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Domingo, 19 de enero de 2003

POR ARIEL SCHETTINI

El hombre que está solo y espera

En Visiones de Babel (Fondo de Cultura Económica), Guillermo Piro ha antologizado con elegancia y precisión los textos fundamentales de Héctor Murena, un escritor maldito sepultado con justicia por los vientos de la historia.

Detrás del eclecticismo de la obra de Héctor A. Murena hay un cuerpo sólido y uniforme de ideas que una vez gestadas se fueron ampliando, reconstruyendo y reformulando, pero que permanecen, a lo largo de su obra, incólumes. Una antología como Visiones de Babel, que recorre casi todo su trabajo, permite leer esas líneas directrices desde la reflexión ensayística hasta la poesía.
Murena fue, por sobre todas las cosas, un hombre de letras, un intelectual latinoamericano que se preocupó (algunos dirán “demasiado”) por el destino metafísico del hombre latinoamericano. Ese modo del pensamiento ya no es viable, y eso hace que toda su obra, que tiene momentos brillantes, haya caído en el olvido y que sea necesario una y otra vez “descubrir” a Murena. Probablemente así lo sea por siempre: la escritura plúmbea y gris de sus ensayos, la argumentación literaria y verborrágica, hacen de toda su obra más un autor para estudiosos y académicos que una verdadera obra vital.

Dialéctica negativa
Notablemente, fue un hombre que dialogaba con la derecha y con la izquierda literaria de las décadas del cincuenta y sesenta sin mayores prejuicios, y sus lecturas y traducciones permiten ver esa capacidad plástica de diálogo que muchos no tenían, por la época. Cuando se lo quiere reivindicar, se lo hace más por su tarea como traductor que como ensayista. Ya es proverbial que fue el primer traductor al español de la Escuela de Frankfurt y que le dio a la revista Sur, para la que trabajaba, algo de la filosofía dura, moderna y alemana que probablemente muy pocos integrantes de Sur leyeran con un mínimo de curiosidad. Adorno, Benjamin y Wittgenstein eran parte de esas lecturas que, sin un ámbito de discusión, Murena quedó nombrando como quien cita a gente rara para darse corte.
Esa falta de debate alrededor de su obra lo llevó notablemente a hacer un uso sumamente idiosincrático de la filosofía alemana. Tomó de Benjamin algo de su modo de reflexionar la experiencia y probablemente una forma mística de pensar los sistemas culturales. También discutió y reformuló algunas de las frases “látigo” de Adorno (como “la totalidad es lo falso”). Lo que es notable es cómo se las ingenió para darles a todas esas lecturas un giro metafísico, idealista y completamente exótico a las obras de estos autores.
En su obra fundamental, El pecado original de América, trata de urdir la forma que define al ser universal latinoamericano. Este sería, tal como lo explica y lo resume Guillermo Piro en el prólogo de Visiones de Babel, un desterrado y doblemente desterrado. El hombre (pero habría que decirlo con mayúscula) americano ha perdido doblemente el Paraíso (la naturaleza) y Europa (la cultura). Esa desgracia lo pone en la situación del perdido universal. Los ejemplos que da Murena van desde Edgar Allan Poe hasta Horacio Quiroga.
En este libro aparece el ejemplo de Poe como el paria, desterrado que le impone a la cultura europea su “parricidio”. Es notable como muchos años después esa misma mirada del escritor que toma su fuerza a partir de la negación de sus mayores fuera llevada exitosamente al campo de la teoría literaria por Harold Bloom en La angustia de las influencias. Pero ya en Murena estaban todos los ingredientes de la teoría de Bloom. Sobre todo, una lectura sesgada del psicoanálisis y de la hermenéutica alemana.
Pero su tesis es más valiosa como lectura de esos libros que como modelo del ser. Y si bien es verdad que la mayoría de sus hipótesis ahora son casi risibles, lo cierto es que desde la década del treinta en Latinoamérica, ese tipo de reflexión sobre el ser nacional o regional era la entrada para un intelectual a la discusión de la cultura; sea en México, en Perú, en Brasil o en Argentina. No en vano, Murena llama a Ezequiel Martínez Estrada su maestro, y a su obra sobre la cultura argentina un modelo de ensayo.
Es obvio, de todos modos, que en la tesis sobre la pérdida que constituye el núcleo del ser americano hay más del idealismo hegeliano de Sarmiento, Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz que del materialismo negativo de Adorno.

Mistic
Murena fue también un excelente poeta y un cuentista raro. Muchos de sus relatos tienen forma de parábolas o de ejemplos clásicos. Y a partir de sus relatos es posible ver una de las características fundamentales de su obra: el misticismo que se hizo cada vez más profundo y que terminó en una obra (La metáfora y lo sagrado) que rebosa mística sin religiosidad.
Ese mistisicmo lo hizo valorar el lenguaje y la relación holística del lenguaje con el mundo de un modo muy personal. No hay más que ver una de sus últimas obras, Folisofía, en la que se mezclan las lenguas de modo joycesco (otro místico) en una narración imposible que toca el borde de la locura, la megalomanía y la ilegibilidad.
Aun así, aun cuando llegó en la prosa a buscar el límite del lenguaje, siempre se conservó como un poeta conceptual, directo, llano, y que escribió el que seguramente debe ser el mejor poema sobre José Hernández y el Martín Fierro. En ese poema, Murena retrata a Hernández en el instante mismo en que tiene la revelación de Martín Fierro, y seguramente tiene algo de autorretrato al pensarse como un intelectual de un vida mundana que comercia y negocia con el poder, que circula por lugares egregios, que mira su país desde una posición de autoridad y que, en un instante, tiene una revelación definitiva que sabe que cambiará la vida de todos y que será también una iluminación cuando la convierta en obra: una palabra, un poema, Martín Fierro.

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