A lo largo de los años ’30, Walter Benjamin y Gretel Karplus intercambiaron una profusa, íntima y por momentos enigmática correspondencia. El trabajaba en su principal obra que quedaría inconclusa, El libro de los pasajes, y comenzaba el largo camino del exilio. Ella pronto se convertiría en la esposa de Theodor Adorno, pero su relación con Benjamin siempre se mantuvo aparte, como una amistad plagada de guiños cómplices. Correspondencia 1930-1940 (Eterna Cadencia) reúne este material completamente inédito hasta ahora. Además, se publicó en Argentina Denkbilder (El Cuenco de Plata), una serie de “epifanías en viaje” que tan bien condensan y revelan la marca benjamineana en la cultura y el arte.
› Por Fernando Bogado
La publicación de cualquier correspondencia de grandes nombres de la filosofía o la literatura invita siempre al lector a inmiscuirse en los detalles privados que, de alguna manera, iluminan un pasaje leído o le dan sentido a una frase que siempre, siempre, ha resultado oscura. Claro que estamos aquí frente a un problema teórico: ¿puede lo biográfico considerarse un elemento determinante a la hora de abordar una obra particular? Hay algunas soluciones: o descartamos de plano el vínculo entre biografía y obra, o colocamos la biografía trabajando a la par de la obra (solución que se puede encontrar, por ejemplo, en la manera en que Deleuze y Guattari trabajan con las cartas y el diario de Kafka en Kafka: por una literatura menor); o directamente elevamos la biografía y la consideramos solución última de cualquier cuestión interpretativa. Pero claro, aquí está el problema de cualquier colección de cartas, problema que abre la Correspondencia 1930-1940 entre Walter Benjamin y Gretel Karplus (quien luego pasará a llamarse Gretel Adorno, al contraer matrimonio con el filósofo amigo de Benjamin y miembro de suma importancia en el Institut für Sozialforschung, o mejor, de la así llamada “Escuela de Fráncfort”): una correspondencia, una carta, no es un trabajo biográfico completo, sino que es un fragmento, una pequeña porción de datos correspondientes a un escaso número de días que tienen no sólo la urgencia del momento, sino también una plétora de detalles minúsculos que suelen quedar fuera de cualquier gran empresa biográfica. La misma contraposición es recuperada en el prólogo que la traductora al español de estas misivas, Mariana Dimópulos, elige para dar comienzo a la lectura de estos pequeños, personales intercambios.
Gretel y Benjamin eligen dos extraños nombres con los que referirse uno al otro, nombres secretos que mantendrán con algunas intermitencias a lo largo de las cartas: Felizitas y Detlef, respectivamente. Los motivos de tales nombres pueden ser varios: en primer lugar, la censura, que empieza como un detalle pero que luego se convierte en una barrera a sortear en cada comunicación, hasta el punto de que las cartas finales de Benjamin-Detlef se encuentran en francés con el objetivo de que los responsables de tachar partes poco convenientes aceleren el trámite y no retrasen demasiado la llegada del mensaje por recurrir a algún traductor.
Otro motivo es un poco más encantador: una suerte de código personal mantenido por ambos en donde, por ejemplo, el nombre de “Felizitas” proviene del de un personaje de la obra Ein Mantel, ein Hut, ein Handschuh (Un abrigo, un sombrero, un guante) de Wilhelm Speyer, haciendo clara alusión a la profesión de Gretel durante gran parte de su vida: la de responsable de una fábrica de guantes. Formada como química, se desempeñó luego como secretaria de Adorno a lo largo de toda su vida, incluso haciendo de mecanógrafa oficial del Instituto en Nueva York y habiendo desempeñado tales tareas también para su querido Detlef. Si bien los comentarios en torno de tal o cual trabajo del filósofo no son tan amplios como los que podemos encontrar en la correspondencia de Theodor Adorno (“Teddy” para los amigos) y Benjamin, sí se percibe que entre Gretel y este último había también un vínculo de interlocución, de comentario de ideas que representa mucho para ambos. Hasta tal punto se da este vínculo de lecturas que no sólo se recomiendan novelas, sino que incluso se las pasan por correo.
