritos científicos, Eco ha incursionado con gran éxito en la literatura, ya que lleva publicadas seis novelas de gran vigor narrativo y hondura emocional. Es decir que logra algo infrecuente: desdoblar su creatividad para acercarse a la realidad desde la ciencia tanto como desde el arte, dos ángulos que algunos creadores prueban complementarios. El nombre de la rosa, una erudita novela de corte filosófico-policial, nos traslada al medievo monacal en un relato de colores bruñidos. Ocho años más tarde publicó El péndulo de Foucault, la descripción de una conjura de sabios en torno de temas esotéricos que, si bien algo resistida, confirmó su pertenencia al Olimpo literario. Luego publicó otras tres novelas, y ahora, con El cementerio de Praga, confirma su curiosa inclinación por la atmósfera conspirativa.

Eco aclara en una nota final que todos los personajes, salvo el central, Simone Simonini, existieron, y que los acontecimientos en los que participa realmente ocurrieron. La trama abarca un período de casi setenta años que cierra en 1897: la vida del “capitán” Simonini, nieto de un viejo monárquico, creyente y virulento antisemita, e hijo de un republicano, carbonario, masón y socialista, enemigo declarado de la Compañía de Jesús y en general de todos los altares y todos los tronos. Entre estos dos modelos irreconciliables, el joven Simone parece querer honrar a ambos haciendo propios sus odios. No es, como fue su padre, hombre de ideas ni de ideales, no conoce la lealtad ni la pasión, siendo el dinero y la buena mesa las únicas que dan dirección a su vida, sustitutos de la sexualidad de cualquier signo. Lo demás va y viene, no hay deuda que reconozca, no hay traición que se resista a cometer, no hay plagio, falsificación, impostura o crimen que le repugne.

El cementerio de Praga. Umberto Eco Lumen 590 páginas

La novela está encarada por Eco como el diario que un Simonini quizá senil, desmemoriado y confundido acerca de su identidad, escribe en 1897 para reconstruir su vida y establecer si un tal abate Dalla Picolla, que deja rastros fantasmales en su casa, escribe en su diario y quizá duerme en su cama, tiene existencia propia o es su alter ego. Resulta interesante el recurso en un autor con esta capacidad para ocupar ante la realidad tanto el lugar del científico como el de quien incide en ella. Mediante esta intriga inicial, estaremos junto a Simonini en el pulso de buena parte de la historia de Italia, Francia y en alguna medida Alemania durante el siglo XIX. Su presencia y su participación agregan color a los hechos conocidos, a las revoluciones, las campañas, las alianzas, los pasos al costado, como el de Napoleón III frente a las aspiraciones de unidad de Italia, las oposiciones, por ejemplo entre un Mazzini y un Cavour, republicano uno, monárquico el otro, ambos enredados en las vísceras de las luchas por la unidad italiana. Mazzini inspirando a Garibaldi, el aventurero desmitificado, que anexará al Piamonte los ducados de la Toscana, Módena y Parma, para luego partir en campaña hacia el sur y someter al reino de las Dos Sicilias, no ya en nombre del pueblo hambreado que se unió a sus efímeros, heroicos Mil y se consiguió una camisa roja para luchar a su lado, sino en el del rey del Piamonte, de Vittorio Emanuelle II y su ministro Cavour. Y ahí aparece Simonini, tripulando el barco de Dumas, dispuesto a volar otra nave para destruir la documentación contable de Garibaldi.

El suyo es un escenario siempre real, vivificado por su talento narrativo y su quizás un poco abrumador bombardeo de información, por una ficción que no ficciona tanto como interpreta aunque sin ahondar demasiado en el psiquismo de nadie. Ese escenario se renueva a partir de que Simonini abandona Italia y se instala en París. Desde las sombras renovará contactos y volverá a estar presente en acontecimientos de la historia, ahora de Francia, como la guerra franco-prusiana y el asedio de París, la caída y encarcelamiento de Napoleón III y eventualmente, tras acontecimientos sangrientos, oscuros, dramáticos, Thiers, el gobierno de Versalles y la guerra civil, el fin de la utopía comunera, y siempre, mientras tanto, el pueblo traicionado por unos y por otros. El decurso del relato llega hasta Dreyfus, su juicio por traición, la degradación y la condena, el perfil de Zola minimizado por el autor, y la develación de la trastienda, que Eco describe como una estrategia para denigrar a los judíos “infiltrados” en el ejército francés. Y Simonini, para el cual escasean los adjetivos descalificativos, encargado esta vez de falsificar con su talento y oficio la caligrafía de Dreyfus en el documento incriminatorio.

El título de la novela alude a un documento que Simonini inventa, falsifica y, a través de los años, recicla y vuelve a vender. Mediante descarados plagios a libros de Eugenio Sue y de Joly, y con la imagen del abuelo antisemita ardiendo en su memoria, denuncia un supuesto cónclave de doce poderosos rabinos que en el tenebroso escenario de un antiguo cementerio abandonado de Praga resuelven qué medidas les abrirán las puertas al poder mundial. El primer cliente, a través de un intermediario que se lo queda, son los servicios secretos zaristas que pretenden desenmascarar a los instigadores judíos del movimiento socialista. Otros interesados fueron jesuitas y masones, histeria, misas negras y satanismo de por medio. El manuscrito, hoy llamado Protocolos de los sabios de Sion, existió, y sólo se cuestiona su autenticidad. Hasta Hitler, por supuesto, se refirió a él con entusiasmo. Las sucesivas ampliaciones del documento lo transformaron en un pequeño tratado de ciencia política en brutal embestida contra los judíos. Mientras, el lector se pregunta si después de todo Eco será antisemita, anticlerical, si odiará a los jesuitas, a los monárquicos, a los masones, si despreciará las figuras de Garibaldi, de Vittorio Emanuelle, si la Comuna de París le parecerá un período patético...; quizá dudas buscadas por un escritor que aparece y desaparece: el Narrador, cuya voz así se identifica cuando interrumpe la primera persona de Simonini en su diario para que lo miremos con él desde afuera.

¿Podrá ser que cada tanto el autor, en competencia con su desdoblamiento necesite arrebatarle el liderazgo narrativo al villano? De todos modos, ¿qué buscaba Eco al proyectar esta obra?: ¿revisitar la historia demostrando que todo podría explicarse de otro modo, por ejemplo como una gran manipulación interminable?; ¿simplemente intrigarnos con una de espías? ¿O recordarnos cuánto sabe? Tal vez la respuesta a estas preguntas merodea por la trama, lubricada en silencios y omisiones que la gran pulseada humana no termina de resolver porque el objetivo –el poder absoluto– no es posible. Algo que garantiza la continuidad del juego de la historia.

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