Domingo, 15 de mayo de 2011 | Hoy
Por primera vez en Argentina, se publica el diario íntimo que Susan Sontag empezó a escribir en su adolescencia y mantuvo (oculto) durante casi toda su vida. Su hijo, el escritor, periodista y analista político David Rieff, se encargó de editar las confesiones de esta primera entrega, bajo el nombre de Renacida, un volumen que abarca la primera juventud de su madre, desde 1947 a 1964, cuando estaba llena de entusiasmo, deseo sexual, lesbianismo, autodestrucción y el proyecto de convertirse en quien luego fue.
Por Violeta Gorodischer
3 de enero del ‘57. Tras seis años de matrimonio, la mujer sufre. No se siente libre. ¿Quién era antes de estar casada? Escribe un sueño en el diario íntimo que lleva adelante desde los dieciséis: un caballo la interceptaba en las escaleras de su casa y ponía las dos patas delanteras sobre sus hombros. Ella gritaba y gritaba y trataba de liberarse del peso hasta que al fin despertó. “Un correlato objetivo de mis estados de ánimo más oscuros”, finaliza la entrada de aquel día.
¿Qué habrá sentido el escritor y analista político David Rieff al leer esto en los cuadernos que su madre, Susan Sontag, dejó al morir? Ella los había mencionado una sola y única vez, en la primavera de 2004, cuando aparecieron los primeros síntomas del cáncer sanguíneo que terminaría con su vida. “Ya sabés dónde están los diarios”, le dijo entonces al hijo, sin especificar más. Y el tema no volvió a tocarse. Aterrada ante la posibilidad de la muerte, Sontag hizo lo imposible por convencer al mundo (y sobre todo a sí misma) de que sobreviviría. Creía que superaría ese síndrome mielodisplásico tal como había hecho treinta años antes con el cáncer de mama. Por eso no dijo cómo quería que los demás se ocuparan de su obra sino que habló únicamente de la vuelta a sus trabajos y de todo lo que haría cuando saliera del hospital. Más tarde pidió que le mintieran si la cosa se ponía complicada. Se sometió a un transplante de médula, aun cuando los propios médicos manifestaban que no tenía sentido. Dijo muchas, muchísimas veces, que no quería ser cremada: tal vez un último intento por dejar rastros. No desaparecer.
Menuda tarea le quedó al hijo cuando un año después de enterrarla en el cementerio de Montparnasse encontró estos diarios en un armario, junto a fotos y recuerdos de infancia. Si su madre nunca había permitido que se publicaran; si nunca se los había leído a sus amigos y apenas los más íntimos sabían de ellos; ¿quién era él para darlos a conocer? Eso, sin contar el miedo a enfrentarse a una chica mucho más joven que él en ese momento, inexperta, ávida de experiencias, aterrada ante sus propias elecciones. Por un segundo, pensó que podría olvidar que todo eso estaba ahí, ahorrarse el mal trago y seguir adelante. Pero había otros factores en juego. Años atrás, Sontag había vendido sus archivos a la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles. También se incluían documentos y libros; no había ningún acceso restringido. O David Rieff organizaba y presentaba ese material, o algún otro iba a hacerlo por él.
Después de justificarse y sobrejustificarse en el prólogo, el hijo explica que uno de sus principales dilemas al sacar a luz estos textos “crudos” tuvo que ver con que, en la última etapa de su vida, Sontag evitaba toda referencia pública a su homosexualidad o a su propia ambición. Claramente, los diarios son el reverso de esa existencia. Al menos eso se vislumbra en esta primera entrega (1947-1964) de las tres que completarán la obra, cuando Susan es joven, y está llena de vida, y se crea a sí misma a través de la escritura. Aquí es donde descubre una sexualidad cachorra y se permite vivirla festivamente (“Quiero acostarme con muchas personas. Quiero vivir y aborrezco la muerte”). Aquí llega a su primer curso en la Universidad de Berkeley, California, y configura un registro minucioso del tipo de intelectual que quiere ser. Bajo el encantador formato de las listas, anota cuántas películas deberá ver, cuántas vio, cuáles son los libros que esperan ser leídos (Gide siempre a la cabeza), cómo son las posibles becas, qué decir, qué no decir, cuáles son las opciones que le depara la vida académica. Una obsesión que encubre el deseo de progreso a través de la literatura y el arte; el germen de todo lo que años más tarde aportaría al campo cultural al disertar sobre la obra de Walter Benjamin, el camp, la fotografía, el feminismo, la literatura, las enfermedades, Yugoslavia, la mediatización del dolor ajeno. Allí está la pequeña Sontag, con todo eso a cuestas.
Hay, además, cierta voracidad sexual corriendo en paralelo al deseo intelectual. Es que a sus dieciséis, Susan necesita vivirlo todo, experimentar sin culpas. Sus primeros encuentros lésbicos son en este período (con Harriet Sohmers Zwerling, con quien luego viviría en París, en 1957) y el continuum de sexo y escritura es Eros en estado puro que la atraviesa: “El orgasmo concentra. Deseo escribir. La llegada del orgasmo no es la salvación sino, además, el nacimiento de mi ego. La única escritora que podría llegar a ser es la que se expone a sí misma... Escribir es gastarse, apostarse”.
Ocurre que el género diario tiene, por definición, un formato fragmentario que desconcierta al voyeur de turno. De pronto, a fines del ‘50, el éxtasis se interrumpe. Sontag ya no está en Berkeley sino en Chicago, donde conoce al profesor Philip Rieff en una entrada y se compromete con él en la siguiente. “Me caso con Philip con plena conciencia + temor a mi voluntad de autodestrucción”, afirma, lacónica, a comienzos del ‘51. Un esfuerzo por “normalizarse” y paliar el sentimiento de culpa, al que seguirán dos años de mutismo.
En el ‘53, ya con David a cuestas, retoma la escritura. La infelicidad marital, las peleas, el divorcio, el traslado a Manhattan, todos los remordimientos. También hay detalles del reencuentro con Harriet, de su nueva relación con la dramaturga María Inés Fornes y la presencia de la letra X como una definición de sí misma. De lo peor de sí misma. A medida que se hace adulta, Sontag comprende que ni siquiera asumir su deseo podrá liberarla del dolor. Por eso X es un eufemismo para definir a quien es objeto de los demás: “la compulsión de ser lo que la otra persona desea”. Es Sontag bajo el tamiz de la humillación y el rechazo de sus amantes. Todas esas cosas que Inés le dice que es, que ella misma cree que es: una cobarde moral, una mentirosa, indiscreta sobre sí misma, una farsante, una mujer pasiva.
Desordenados, desprolijos, estos diarios mezclan a lo largo de diecisiete años una serie de memorándum, fragmentos llenos de pena y temor, esbozos de cuentos y novelas, anhelos, estampas de relaciones truncas, reflexiones, sueños, comienzos de historias que nunca concluyen. Las escasas acotaciones de David Rieff son apenas para orientar temporal y espacialmente al lector, o identificar a las personas mencionadas. Como si le diera culpa meter mano en lo que su madre jamás habría contado, si hubiera creído que el diario de un escritor no admite destinatario.
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