Domingo, 6 de febrero de 2011 | Hoy
Algunos ritos a la hora de sentarse a escribir. Algún fetiche cerca y a mano mientras se trabaja. Libretas Moleskine, fotos de autores preferidos, horarios favoritos y rituales de arranque según Guillermo Saccomanno, Luis Gusman, Liliana Heer, Alan Pauls, Edgardo Cozarinsky, Ana María Shua, Gabriela Cabezón Cámara y Rodolfo Rabanal. Además, el intercambio epistolar de María Moreno con Fogwill poco antes de morir, cuando fue consultado acerca de sus hábitos y manías literarias.
Por Maria Moreno
Luego de La preparación de la novela de Roland Barthes, ¿quedaba algo por decir sobre las escenas de escritura? Intenté una aplicación local y de verano de sus hallazgos e interrogué a varios escritores sobre sus poses, sus hábitos, el look que adoptan a la hora de escribir... La mayoría se declararon diurnos a la Valéry, pero no siempre metódicos hasta entrar en alguna de las categorías de Barthes como “el presidiario” o “el benedictino”. El artista como maquinaria recién engrasada, el cultivo de la templanza y de la administración regular de combustible que permita la marcha, el horario corrido como después de fichar ante la fábrica, son mitos en nombre del modelo capitalista de producción. Fogwill escribía con todo el cuerpo (no: no se trata de esa vencida metáfora de cierta crítica de los setenta). Una vez declaró que no dedicaba más de 45 minutos a la escritura diarios y ya tenía el producto diario. Durante un intercambio de e-mails me transmitió su método, lo pasé a diálogo para hacerlo presente in memoriam y para animar su voz que era como en ese buen chiste de Piglia, la de un Patricio Kelly de la literatura.
¿En serio regás 45 minutos las plantas literarias?
–Sííí. En serio no hice nunca nada ni pienso hacerlo. A cambio, digo siempre la verdad. Y es cierto: nunca más de una hora por día, incluyendo la atención de los mails de prensa y de editores y boludeces y las notitas esporádicas de Clarín, El País, La Nación y Perfil. 1 hora = 6 páginas = 1 paja.
¿Seis páginas? Sos casi un beat.
–Sí, hago seis o siete malas, menos de 4 nunca en el horario de hacer eso.
¿Y el resto del día? Necesito un ejemplo, aunque no sea ejemplar.
–Me levanto a las 6 (me despierta la vejiga senil). Té verde hasta las 6.15. Mate y un fasito. De 6.30 a 8.00 leo los diarios web y contesto el correo y borro los prolongue su pene, conozca bellezas rusas, viagra, nueva publicación, etc. En media hora me pongo a escribir y entre 8 y 8.15 armo el desayuno, granola, güevos, más té verde, café, broncodilatadores, un poco de Deltisona B (prednisolona). A las 9 horas ya estoy caminando alrededor del lago Thais del Club Ciudad, con el iPod colgado de las orejas. Saludo a mis árboles y al sol con formas clásicas de yoga torpemente ejecutadas. 10: gimnasio cinta escalador y aparatos. 11: pileta: 1000 o 2000 metros senilmente lentos, pero crawl y mariposa artísticamente ejecutados. Entre 12 y 12.30, ducha e imágenes variadas de atléticas pijas en el vestuario VIP del Ciudad. 13.00 almuerzo abriendo el correo, más té verde y siestita. Si estoy con la agenda vacía: pajita siestal. 16 hs: correo, lecturas varias, compras en el súper. 19 hs: preparación de cena y almuerzo del siguiente día. Trabajos varios de padre, abuelo, novio, o escritor amigo. 22 hs cena con los chicos mientras en las compus se cargan los iPods. 23.30: a dormir y así sucesivamente, salvo un día dedicado a la AFIP y otro al banco. ¡Vida divertidísima! ¿Dónde están los 45 minutos? ¡Terrorista post-mortem!
La máquina escritural Annie Shua funciona a cortaditos, permite la interrupción si es regular –el baño, dice– lo que convierte, si ella me permite la veta gore, el pis en metáfora de la tinta.
Guillermo Saccomanno camina por un paisaje con médanos. Cumple a medias el mito norteamericano de la cabaña en un rigor natural, la torre de marfil con vista al mar y con forma de departamento en Gesell. Nada de ingesta a la Baudelaire: café negro. Escribe mucho más de lo que corta: onda hachero.
