Domingo, 27 de noviembre de 2011 | Hoy
Ficción y realidad del siglo dieciocho, mezcladas en una novela de pulso moroso y envolvente. Alissa Walser se erige en guía de un viaje en el tiempo que cuida los detalles y se realza en su final.
Por Alicia Plante
Obra de belleza delicada, que se despliega y cobra espesor de modo paulatino, con un ritmo moroso, persuasivo, que demanda un pequeño acostumbramiento del lector a pausas raras, como marcadas por la respiración, compás que sin notarlo asignamos a las fluctuaciones del sentimiento, a los humores o a los temores, pero no a infracciones gramaticales, que se vuelve natural mientras opera como marco de situaciones que de entrada sabemos que no serán sencillas.
El año, 1777; el lugar, Viena. Los personajes principales, el doctor Franz Anton Mesmer, médico, un individuo tomado de la realidad, ferviente defensor de su descubrimiento de una sustancia de la que aún no conoce el patrón de medida y que él define como “etérea”, un fluido tenue, profundo e inaccesible que mana de y circula por el cuerpo de las personas y que abarca toda la expansión de su humanidad doliente, sensible a las corrientes de aire, a los colores, a la proximidad de las manos del médico cuando corren paralelas al cuerpo, al reflejo del paciente en los espejos, apuntando al cual con una larga caña él dirige sus movimientos, y que estaría a la base de todas las alteraciones fisiológicas y psicológicas. En contra de la opinión del médico de la corte real e imperial de María Teresa de Austria y de los académicos, que lo consideran un farsante, Mesmer sostiene con empecinamiento que el flujo por él descubierto puede domesticarse mediante el poder maravilloso e igualmente intangible del magnetismo. Y a pesar de tan autorizada desautorización, la casa de Mesmer funciona como un sanatorio, al cual acuden en busca de ayuda personajes de todos los niveles sociales. Uno de ellos es el secretario de la Corte, el señor von Paradis, que ante el fracaso de los horrorosos tratamientos de los médicos “oficiales” y como último recurso, decide someter a su hija ciega al “mesmerismo”, es decir, a la conexión diaria a una cuba magnética por medio de una barra de hierro que los pacientes, sentados en torno del gran recipiente de madera, apoyan en la zona afectada. La joven, María, el otro personaje principal, está sometida a la autoridad y la estupidez de sus padres. Es una notable pianista y compositora incipiente, que recuperará por un tiempo la vista gracias a Mesmer, pero en parte a costa del uso privilegiado de sus manos. Si uno quisiera reducir la historia a su ángulo científico, cabría preguntarse si en los pacientes del médico se juega en algún grado la histeria de conversión que casi un siglo más tarde investigarían Charcot y Freud y si sus curas no responden más al contacto con su poderosa personalidad y a su concepción de la libertad y de la vida que al magnetismo. Pero no estamos ante un tratado técnico y el relato mueve a ternura, no a cuestionamientos teóricos.
La atmósfera dieciochesca, en sutil recreación de Walser, dramaturga, cuentista y traductora alemana que nos ofrece aquí su primera novela, está al servicio de transmitir no sólo lo concreto de lo urbano, de las ventanas y los patios abiertos a la calle con sus coches, sus caballos, su bullicio y sus olores, sino también el clima social y las normas domésticas –desde las tres enaguas de ley y las pelucas empolvadas, confeccionadas con pelo natural obtenido de los muertos y adornadas con toda clase de absurdas miniaturas colgantes, hasta el sometimiento y la aceptada denigración de las mujeres–. Aparecen personajes secundarios que sin embargo son esenciales a la historia, como el problemático matrimonio Paradis; Ana, la esposa de Mesmer, agitada tanto por el deseo de su esposo como por la rivalidad con él; Kaline, la temperamental sirvienta; los dos músicos que acompañan los tratamientos diarios. Y el perro de Mesmer, esencial a la historia. Avanzada la narración, las circunstancias locales y las aspiraciones científicas obligarán al médico a instalarse en París. Está solo: Ana, tan acostumbrada a observar los tratamientos, quedó a cargo de los pacientes y según sus cartas todo marcha bien. Sólo falta él. Pero en París Mesmer logra lo que los prejuicios provincianos de Viena le negaron: es rico y famoso y no concibe el regreso. Y un día lo sabe: María Teresa Paradis, la pianista ciega, ahora consagrada, dará un concierto en la ciudad.
Hacía tiempo que no me ocurría: terminar un libro y volver atrás veinte o treinta páginas por el placer de volver a leer la culminación.
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