SUICIDIOS
Ni muerta has perdido tu nombre
Autodidacta erudita y transgresora, la escritora franco-alemana Gabrielle Wittkop se quitó la vida en vísperas de Navidad. Además de una quincena de ensayos y ficciones, deja en este mundo la novela El necrófilo, obra de una morbosidad sofisticada que la convirtió en una verdadera autora de culto.
Por Alejo Schapire, desde París
“Tengo ochenta y dos años. Nací en Nantes y vivo en Frankfurt. Nunca fui al colegio, estudié en casa. Soy viuda, estuve casada durante 40 años. No tuve hijos: odio a los niños. No soy ni de derecha ni de izquierda, no me interesa la política. Detesto a las feministas. Soy atea. He escrito unos 14 libros.” Con estas líneas, Gabrielle Wittkop se presentaba el pasado mes de agosto en las páginas de un periódico catalán con motivo de la publicación en castellano de Serenísimo asesinato (Anagrama), su última novela. Desde el 22 de diciembre esta minibiografía podría hacer las veces de epitafio: enferma de un cáncer de pulmón, la escritora franco-alemana resolvió matarse. Quienes la vieron contar años atrás –con voz nasal y afectación aristocrática– la planificación del suicidio de su marido, cómo ella había escuchado la determinación del esposo y dado su consentimiento, cómo él preparó la copa de veneno y ella puso una botella de champagne en la heladera antes de tomarse el día y salir de paseo para que él (con cuidado de no dejar un cuadro demasiado tétrico) pusiera fin a sus días, intuían que ella acabaría por imitarlo.
Lo que no dice esa probable necrológica es que Gabrielle Wittkop fue, y es por ello que será recordada, la autora de El necrófilo, una sulfurosa novela-talismán publicada por primera vez en 1972 en La Bibliothèque Noire, dirigida por la escritora Régine Deforges y editada en castellano recién en 1995 en la colección La Sonrisa Vertical. Esta doble filiación genérica da buena cuenta de una obra en la que Eros se confunde con Tanatos. El relato, en forma de diario íntimo, refiere la historia de Lucien N., un anticuario que recorre los cementerios parisinos para exhumar cadáveres a escondidas y raptarlos con el fin de amarlos clandestinamente, hasta que el olor, devenido insoportable (o la gula de los inevitables parásitos que habitan los restos) los separe y haya que tirarlos al Sena. En un centenar de páginas, Wittkop manipula la pluma con la delicadeza y el virtuosismo de un bisturí en manos de un forense. Con un vocabulario exquisito de erudición macabra, el lector escucha el crujido de los tejidos de los cuerpos gélidos y cetrinos sometidos a los ejercicios amatorios; se sobresalta ante la menor reacción del ser querido que, resignado a la mecánica de los fluidos, debe ser interpretada como parte de un diálogo entre amantes.
Treintañeras, bebés, hombres musculosos y viejas desdentadas son explorados con una perturbadora ternura en una narración hipnótica, suspendida en un equilibrio entre crudeza y elegante distancia que recuerda Del asesinato considerado una de las bellas artes de Thomas de Quincey. Pero Wittkop se inscribe sobre todo en la corriente literaria alemana Sturm und Drang, que define como “una obra de misterio que no tiene nada que ver con la novela policial”. Es esta morbidez esteticista la que ha consagrado a Wittkop como un referente absoluto dentro de la cultura neogótica y el movimiento dark en general.
Del lado francés, si hay que buscarle una paternidad a esta “decadente feliz” (según su definición), es sin duda del lado de Sade. Gabrielle (née Ménardo) era aún una niña cuando el librepensador que era su padre decidió privarla de escolaridad. Un día, la llevó frente a su inmensa biblioteca y le dijo: “Aquí no hay nada prohibido. Fórmate”.
“Empecé a leer cuatro horas diarias. Mi padre me obligó desde chica a pensar por mí misma. No he estado programada para formar parte de las masas”, le gustaba explicar a Wittkop. Hija de una escritora rusa fallecida tempranamente, ignorada por el padre, Gabrielle fue criada por una negra de Martinica. Confiesa que sólo el divino marqués, Voltaire, La Mettrie, Holbach y Condillac la salvaron de la soledad y el autismo.
Durante la Segunda Guerra, esta proclamada lesbiana y misógina conoció a Justus Franz Wittkop, un homosexual y desertor alemán 22 años mayor que ella. Vivieron juntos cuatro décadas. “Nos amamos como dos amigos. Nuestra unión no fue convencional, fue una alianza intelectual. Nos contábamos todas nuestras aventuras.” Y cuando se aburría de la sociedad de Bad Hombourg, Frau Wittkop viajaba sola por Tailandia, Sumatra, Brasil o la India, escribiendo reportajes para el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Durante una estancia en Bombay, vivió otro idilio intelectual con Christopher, también homosexual, que murió apuñalado en un prostíbulo de la capital india. Wittkop se basó en él para crear al héroe de El necrófilo. Luego, en su novela La muerte de C. (“mi libro más hermoso”), evocaría diversas hipótesis para esclarecer su homicidio.
Durante la última rentrée littéraire, marcada por un tufillo a orden moral que coincidía con el retorno de una derecha pura y dura al poder, ciertos miembros del gobierno junto a organizaciones de integristas católicos intentaron censurar a un par de autores que habían osado escribir novelas donde personajes pedófilos narraban en primera persona. La editorial Gallimard se plegó a la presión y sacó uno de los libros de circulación por un tiempo, mientras que, como al pasar, publicaba un opúsculo del unánime André Gide celebrando con ardor el cuerpo de un efebo, sólo para que alguien se atreviera a pedir la prohibición de “un gran escritor” y se viera ridiculizado públicamente. Otro de los argumentos esgrimidos por varios intelectuales para contrarrestar la embestida de lo que se ha dado en llamar “los nuevos reaccionarios” fue argumentar que si se admitía esta regresión, había que sacar de las bibliotecas públicas a quienes habían escrito cosas peores, como Sade, o su versión femenina, una tal Wittkop.
Gabrielle Wittkop honró hasta el final sus valores libertinos, “una posición filosófica que excluye cualquier autoridad moral o religiosa”. Su editora francesa informó que, pocos días antes de suicidarse, la escritora la llamó por teléfono y le anunció: “Voy a morir como viví: como un hombre libre”. 5