Si Balzac era de una a las nueve de la mañana y Kafka de las once de la noche a las tres de la mañana, Alan Pauls es de 9 de la mañana a 5 de la tarde. No es de los que se sienten culpables porque no se sentaron, retiene, difiere, da vuelta como el perro antes de hacerse el pozo de la siesta:
–Es menos un horario de trabajo que una órbita: puedo no escribir (si los Hados me son esquivos), pero releo, tomo notas, corrijo, me voy por las ramas, pierdo el tiempo, busco coartadas para justificar que pierdo el tiempo, etc. Doy vueltas alrededor de lo que estoy escribiendo. Al cabo de un rato algo tiene que salir.
A Pauls, para el corte, le gusta la metáfora de la poda: le hace exclamar ¡qué placer!
La crítica genética ahora sólo necesita un hacker. Antes tenía que contar con un escritor hamster que se olvidara de tragarse lo almacenado: servilletitas sueltas, bollos de A4, versiones corregidas que pueden volverse invisibles por tachadas como las que hace David Viñas.
César Aira me dijo alguna vez que no dejaba huellas anteriores a la versión en la compu que entonces se convertía en el pañuelo con que se borran las impresiones digitales de un arma (escribe en los cafés, página o página y media diaria. Pasa a compu y rompe la hoja). Pero alguien que practica la crítica genética como Graciela Goldchuk quizás pueda hacerse de sus notas en el imán de la heladera y extraer alguna hipótesis. Pobre, qué cansada que está de la pregunta boluda: “¿Es fetichista la crítica genética?”, pero con qué amabilidad la contesta.
–Sííí, claro... la crítica genética es un aparato teórico complejo, edificado únicamente con el fin de justificar el fetichismo de hurgar en los papeles de los escritores que han despertado en nosotros alguna clase de deseo... Esto sería un chiste pero siempre defiendo el fetiche cuando doy clases. Los genetistas sostienen que el fetiche es para el coleccionista, y que para “nosotros” el manuscrito es la huella de un evento, un objeto que es soporte de la huella de la historia (o sea, lo que busca el coleccionista). A mí me parece que en un manuscrito, un estudioso ve realmente las condiciones de producción que te impone la historia social y personal: uso de computadora, libreta, plumas de ganso y pluma fuente. El tamaño del papel puede decirme si el hombre estaba tranquilo en su escritorio, todos los días (en caso de que los papeles fueran limpios, caros, grandes) o si escribía en hoteles, bares, apurado, con materiales baratos, comunes. Todo eso, además de lo que digan los manuscritos, informa mucho sobre un proceso creador y sobre el proyecto artístico y/o político.
¿Por ejemplo?
–Haber encontrado en el reverso de Pubis angelical una carta de un traductor de Puig que defendía su posición de haber ido a dar clases de literatura en el Chile de Pinochet. Ahí Ronald Christ dice que dar sus cursos le permitió romper el aislamiento en que la dictadura tenía al pueblo chileno, y conocer escritores resistentes. En los manuscritos de Puig está el original de esa carta, como si Christ la hubiera consultado con él, o sea hay un borrador del otro escritor... pero además está la fotocopia de una respuesta de Vargas Llosa apoyando a Christ, lo que testimonia una discusión que o no se hizo pública o tal vez sí pero yo no la conozco, y lo que con toda seguridad no se hizo público fue la participación de Puig en este debate.
¿Un fetiche en Puig?
–De algún modo es su propia escritura. En sus diferentes mudanzas o itinerarios fue dejando muebles, ropa, libros (donó parte de su biblioteca en Río de Janeiro), pero conservó junto a sí casi todo lo que escribió. En el escritorio de Cuernavaca tenía hasta cuadernos de inglés del primario, donde había realizado sus redacciones. Yo veía que a veces Puig usaba cosas descartadas de una novela en otros proyectos, ya sea en guiones o en otras novelas, pero eso era claramente insuficiente para explicar el celo en conservar sus manuscritos. Lo que pasa es que yo sabía para qué quería yo esos manuscritos, pero no Puig... hasta que empecé a pensar en “la imposibilidad de destruirlos” más que en un deseo de guardarlos: un escritor no conserva sus papeles, pero a la hora de tirarlos, “preferiría no hacerlo”. En definitiva, creo que Puig necesitaba tener sus escritos cerca para poder escribir.
¿Cómo se amuebla una escena de escritura? Hay quienes ponen por encima literalmente (arriba y en la pared) a los modelos muertos. Luis Gusman, por ejemplo, se acompaña con una foto que representaría la escena de transmisión: la de Oscar Massotta escribiendo a máquina. Pauls se rodea de bibliotecas vulgares en donde hay pocos objetos, incluida una foto en donde está con Marcelo Cohen, Ricardo Piglia y Juan José Saer en una quinta y él es el único –se jacta– en malla.
Se puede sospechar en la preferencia por la estilográfica, aun en la era de la computación; la palabra estilográfica contiene otra: estilo.
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