Gretel se hace cargo de los libros que Benjamin debe dejar en Alemania luego de que comience su largo exilio por diferentes lugares de Europa, enviándolos a las direcciones que él solicita o estableciendo contactos para venderlos y pasarle luego el dinero correspondiente. La ajustada vida de su Detlef depende no sólo de estas ventas sino también de la ayuda de sus amigos: Felizitas le reclama una y otra vez que indique con cuánto dinero él podría estar tranquilo una vez ubicado en alguno de sus muchos parajes para enviárselo, los así llamados “papelitos rosas” de los giros en los que Walter encuentra un alivio a sus muchos padecimientos económicos.
La relación entre ambos es casi sospechosa: las cartas demuestran una amistad sumamente estrecha que muchas veces se mantiene a escondidas de Theodor, que es calificado en más de un envío como un “niño” del que se desconocen los eventuales caprichos, alguien que se sumerge en su trabajo y deja de lado cualquier tipo de unión adulta con su prometida y posterior esposa. Las súplicas por parte de Gretel de que la carta, una vez leída, debe ser destruida ya que sólo estaba destinada a la lectura de Benjamin son varias; los pedidos de silencio, también: hay algo que Felizitas obtiene solamente de Detlef, algo que nada ni nadie está destinado a interrumpir, una suerte de confidente especial.
Esta correspondencia también se convierte en una manera especial de ingresar a la filosofía de Benjamin, en la medida en que se registran los avances de sus trabajos más conocidos, desde La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica hasta sus textos sobre Baudelaire, extractos transformados de lo que tanto Benjamin como toda la Escuela de Fráncfort –Horkheimer y Adorno, principalmente– consideran el gran trabajo filosófico que de él se estaba esperando: El libro de los pasajes, texto que nunca terminaría y que se publicó de manera póstuma gracias a las notas que el teórico alemán dejó en las manos de uno de los funcionarios de la Bibliothèque Nationale de París con el objetivo de que los escondiera en algún lugar, un tal Georges Bataille.
Walter Benjamin es determinante para el destino de lo que se conocerá como Teoría Crítica: primero, por aportar una conexión posible entre el marxismo y la mística judía, dando al elemento revolucionario una naturaleza mesiánica que va a permear todos sus trabajos. En segundo lugar, su metodología o técnica de lectura de la “superficie” (así bautizada por Horkheimer en una de sus cartas dirigidas al propio Benjamin), donde estudia en profundidad los elementos fragmentarios presentes en cualquier ciudad, sus detalles, las bagatelas que no constituyen instancias importantes, al menos en apariencia, para de ellas extraer el “pasado” que clama por su redención en el “presente”. Ese es el sentido de sus estudios del siglo XIX, de la Protohistoria del siglo XIX, aquello que tanto los surrealistas como otros artistas dentro de las preferencias de Benjamin perciben como fantasmagoría: el filósofo va a reclamar esa mirada desprejuiciada, onírica, que hace emerger lo oculto, ese vínculo que se percibe en un instante entre presente y pasado, tan volátil como los fuegos de artificio. De ahí su experimentación con diversas drogas, como el opio o la mezcalina, en este afán por conseguir el estado necesario para la correcta percepción de lo minúsculo y efímero, de ahí la proposición registrada al final de la correspondencia, donde se piensa al siglo XIX como el gran siglo de los fantasmas.
Las últimas cartas son espeluznantes: Benjamin reclama quedarse en Europa, pero pronto comienza a notar que el avance del fascismo va a superar las fronteras de Alemania. Apenas empieza los trámites para obtener la visa norteamericana y reunirse con sus amigos, es demorado en un campo de concentración francés y percibe, sin desesperación, que no le quedan muchas salidas. El 25 de septiembre de 1940, tras no poder cruzar la frontera con España, se suicida en la pequeña localidad de Portbou. Hannah Arendt y Sigfried Kracaeur, dos personas en las mismas condiciones que él, logran hacer el recorrido proyectado en 1941. Aun en estas situaciones límite, no deja de encontrar en Gretel una confidente: el relato de un sueño que tuvo en ese campo de concentración armado en Nevers, de donde pudo salir gracias a la intervención de la famosa librera Adrienne Monnier, es fruto de un esfuerzo teórico que busca precisamente abordar con racionalidad los sucesos más angustiantes del “ahora”.
No existe un mensaje final entre ellos: la única nota suicida la escribe para su primo, Egon Wissing, quien se convertirá en el esposo de la hermana de Gretel, Lotte. La última carta dirigida desde Estados Unidos, firmada por la propia Felizitas para su Detlef, no sólo anuncia la buena nueva del casamiento, sino que acusa el recibo de algunos libros, un detalle, apenas, casi a título de incansable despedida.
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