Wang Wei es junto a Li Po uno de los poetas más célebres de la dinastía Tang. Intimamente ligado a la vida pública de su tiempo, también emprendió un camino de meditación abstraída y solitaria. Hasta llegar a destilar el lenguaje de la mente vacía.
› Por Guillermo Saccomanno
En una sociedad feudal, en un tiempo de impuestos vampíricos, reclutamientos forzosos y batallas, la viuda del mandarín Wang, madre de dos nenas y dos nenes, culta y budista, instruye a los varones huérfanos proporcionándoles una formación que les permita abrirse un camino en la vida y rendir los exámenes para ingresar como funcionarios a la corte del emperador. A los ocho años, Wang Wei, todo un niño prodigio, ya era conocido por sus escritos. A los veintidós es designado como Asistente en la Oficina de la Música Imperial. Acusado en un enredo protocolar, se lo deporta al monte Song como administrador de graneros. Más tarde, reparado su prestigio, es otra vez nombrado funcionario. Por entonces traba amistad con los poetas Pei Di, a quien dedicara numerosos versos, y el consagrado Tu Fu. Junto con Li Po, Wang Wei integrará el elenco de poetas famosos de la dinastía Tang. Wang Wei tiene treinta años cuando muere su esposa. El duelo lo aleja de lo mundano. Si bien se le conceden rangos importantes, Wang Wei sólo piensa en el retiro a la vida natural y la meditación.
El vínculo entre los poetas y el poder proviene del fondo mismo de la historia china. Desde la dinastía Shang (1523 a 1122 a. C.), la escritura china se conecta con lo oracular y adquiere un carácter sagrado. Con el correr de los siglos, compartiendo sin perder la intención adivinatoria, la escritura poética se bifurcará instalándose como lírica de la vida diaria. La mejor demostración está en la vasta y prolífica Edad de Oro de la dinastía Tang (618-907). Si el concepto “trascendencia” tiene un significado en esta sociedad, es la representación de lo cotidiano evitando remilgos y omitiendo cuanto se pueda al sujeto. De más de dos mil poetas Tang, llegaron a la actualidad casi cincuenta mil poemas. Componían poemas los aldeanos, los cantantes, los soldados, los letrados, los gobernantes. Los consagrados eran amigos y coincidían en una misma visión del mundo, el respeto por la naturaleza, el desapego, el vacío como búsqueda. Pero Wang Wei, a diferencia de sus compañeros, no se limitaba sólo a la poesía y era también dibujante y pintor, un adelantado en lo que más tarde, en Japón, se consideraría el arte sumyé: el dibujo en un papel poroso que no ofrece chance de corrección sin que se note la enmienda, la mínima chapucería queda al descubierto si se pretende arreglar aquello que falló en el primer trazo. Esta actitud de riesgo y apuesta, la exigencia en el trazo espontáneo que requiere el sumyé, es la misma que trasunta su poesía. Justificadamente se ha dicho que cuando Wang Wei pintaba, escribía. Y cuando escribía pintaba.
Al leerlo ahora se advierte que su poesía domina todos los temas y puede saltar de una emoción íntima a un dolor originado en un hecho político, y ambas miradas, la apreciación subjetiva y la social, son complementarias en tanto reflejo de su experiencia. Sus alejamientos de la corte persiguiendo la soledad meditativa son frecuentes. Pero no puede rehuir el compromiso de los nombramientos. Nombrado secretario superior en la oficina de los almacenes del Ministerio del Ejército, durante la rebelión de An Lushan es tomado prisionero y se hace pasar por sordomudo. An Lushan es asesinado por su hijo. Sofocada la revuelta, restaurada la paz, Wang Wei es condenado por colaboracionista, pero lo rescata su hermano, quien pide ser él mismo degradado para expiar su falta. Un dato a tener en cuenta y que vuelve a remitirnos a la relación entre poesía y poder es que además, en su salvación, influye un poema crítico escrito en cautiverio: “Diez mil familias se lamentan ante las ruinas aún humeantes. / ¿Cuándo volverán los cien funcionarios a la audiencia imperial? / Las hojas de las acacias del otoño caen en el palacio abandonado. / ¿Cómo atreverse a tocar música ante el Estanque Ningbi?”. Los versos conmueven al emperador que aprueba su indulto. En su rehabilitación es promovido como asistente en el Departamento de Asuntos de Estado. Más tarde construye un templo en memoria de su madre y se retira del mundo que, para el budismo, es tan transitorio como banal. A su muerte, el emperador consulta a su hermano cuántos poemas calcula que sobrevivieron. La respuesta fue: “Wang Wei compuso más de cien mil poemas, pero como consecuencia de las revueltas no nos queda más que una pequeña parte. Gracias a los esfuerzos de sus amigos y parientes se conservan apenas cuatrocientos”.
La poesía de Wang Wei se presenta como desafío intelectual y también como una aventura difícil de traducir si no se acepta que su lectura inaugura un tránsito hacia otra concepción de la existencia. Lo más difícil para la perspectiva del lector occidental: vaciar la mente. Escribe Wang Wei: “A medida que pasan los años mi espíritu se serena, /liberado de las diez mil preocupaciones.//Me pregunto a mí mismo y ya sé la respuesta/ ¿hay algo mejor que el regreso al hogar?/ El viento en el bosque de pinos agita mi túnica/ y mi laúd se platea bajo la pálida luna./ ¿ Te interesa saber en qué consiste la buena fortuna?/ En la orilla distante, un pescador sigue cantando”.
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