Dos libreros que descubren más pronto que tarde que la literatura también es una mercancía y un trasfondo de desesperación que trasciende la letra.
› Por Carolina Kelly
Como dice Juan Gelman: “El verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”. Efectivamente, la segunda novela de Alejandro García Schnetzer ofrece al lector, a ese lector “ubicuo y amable” que desea, el goce del trabajo estético del escritor escultor que sabe que, por encima o por debajo de todo argumento, la lengua literaria no es solamente “el medio para” sino que es historia social. Andrade es una gran parodia que se sirve de la densidad histórica del lenguaje para erosionar cualquier sentido de trascendencia que esconda, en la “cultura”, el absurdo de la existencia humana. Se trata de un texto que, por su argumento y estructura, reflexiona sobre qué es “el margen” en la literatura y en la vida.
Lejos de todo miserabilismo, los personajes Andrade y Galíndez, compradores de libros para la librería de viejo en la que trabajan, son buscavidas que, conscientes de su alienación y como “reventados”, buscan sobrevivir por medio del bicicleteo y la avidez. Aleccionados por Villegas, el dueño y patrón, que, al mejor estilo de la estética feísta inaugurada por Nicolás Olivari, es “algo torcido, enfermo de gota” y que, como el andaluz de Arlt, es un viejo avaro, saben, desde una mirada pesimista desde luego, que la cultura libresca es “el templo de Adam Smith” y que los libros son mercancías que se compran muy barato y se venden muy caro. Si bien desean ese “libro que buscamos sin conocer”, la salvación no está en la posibilidad del batacazo, como si no hubiera lugar para esa esperanza, porque, en rigor, no hay en Andrade ningún espacio para la utopía, y sí, en cambio, como en la narrativa de Onetti y también de Arlt, para las ensoñaciones compensatorias con los lugares comunes del folletín.
Villegas escribe apuntes de los “errores y verdades” de los libros, documentos de nuestra barbarie, con “la esperanza vaga de alcanzar cierta clarividencia del mundo; en su opinión, éste reproducía cuatro malentendidos: la mentira como verdad, lo vago como cierto, lo viejo como nuevo y el estro poético”. En esos fragmentos de buscada deformación, la irreverencia es la actitud paródica dominante que se celebra como un vital esplín socarrón. Así, se desublima y se resignifica la “alta” cultura moderna, desmitificando, en ese mismo movimiento, la ideología del progreso: El espíritu de las leyes es confundido con Higiene del matrimonio; Las bases es lo más parecido a una revista de la mutual Compañía de Socorros Mutuos, y, a partir de un procedimiento clásico que consiste en atribuir a un autor conocido una obra de otro o un título apócrifo y “bajo”, nos enteramos de que hay un Frankenstein escrito por Descartes. La simbología es obvia: la razón ilustrada que crea al buen salvaje que revela, paradójicamente y en su supuesto horror, la verdadera barbarie de la primera. Más acá, en esta orilla, se desautoriza cualquier declaración de un programa estético explícito sobre la novela porque, de todos modos, “te entrará por un oído y te saldrá por el otro”; se socava el nacionalismo apoyado en el heroísmo y coraje del gaucho y, sumum de la corrosión, ante la pregunta por la identidad nacional, la respuesta (que, a su vez, es una pregunta) es ¿El manuscrito Voynich?: un misterioso libro ilustrado de contenidos desconocidos, escrito hace unos 500 años, por un autor anónimo en un alfabeto no identificado y un idioma incomprensible. Un aleph, pero sin el aura trascendental. En suma, textos misceláneos que también desacralizan lo sublime religioso y que ponen en el centro el margen, rescatando autores clásicos no canónicos, pero sin la pretensión de hacer un nuevo sistema o, al menos y aparentemente, sin perseguir la revalorización.
Y, sin embargo, más allá de la parodia y del consejo que Smith & Wesson nos da como solución frente a la final conciencia del fracaso humano (“Hágalo usted mismo”), no todo es cinismo y desparpajo. Por detrás, más allá o en el fondo, el dolor frente a la muerte, la inevitable soledad, el desconcierto, la humillación, la miseria y la locura son también verdad y esos perdidos sobrevivientes, depositarios de los “los mil y un quebrantos que nuestra carne heredó”, se solidarizan, amorosamente, en su común condena y, como muertos, se alejan mar adentro.
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