Domingo, 15 de mayo de 2011 | Hoy
Jorge Edwards se inspiró en la figura siempre vigente de Montaigne para hablar de una creatividad intelectual identificada con la libertad y la alegría de vivir, y también para intervenir en los debates actuales de la política y la cultura de América latina.
Por Juan Pablo Bertazza
Se dice que una persona es lo que come, que carece de aquello de lo cual se enorgullece y que siempre le sobran las cosas que aborrece. También un escritor puede ser lo que escribe, confundirse con su material literario hasta borrar todas las fronteras. Tal como sucede en la cocina, en la literatura hay recetas, ideas que no pueden fallar y aseguran un resultado delicioso: escribir sobre un personaje hipnótico vinculado no sólo con la literatura sino también con los conflictos y horizontes de su tiempo equivale a cocinar un plato de pastas con los mejores ingredientes y en la cocina más equipada: un plan infalible. A pesar de que prácticamente nadie lo había usado como personaje de una historia, Michel de Montaigne, el creador del ensayo, un género tan fascinante como laxo, es tal vez uno de los escritores más atractivos de la literatura francesa de todos los tiempos, y el astuto escritor chileno Jorge Edwards así lo entendió al decidir tomarlo como protagonista de su última novela, La muerte de Montaigne. Viajero incansable –de 1580 a 1581, estuvo en Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia–, Montaigne también representa y encarna el mito del escritor en su torre de marfil ya que, hacia el final de su vida, decidió recluirse en su célebre castillo para escribir y leer, sólo escribir y leer. Sin lugar a dudas, su gran legado lo conforman sus Ensayos, donde habla absolutamente de todo: de la tristeza, de cómo el alma pone sus pasiones en objetos falsos cuando le faltan los verdaderos, de la fuerza de la imaginación, de cómo lloramos y reímos de una misma cosa, de la cólera, del parecido de los hijos con los padres, de la experiencia, de la vanidad de las palabras. Siempre publicados en tres tomos, Montaigne les dedicó toda su vida: los revisó y continuó incluso hasta el momento de su muerte, ocurrida en 1592, en su casa, su lugar en el mundo, en cuyo techo de bronce hizo grabar nada menos que sus citas favoritas y un lema muy representativo de su estilo y hasta del género literario que inventó: Que sais-je? (“¿Yo qué sé?)”.
Entre las irritantes enseñanzas de Sócrates y la desmesura pantagruélica de Rabelais, Montaigne es una fuente inagotable de paradojas lúcidas y reveladoras: a pesar de que le pusieron de chico un tutor que le enseñó obsesivamente el latín, fue el primer pensador en abandonar ese idioma para escribir en una lengua romance, el primero en escribir en francés. Pero también, y en esto se lo puede considerar un precursor de Walter Benjamin, es el mejor citador de la historia de la literatura, mezclando citas clásicas –de Horacio, de Ovidio, de Catón–, que se confunden con sus propias palabras, con su vital sabiduría.
En La muerte de Montaigne, Jorge Edwards –ganador del Premio Nacional de Literatura en 1994 y del Cervantes en 1999– consigue interesar cada vez que habla de Montaigne, de sus manías, de sus mitos, de su matrimonio con su esposa Françoise –quien lo engañaba con su hermano menor–, de su presunta homosexualidad, de su relación poco antes de morir con Marie, “su niña adoptada”, una mujer mucho más joven que él, que escribió una novela sobre su admirado escritor y que fue la mejor editora de sus Ensayos. También resulta interesante el perfil que crea Edwards en torno de la figura de Montaigne como escritor, siempre en contraste con la solemnidad del gran historiador de la Revolución Francesa, Jules Michelet: “Montaigne es el escritor menos tenso, menos sufriente, menos obsesionado y menos angustiado que conozco. Hay pasajes en los que su alegría de escribir (y de vivir) salta a la vista. Más que eso, brinca en cada página, vibra en la frase, es uno de los autores más inspirados, más juguetones y más libres de toda la historia de la literatura”.
Sin embargo, el gran defecto de este libro se evidencia cada vez que el chileno quiere parecerse demasiado a Montaigne, cada vez que mezcla con malogrado ingenio la situación de Francia durante el Renacimiento y la de Chile en pleno siglo XXI: ahí donde ve la moderación del francés en una época marcada a fuego por las guerras políticas y religiosas, él pretende justificar su desprecio hacia Latinoamérica, e incluso su apoyo a un proyecto político como el del actual presidente chileno Sebastián Piñera; ahí donde ve la dignidad y resignación de Montaigne ante la inminencia de una muerte prematura, él quiere encontrar fortaleza ante su propia vejez, que lo encuentra un paso más a la derecha, si cabe, que el propio Vargas Llosa.
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